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Domingo, 4 de mayo de 2003

LA LECTURA DE UNA HOJA EN BLANCO (1982)

por Osvaldo Lamborghini

TADEYST

Al abrir esta página encontramos, inevitablemente, la aventura de Ahab, capitán sin retorno porque partió –de partir, en son de viaje– con una finalidad única: la blancura de la ballena entonces se volvió más blanca aun que el capítulo sobre el horror a lo blanco, como si dijéramos: la fecha de la paradoja se mantuvo inmóvil, en efecto, pero en espera (irónica) del aumento de la presunción –y luego se desplomó, mortal, de punta, sobre el corazón del temerario; esas políticas de un solo acorde... (mundo eterno y frágil). Un cigarrillo antes de proseguir con el mascarón, martillazo al doble, doblón, de la máscara de proa; de cara al capitán Ahab. Un sueño, dormir, el sueño. El sueño nos toma siempre en lo mejor de la escritura. El sueño (hasta mañana, con el pol oriente) hace y deshace, es the ocasion, el truco más mentado de Occidente, mientras que la escritura, como los reiterativos calzones de Diderot, cumple su papel (la colilla en el cenicero sola se apagó): su papel: la escritura desdeña. Y cuanto. Y tanto. Prefiere bostezar antes que remitir a. Pero no prefiere no hacerlo: –Hasta mañana, compañeros. Si se confesaran, las 62 tal vez dirían: hum, esto no marcha. Pero no se confiesan (hasta ahí no han llegado). Por otra parte, y negro sobre blanco, también las masas antes de dormir marcan el paso de la página. Hasta mañana y perdón: perdón si algún baldío de carnero traicionó para colmo el aire poco. El aire: escaso. El blanco: escaso.

Si la colilla anoche no se hubiera apagado sola, podría (como poder) haber escrito “pucho”, como quien clava un marfil en el acting out de un tigre cebado. Claro. La blancura de la ballena sulfura al más pintado; y contra toda apariencia, y por más que el lector sufra, el perverso jamás rima. Sí, las palabras pueden terminar lo mismo, pero cínicamente se trata de otro cantar: la última sílaba pertenece a las naturaleza de los acontecimientos acumulados (sumados) para hacer estallar los márgenes. Esta novela es de tema y de corte sindical.

Más que verdaderas, las anécdotas son la verdad. Lorenzo Miguel se levanta a las cinco de la mañana (creo que no le interesa demasiado la literatura), se sienta bajo un árbol en el jardincito de su humilde casa, y allí matea y conversa con su asesor, el fiable y el más íntimo. Que es un anciano, y además un viejo militante metalúrgico. Allí se habla sólo en términos de micropoder. Esto ocurre desde hace muchos años: empezó lejos (llegará más lejos aún); empezó un lustro antes de que se desencadenara el rata, o racket, proceso de reorganización nacional. Prosiguió en nuestros zorrinos días.
Y dice el viejo:
–Las cosas se abren despacio, como manualcito nuevo. Fijate, si no, los chicos; cuando les regalás un libro lo crujen lentamente, como si partieran una avellana.
–Y pensar que la gente dice que son unos ansiosos de mierda; y pior: la gente psicoanalista. –Miguel respondió. Y el viejo:
–Cualquier definición psicoanalítica es buena, superlativa.
Temblando porque hace frío cuando se amanece tan temprano (“Tiemblan las carnes al verlo”), la señora de Miguel, con robe encima del camisón, le tendió un papel de telegrama a su marido. Miguel lo embolsó en su faltriquera sin leerlo. La señora se alejó por el sendero de arena, con los mofletes arrebatados de indignación. Miguel cruzó las manos en forma de soliloquio:
–Me gusta eso, lo del ave llana. –Como si yo aludiera a su perdiz y a su silbido –dijo el viejo.

Por un momento caen los párpados. El cigarrillo está a punto de perforar la colcha. Había una manifestación en la calle. El silencio era patético como un Don Juan. El silencio. Se tensaba como una ola en suspenso, erigida en tirante cuerda de violín. De pronto, los manifestantes estallaron en carcajadas: un interventor militar había pretendido mover un dedo.

Isabel Perón abre el ataúd de Raymond Roussel –todos tendremos que morir, algún día–, allí se acoge y desde ahí brinda. Sonríe, no musita que está mustia: no, para nada. Levanta su dedalito de plata, sonríe, y brinda –sonriente. Tiene joyas caras y lindos vestidos. Cuenta. Con la amistad incondicional de Pilar Franco. Está contenta. A ella hay que definirla como una hermosa cosita, inmune al talento, que siempre es despreciable.

Ahora sí me duermo, en paz con mi sostenido éxtasis de benevolencia. Esta es, arabesca, la primera persona.

–¿Por qué no leíste el telegrama que te trajo tu mujer?
–¡No me gusta y no me gusta! Es como llenarse la cabeza de socotrocos opas, igual a cuando te devorás los diarios como un ansioso de mierda.
–¿Quién mató a Rosendo?
–Rodolfo Walsh.

Framini, el tan tan injustamente olvidado por las glosas y los aires, el recluido Framini en cuarteles de invierno. Nieva tupido sobre la plaza de armas. ¡No dejarse escribir, no dejarse escribir: qué macana, che! Uno del detail pasa y Framini, enloquecido, le grita:
–Fíjese el detalle, pero fíjese el detalle.
El otro, con la jeta roja de ira (es argentino y basta: militar) se vuelve, agarra a Framini por el cuello y lo arrastra abyectamente por un paisaje interior de cerebro trillado. Allí hay lobos pequeños, pero más atroces y humillantes que coyotes. El destino es un gil de mierda. Es por lo demás hiena, pero a no equivocarse: precisamente de este costal.
Framini quedó enlutado, trajeado como Carriego, sobre el páramo blanco. Su figura apenas –apenas por decir “¡fíjese el detalle!”–, apenas se movía, expuesta al peligro de ser devorada por los torpes pero voraces tadeos: estos animales que son como pareados de la muerte interminable. Quien cae entre sus fauces se autodevora, como si se llamara Gancedo.
un tadeo

olisqueó al fra-mi-ni, a esa figura de trágico (poeta barrial), al clásico fra-mi-ni de la a. o. t., y mientras se relamía las mandíbulas pápiles, el tadeo, pensó gozoso para sí mismo: ¡paritaria! El líder Lao te, por su parte, si bien aún –aún y todavía– no agonizaba (“Tengo antes que encontrar la manera de comunicarme con mamá”) se des-ovaba en la clavícula quebrada y espasmódica de la famosa aporía: vamos todavía, vivir su propia muerte, encima.
¿Qué hacer? ¡Yo no soy el amo del Kremlin!

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