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Domingo, 20 de junio de 2004

Y la mar en coche

Sobre el Ulises se ha escrito tanto que uno se ve tentado de no leer nada. Esta reacción nauseosa frente a la inabarcable bibliografía complementaria que existe sobre el libro, sobre cada uno de sus capítulos y sobre cada parte de cada uno de sus capítulos, puede sin embargo privarnos de algunas lecturas harto curiosas. Por ejemplo: “Bloomsday, la onceava hora: en busca del lugar vacante”. Esta monografía de 16 páginas publicada por Carole Brown y Leo Knutch (A Wake Newslitter Press de la Universidad de Essex, Inglaterra, 1981) aborda “uno de los enigmas menores del Ulises”, a saber: “La disposición de asientos en el carruaje que transporta a Bloom y a sus co-enlutados desde Sandymount hasta Glasnevin”. Confiados en que “Joyce es un realista”, Brown/Knutch se proponen “investigar las circunstancias que crearon el enigma, acumular pistas acerca de la configuración de los cuatro ocupantes e indagar si estas pistas suministran evidencia para asignar una posición específica a cada uno de ellos”. El primer paso en esta apasionante investigación consiste en definir el vehículo en tela de juicio (que Joyce llama indistintamente coach o carriage o hearse, en un claro caso de “hiponimia”), tarea que los investigadores afrontan con la invalorable ayuda de Donald H. Berkebile, “división de transportes en el instituto Smithson de Washington DC”. Sinembargo, un momento de duda existencial amenaza con dar por tierra con el emprendimiento: “No es siempre fácil estar seguros de la relevancia de nuestras preguntas” se lee en la página 3. Los pruritos felizmente son superados, y tras definir que al carruaje “cum suis se lo llama carriage, aunque técnicamente es un coach”, pasamos a considerar “lo que podemos aceptar como hecho”, para “subsecuentemente investigar las conjeturas”. El hecho es que hay seis posiciones posibles dentro del coarrihearge, visualizadas para beneficio del lector por un diagrama. Según los autores, un tal Van Caspel, “después de una breve pero iluminadora discusión de la paradoja, rechaza el dilema como básicamente insoluble”. No amedrentados por ello, Brown/Knutch se lanzan a analizar cada una de estas posibilidades. La exégesis incluye enjundiosas digresiones sobre el significado exacto de ciertos verbos (nudge, “tocar con el codo”), un análisis pormenorizado de las “escenas con contacto de ojos”, consideraciones acerca de los personajes tendientes a demostrar que tal o cual movimiento no se aviene con su psicología y una detallada labor hermenéutica alrededor de la posición del sol (significativa, según los autores, para nuestra comprensión del Ulises en general). “Revisando toda la evidencia –afirman al pie de la página 14 (las últimas dos son de notas)– concluimos que la configuración más probable es la número 2.”
En la parte 2 del Ulises (capítulo “Cíclopes”) se explica en exquisito argot académico que “el sistema métrico” de los ladridos del perro Owen “recuerdan las intrincadas reglas aliterativas e isosilábicas del englyn galés”. Como si el mensaje no fuera lo suficientemente claro, Joyce dijo alguna vez que no había que tomarse el Ulises muy en serio. No todos le prestaron oído, al parecer. Y es una suerte. Ningún lector que disfrute de éste, el Joyce más paródico, se va aburrir leyendo a sus comentadores más serios. Así como nadie llega al Ulises sin haber escuchado de él bastante más de lo estrictamente necesario, nadie debería dejarlo sin acometer una pequeña excursión por sus alrededores. Cuidado la cabeza al subir y al bajar, lo único.

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