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Domingo, 14 de marzo de 2004

Dos poemas de Oliverio Girondo

Friso

La ternura del pasto.
La distancia.
El campo...
¡Todo el campo!
era para la dicha tumultuosa
de los caballos blancos.

Como una arisca nube desbocada,
desde el amanecer se les veía
llegar del horizonte
y enardecer la calma y la llanura
con sus alegres crines delirantes,
con sus ancas de espuma.

Pero no bien la noche iluminaba
las primeras ventanas,
a orillas de su luz
se arrodillaban,
y una mano en el pecho ensombrecido,
todos juntos,
lloraban.

No sé que doloridas remembranzas
despertaba en sus pechos el crepúsculo,
ni si al morir la tarde presentían
que la muerte también los esperaba;
pero era triste verlos,
allí cerca,
–como un friso viviente y funerario–
inmóviles y blancos,
de rodillas,
todos juntos,
llorando.


Prodigio

No sé por qué prodigio o extraño
encantamiento,
esta silla tan vieja
es realmente una silla.

¡Pensar que fue soldado, golondrina,
caballo, carretilla...!

Yo la he visto crecer en las baldosas
y llenarse de nidos.
Yo he pasado las horas y las horas
oculto entre sus hojas.

Ahora nunca retoza por el patio,
ni va de un solo vuelo hasta la sala.
No redobla el tambor si alguien la mira.
Ha perdido las alas y la espada.

Adherida al empeño de ser sillay nada
más que silla,
ni siquiera se asoma a la ventana
con el gato en las faldas...
como una vieja tía.

Un poco desteñida, demasiado callada,
lleva la vida inerte de una silla
que no pretende nada;
pues ya sólo la habita la locura
de ser algo tan real y tan desnudo,
que logra persuadir a quien la mira
de que toda evidencia es un absurdo.

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