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Domingo, 24 de marzo de 2013

Felisa, vida mía

 Por Angel Berlanga

“Yo también formaba parte de esa música rota.” A una distancia en el tiempo, pero con la sensación de la vivencia a flor de piel –el artificio de la literatura–, María de la Cruz López cuenta del año de la llegada al Santa Clara de Asís de una compañera nueva, Felisa, una chica que había vivido diez años por distintas ciudades de Europa, una extravagancia dentro del grupo por actitud, cosas vividas y, también, psiquis machucada. Su madre acaba de morir y ella dice que se quiere matar. De a poco irán asomando los detalles de su historia, signada por marcas sexuales y por mamá, que a los 12, por ejemplo, le dice: “Felisa, cuando una es joven y bella, tiene la obligación, oís, la obligación de ser una puta”. El despliegue de esa historia densa, oscura, se entrelaza con un abanico de lugares comunes, poses y depravaciones varias, siempre en torno del sexo de las colegialas: las hijas de la luz de la virginidad, la que cancherea por haber cogido –y oculta la desorientación íntima, el vacío–, el viejo exhibicionista. Bueno, y la consabida ayuda de las monjas. Esto en Buenos Aires, segunda mitad de los ’80, con el machaque mediático por la reconciliación y la posibilidad de ser premiadas por calificaciones o conducta con una excursión a un cuartel militar en el que pueden verse exhibidos “botines” emblemáticos de la subversión. Una época también eufórica por la vuelta de la democracia, aunque en tensión con instituciones anquilosadas, que no cambian de un día para el otro, y dejan en esas criaturas sus marcas rancias, feroces, absurdas.

Las poseídas

Betina González

Tusquets

176 páginas

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