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Domingo, 5 de agosto de 2012

> EL NARRADOR INTERIOR

Sin fronteras

 Por Angel Berlanga

Contaba Tizón que solían decirle, cuando andaba por ahí, fuera del país, que no parecía argentino. Se identificaba con la cultura altoperuana y decía que no tenía nada que ver con la pampeana, aunque también la asumiera como suya. “Yo soy un escritor de frontera, pero no creo en las fronteras políticas; creo, en cambio, en las fronteras culturales –decía–. En las fronteras generalmente se sitúan las aduanas; pero fíjese que aduana, en inglés, significa custom, y también quiere decir costumbre. Cuando la fijación de la frontera es antojadiza, las aduanas son arbitrarias; pero cuando no lo es, la frontera es viva y se diferencia por la costumbre. Nadie va a confundir a un texano con un habitante de Chihuahua: en esos arquetipos hay una diferencia cultural y ésa es la frontera, no tanto el Río Bravo. En el caso nuestro es mucho más simple: la frontera norte no existe. Al punto de que el presidente de la Primera Junta, Cornelio Saavedra, nació en una aldea cerca de Potosí. Los ideólogos del independentismo de este país no estudiaron en Buenos Aires: estudiaron en Chuquisaca. Pero bueno, tampoco tiene ningún sentido reinventar la vieja polémica entre Buenos Aires y el interior, porque sería algo absolutamente estúpido, sin ninguna vigencia.”

Los libros de Tizón, sus historias polvorientas y profundas de la Puna, implicaron para nosotros, porteñitos, una noción de ensanche de país, e incluso más allá de esa frontera inexistente del norte. En las referencias a su obra es habitual ver abierto el paraguas con la advertencia de guarda, no es regionalismo; claro que Tizón escribe de y desde ahí, esa región, y de los hombres y las mujeres que ahí anduvieron, más allá incluso de este largo bicentenario. Escribe con esos pasos y esas historias, muchas de ellas orales –que tanto le gustaban–; con sus lecturas de los clásicos, “los pocos, pero doctos libros juntos”, a decir de Quevedo; y también con un enorme bagaje cultural, de observación contemporánea de la cultura del mundo. Parecía, eso sí, aborrecer la frivolidad, el artilugio de moda, la movida para llamar la atención. En el epílogo de Memorial de la Puna se lamenta por haberse prestado “a opinar de todo y cualquier cosa en los medios”, por contribuir a una notoriedad que a menudo le daba placer y terminó viendo como “un autoengaño”. Una inclinación hacia el silencio. Pero él también tituló No es posible callar uno de sus libros de ensayos. Su palabra era necesaria más allá de la belleza de su literatura: basta con asomarse a uno de sus últimos fallos como juez del Superior Tribunal de Justicia de Jujuy, en el que rechaza la instalación de una mina de uranio en la Quebrada de Humahuaca, en territorios de comunidades aborígenes.

Recorrió el mundo, pero siempre volvió a Yala. Su época más amarga fue cuando tuvo que exiliarse, después de que le allanaran su casa: durante los seis años que pasó en España casi no pudo escribir. Era un placer y un aprendizaje escucharlo hablar, porque era extraordinariamente culto, curioso y amable, y parecía alejado de toda vanidad. “Creo que de no haber podido escribir, de pronto me hubiera convertido en un borracho –decía hace unos años–. No en un jugador de tenis, porque nunca tuve ese interés. Pero sí en algo mucho más ameno, como por ejemplo beber. Un escritor no sabe por qué escribe, y además no tiene por qué saberlo. Cualquier explicación que uno dé va a ser convencional. Y si es un poco más hábil, o tiene uno más voluntad en explicar, va a ser más rebuscada e igualmente mentirosa.” “La vida de un hombre, por lo general, con sus altibajos, en definitiva es la persecución de un ideal, quimérico o no, con su carga de tristeza, de nostalgia, de luto y de llanto, pero también de alegrías –decía cuando publicó La belleza del mundo–. De ese material está hecha la vida. La felicidad pura no existe: es una especie de blanco móvil que nunca alcanzamos.”

Todavía faltaba mucho para publicar el último Memorial, pero ya planeaba escribir sobre el desierto, “el gran escenario en el que uno tiene que mover sus propias pasiones y experiencias”. “En el desierto casi todo es conjetural, es lo que le pasa a uno sin anécdotas –decía–. En el fondo, uno se va a dar cuenta de que la anécdota nunca está afuera, sino dentro de uno mismo. Uno, allí, es capaz de sentir cosas absolutamente elementales sin necesidad de emitir palabra. El conocimiento, allí, no viene del hallazgo de la palabra adecuada, sino de otro tipo de sensaciones, mucho más intensas que la palabra misma.”

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