libros

Domingo, 12 de octubre de 2003

EL EXTRANJERO

My Life as a Fake

My Life as a Fake
Peter Carey

Faber and Faber
Londres, 2003
270 págs.

De un tiempo a esta parte, el escritor australiano –ganador dos veces del Premio Booker– Peter Carey (1943, Bacchus March) se ha valido de historias existentes para cubrirlas con el barniz de su particular estilo donde comulgan sin esfuerzo la leyenda y lo cotidiano, la asfixia gótica con la bien aireada comedia, los perfumes de lo irreal con las pestilencias de lo perfectamente documentado. Ocurrió en 1997 con Jack Maggs (lograda reinvención del mundo de Dickens a partir de un personaje secundario de Great Expectations) y en el 2000 con True Story of the Kelly Gang, donde se revisitaba la conocida leyenda folk de un célebre bandido asaltando y saltando entre canguros.
My Life as a Fake es, hasta la fecha, el experimento más interesante de Carey en este sentido, y su gran atractivo reside en el redescubrimiento de uno de esos episodios non-fiction a los que la fiction no puede sino envidiar con todos sus huesos y letras. La inspiración para esta novela sale de un fraude real que dos poetas puristas cansados de tanto experimento y surrealismo llevaron a cabo en los años ‘40. Fue entonces cuando Harold Stewart y James McAuley inventaron un vanguardista in extremis –Ern Malley– con la ayuda de un diccionario de rima, pedazos de Shakespeare y un manual del ejército para el combate de mosquitos. La idea era publicarlo bajo seudónimo y, así, poner en ridículo a las tribus modernas. Algo salió mal y el poeta invisible no fue sólo celebrado por la crítica sino que, además, causó el cierre de la revista donde aparecieron sus sonetos amorfos acusados de “obscenos” y el editor fue llevado a juicio. Los obsesivos encontrarán la true story en varios libros sobre este delirante episodio donde todos acabaron mal rimados.
Carey arranca de este episodio y –con esa prosa funcional y barroca que a menudo acerca a los escritores australianos al estilo latinoamericano: recuérdese el realismo mágico fluvial de su Oscar y Lucinda– va todavía más lejos cuando, a la hora de los tribunales, un desconocido se pone de pie y –para fascinado horror del lírico y conservador Christopher Chubb, responsable de la trampa en la novela– jura que él no es otro que Bob McCorkle, poeta de la clase trabajadora y autor de versos calientes y apasionados. Todo esto es investigado desde 1972 por Sarah Wode-Douglass –obsesiva y bastante mediocre editora de una publicación literaria–, quien encuentra a un Chubb alucinado y mendicante en un mercado de Kuala Lumpur, todavía aterrorizado por la potencia del monstruo que creó y con una buena historia para contar. El epígrafe de la novela sale, apropiadamente, del Frankenstein de Mary Shelley y –aclaración necesaria– no se habla en My Life as a Fake de la jamesiana y elegante locura del arte sino de la mucho más vulgar y acaso más incomprensible locura de los artistas.
Es una lástima que el especialista en falsificaciones Orson Welles no siga entre nosotros para filmar.

Rodrigo Fresán

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