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Sábado, 17 de abril de 2004

Los daños colaterales de la ley 257

Por Marcelo L. Magadán*

Hace poco, la prensa se ocupó de la muerte de una mujer alcanzada por un trozo de mampostería desprendida del tercer piso de la fachada de Independencia 1111. A lo irracional de esta muerte se suma el absurdo de las circunstancias, ya que, según informó el gobierno porteño, el edificio había cumplido con la inspección exigida por la ley 257 de seguridad de frentes y balcones. El certificado, emitido un año atrás y válido hasta febrero del 2005, daba cuenta de que el frente en cuestión estaba en buen estado de conservación. En consecuencia, el profesional interviniente obviaba toda recomendación de mantenimiento. Es más, se habló de “un edificio bien mantenido”. Un par de años atrás, el símil piedra de esa fachada había sido “puesto en valor” mediante la consabida mano de pintura, muy probablemente sin haber realizado previamente una consolidación de sus partes y elementos.
Dato curioso. El mismo día del lamentable accidente, a poco más de dos cuadras de allí, en Carlos Calvo 1157, algunos obreros se dedicaban a demoler la decoración aplicada en el frente de un centenario edificio de dos plantas.
Ambas cuestiones podrían calificarse de efectos colaterales de la ley 257, una norma legal que en la práctica no pudo superar las contradicciones con las que fue propuesta, debatida, votada y promulgada, y que no contempla el problema de la seguridad y la conservación con la complejidad y magnitud que posee. Desde antes de la promulgación se sabía que una inspección ocular era insuficiente para evaluar la situación de una pieza decorativa ubicada a 15, 20 o más metros del observador, o para conocer el estado de ciertos elementos estructurales ocultos, como los perfiles de hierro de cornisas y balcones.
En este contexto, para un profesional que conozca de la problemática se hace difícil plantear una opinión ajustada en la medida en que no tenga acceso a las diferentes partes de una fachada. Y para ello se necesitan andamios o balancines, operarios, sondeos, tiempo, y todo esto es costo. Por otra parte, una verificación seguida de una restauración correctamente realizadas, tienen una duración en el tiempo que va bastante más allá de los escasos dos años planteados por la normativa para los edificios de más de setenta años. Esto es importante porque repetir estos operativos cada dos años también representa un costo, que muchos de los vecinos de la ciudad están imposibilitados de pagar.
Cuando quienes realizan las inspecciones no tienen un conocimiento acabado del tema pueden darse cualquiera de las dos situaciones que aquí estamos comentando: o damos por bueno aquello que no lo está o decimos “muerto el perro se acabó la rabia” y demolemos por las dudas. Las fallas están en una ley que trató de dar respuesta a una necesidad real, pero empujada por las prisas de la política. Tal vez ahora que otros hechos lamentables nos llaman a la reflexión, autoridades y profesionales –y los organismos que nos representan– podamos reabrir el debate. Y encontrar así el justo equilibrio en temas tan sensibles y complejos, como el de la seguridad de las personas y la salvaguardia del patrimonio urbano.
* Arquitecto. Experto en Restauración Arquitectónica.

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