libros

Domingo, 22 de julio de 2007

Los frágiles mundos de Henry James

 Por Miguel Angel Bustos

Un estilo mesurado, casi perfecto, que tiene el tiempo interior de la naturaleza en su proceso de descomposición; es decir, cuando atraviesa las fronteras que separan el otoño del invierno. Se podría agregar que el lector que emprenda la tarea de leer uno de los textos que forman este estilo, el dilatado y crepuscular estilo del escritor anglonorteamericano Henry James, será prácticamente devorado por él, porque ¿quién poseería tanta fortaleza para abandonar la visión de lo monstruoso cuando se manifiesta a través de los elementos más obvios?

Persiguiendo el modo de cómo se da esta obviedad, este mirar de segunda mano, surge primero lo ambiguo y lo bifronte en James: un paisaje es natural e irreal a la vez, lo que se habla cotidianamente es excepcional dicho con gran bonhomía, un paraje o una ciudad se sospechan gozando de una enorme población pero nadie –fuera de los protagonistas– aparece, salvo algún ocasional mayordomo. La escena final de muchos de sus relatos, con una hábil y funcional trivialidad, aparenta disipar las dudas sobrenaturales que pudieran haber brotado en el lector sustituyendo los ocultos fantasmas por un final natural, hasta feliz.

Los cuentos recientemente publicados (La vida privada y otros relatos, ediciones Librerías Fausto) pueden develar en parte, ya que se trata de una buena selección, las virtudes y ambigüedades antes mencionadas del estilo James.

Otra fuente importante de claves, no totalmente descifradas hasta hoy, la constituye su biografía. La familia James, de la cual Henry era el segundo hijo, formaba en los años ’60 del siglo pasado un grupo singular. Por lo que se refiere a la obra del escritor (a su forma y contenido, a los núcleos de irradiación que engendrarían sus célebres puntos de opinión, es decir, el personaje o los personajes que asumen y se convierten en la conciencia de la novela o cuento), su padre y su hermano mayor tienen que haber jugado un papel más decisivo del que comúnmente se les asigna: Henry James, padre, autor de dos libros –Substancia y sombra y El secreto de Swedenborg– que lo alistaban junto al gran teólogo sueco, además trataba de encauzar su vida de acuerdo a las teoría de Fourier. En cuanto al hermano mayor, el filósofo William James, un libro suyo, Las variedades de la experiencia religiosa, editado el mismo año en que salía la obra de su hermano Henry Las alas de la paloma, señala un mundo espiritual y laico vinculado secretamente y desde siempre con la teología paterna. Es como si los dos hermanos, a diferencia de los otros menores, hubieran seguido disputando con el padre una especie de contrapunto ideológico: a través de toda la vida.

Ese duelo secreto tal vez aclare, en parte, el doble espacio y el doble tiempo, esa perpetua ambivalencia que a fuerza de vaciar el paisaje, las moradas, los seres humanos por medio de sutiles resortes hace que los escenarios sucesivos de las ficciones de James ocurran en el único país en donde todas las cosas están ya detenidas, es decir, el país de la muerte imaginada.

(...)

Si se recuerda esa figura literaria de James del tapiz, o sus otras teorías sobre la interacción de forma y contenido, sobre las omisiones que al obrar en una determinada representación del mundo lo hacen novelesco mientras que el mismo elemento lanzado en otra pintura de la vida realza, reaviva su sentido de la realidad, si se recuerdan estos fragmentos de sus ensayos puede delinearse mejor su papel de miniaturista paciente y solitario encargado de cumplir una tarea difícil. Frente a sus miniaturas, el vasto mural de La Comedia Humana se presenta como un universo habitable, terrible pero vital.

Ardua hazaña la de este creador laborioso de frágiles mundos que, a poco de andar en su imaginación, terminaban por morir para convertirse en serenos paisajes del infierno.

Antes de entrar en la muerte, volvió a su tierra de origen pero por poco tiempo. Regresó a su Europa, a Londres, a corregir sus libros, a añadir un prólogo, o a ordenar sus cartas. No había alcanzado una patria que le fuera natal, no había hallado un dios que despertara su entusiasmo. La muerte, en 1916, lo encontró desmesuradamente libre, prolijamente sujeto a los preceptos de un mundo de fantasmas.

(Publicado en El Cronista Comercial, el 26/11/75.)

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