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Sábado, 30 de abril de 2005

MUSIL POR COETZEE

De la insatisfacción

El ascenso de Musil hasta convertirse en una figura prestigiosa e incluso grandiosa tras la oscuridad de los años de la guerra empezó en 1950. En el mundo de habla inglesa, sus valedores más eficaces fueron los estudiosos y traductores Ernst Kaiser y Eithne Wilkins, quienes, en el Times Literary Supplement, lo alabaron como “el novelista más importante en lengua alemana de la primera mitad del siglo” y respaldaron su afirmación con una traducción de El hombre sin atributos (tres volúmenes, 1953-1970). El libro fue bien recibido en Gran Bretaña, pero no, al principio, en Estados Unidos, donde el crítico de New Republic escribió: “Es... un balbuciente montón de metafísica teutónica”.

Los materiales que quedaron en manos de Martha Musil sumaban unas 10 mil páginas manuscritas. Así pues, resulta irónico que cualquier estudiante de licenciatura pueda abrirse camino por el laberinto musiliano con una facilidad que el propio Musil nunca tuvo, pese a su elaborado sistema de referencias cruzadas. El primer fruto de las investigaciones que los estudiosos empezaron en 1951 fue una edición en alemán de El hombre sin atributos, a cargo de Frisé, que consiste en los fragmentos más o menos finalizados por Musil más algunos borradores suplementarios. Después se desencadenó una guerra verbal sobre si Frisé tenía derecho a preferir unode los posibles finales de Musil (la unión carnal entre Ulrich y su hermana Agatha) a la otra (la unión mística entre los dos).

Musil no terminó, y probablemente no habría terminado su gigantesca novela. Aun en términos de la lógica interna de la misma, dista de ser completa. Hay elementos de la trama para los que no se atisba desenlace alguno, ni siquiera en los borradores (pienso en las consecuencias que tiene para Agatha haber olvidado el testamento de su padre), así como importantes decisiones que tomar y que Musil parece estar posponiendo (por ejemplo, si Ulrich va a tener una relación amorosa con Clarisse). Más grave aún es la duda de si la estructura que ha construido Musil podrá soportar el peso cada vez mayor que la historia debe soportar.

Las anotaciones de Musil indican que, aun en el decenio de 1920, él ya era sensible a la cuestión de por qué embarcarse en una novela tan obstinadamente “prebélica”. Sin embargo, parece haber confiado en que su concepción fuera lo suficientemente flexible como para anticipar también, al menos desde el presentimiento, la situación que se avecinaba para la Europa de posguerra. (Aquí Musil parece haber depositado toda su confianza en la figura de Moosbrugger, el asesino psicópata sexual, para encarnar los impulsos violentamente autoliberadores de las personas abrumadas por las condiciones de vida moderna, impulsos que los movimientos fascistas explotarían llegado el momento.)

A medida que pasa el tiempo, parece cada vez más acertada la decisión que tomó Musil, en 1938, de retirar en el último minuto los últimos veinte capítulos de la tercera parte, cuando la obra ya estaba en manos de los impresores. Estos capítulos consisten básicamente en una exposición de la teoría de Ulrich sobre las emociones; son los últimos capítulos en tener el visto bueno, o casi, del autor. Se ha elogiado el lirismo que desprenden, pero hoy ese lirismo suena demasiado displicente, y toda la secuencia carece de la agudeza de observación que caracteriza la prosa de Musil en sus mejores momentos.

Ese problema no atañe sólo a la escritura sino también a la concepción de Ulrich. En líneas generales, el esquema de la novela es hacer avanzar dos líneas narrativas que funcionan cada una como contrapunto de la otra: mientras una Austria espiritualmente en bancarrota apura sus últimos días, Ulrich con –y a través de– su hermana negociará una retirada místico-erótica de la sociedad. “Hay que mantenerse puros por un mundo que aún estaría por llegar”, se dice a sí mismo como autojustificación. Pero en el contexto de la Europa ficticia de 1914 –a la que se le pide que se haga cargo también del peso, en un plano simbólico, de la Europa de 1938/39–, la retirada de Ulrich debe haber parecido –y aquí, hay que reconocerlo, no se registra en los Diarios ninguna anotación de apoyo a esta afirmación por parte de Musil– un gesto poco apropiado e incluso inapropiado. Los aspectos ético y político de la novela se iban distanciando.

Leer El hombre sin atributos siempre será una experiencia insatisfactoria. Ya se trate de la edición de Frisé o de la de Pike, llegamos a la última de sus mil setecientas extrañas páginas en un estado de confusión o incluso de decepción. Pero, dada la riqueza de los borradores de Musil y teniendo en cuenta el alcance de la crisis de la cultura europea que estaba tratando de cartografiar (no sólo con El hombre sin atributos sino también por medio de la acción paralela de los Diarios), es preferible pasarse que quedarse corto.

Fragmento del ensayo sobre Robert Musil recopilado en Costas extrañas, de J.M. Coetzee, de reciente aparición.

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