Jueves, 25 de marzo de 2010 | Hoy
CRóNICA DE VIAJE
Cientos de jóvenes argentinos recorren América latina, y muchos encuentran en los trabajos temporarios una forma de prolongar su estadía. Pero, ¿por qué es relativamente tan fácil conseguir trabajo en países con altos niveles de pobreza y desempleo?
Por Brian Majlin
Fiestas, alcohol, música, sexo, rock, salsa o reggae. América latina se dobla por el costado del turismo y se pervierte para dar al turista su cara más lavada. Miles de argentinos de entre veinte y treinta años recorren los países que hace medio siglo surcara Ernesto Che Guevara con su motocicleta. Con sus diarios y su motocicleta, aunque muchos de quienes lo emulan con enormes mochilas en sus hombros no sepan de él más que por la película de Walter Salles.
Pero no todos van por la tentadora vía del goce puro y crudo: hay un innumerable batallón de jóvenes argentinos que en Bolivia, Perú, Ecuador o Colombia trazan con su andar laborioso la ruta del rebusque. Esa que los deposite en algún país o pueblo alejado, y los exponga a las peripecias y al arte de sobrevivir por los propios medios o ingenio.
“Yo quería llegar a México, pero no me alcanzó la guita y entré a subir como pude. Y llegue hasta acá, loco.” Sebastián ríe y se le arruga la frente. Lleva barba prolijamente desordenada, tiene la tez curtida por el sol y una sonrisa dibujada permanentemente.
Su “acá” es Cuenca, tercera ciudad en importancia de Ecuador, patrimonio de la humanidad y rincón cultural andino con arquitectura colonial a 2400 metros de altura sobre el nivel del mar. Sebastián es mendocino y salió de su Luján querido hace tres meses. Allá estudiaba –y volverá “para terminar”, según dice– Higiene y Seguridad, en la Universidad Católica de esa provincia.
Su historia no comenzó en Cuenca. Días atrás, en Mompiche, un pueblito paradisíaco y costero de la Ruta del Sol, que serpentea por el costado oeste del Ecuador, al borde del océano Pacífico, ya escribía su aventura. Allí estaba junto a su amigo Pablo, también de Mendoza. Juntos disfrutaron largos días de sol y la playa, mientras trabajaban por su hospedaje.
“Trabajamos en un restaurante y nos daban alojamiento y comida a cambio. Era de una señora buenaza que nos trataba como parte de su familia. Con lo que juntamos y ahorramos en esos días podemos estirar el viaje.”
Sebastián cuenta que al volver cobrará una deuda laboral y trabajará otro poco, “un año quizás”, con el objetivo invariable de, al fin, llegar a México el próximo verano. Si para cumplir su sueño tiene que trabajar en el camino, lo hará. “No es difícil, siempre se consigue algo”, suelta confiado.
Sin embargo, la ruta del rebusque tiene sus secretos. Cualquier hospedaje insume dinero, salvo que se obtenga una paga en forma de canje. Aunque el trueque funciona más con la comida en estas rutas. Si no se tiene tal canje y se tienen bajas –o nulas– pretensiones, una noche puede costar cerca de tres dólares. También puede conseguirse algo mejor por cinco dólares o un poco más, en Ecuador. En Perú es un poco más accesible y en Bolivia aún más, claro. Cuanto más sube el viajante por la ruta y se acerca al Norte, más caro resulta. Colombia lidera ese ranking. La excepción, salvo por Costa Rica, es Centroamérica, que es una de las zonas más pobres –y por consecuencia, baratas– de todo el continente.
Si se sigue subiendo, se encuentra el lugar más caro de todos: México. El patio trasero de Estados Unidos –según propia definición de Andrés Espinoza, un mexicano que se recuesta en una hamaca paraguaya en Máncora, zona costera del norte de Perú– tiene los costos de vida más altos. De cualquier forma, América latina es un paraíso para los argentinos. Aun en Ecuador, con su economía dolarizada, la vida es más económica que en la Argentina. Claro que los sueldos también son inferiores, aunque no tanto como podría suponerse.
Comer tampoco insume mucho más dinero por día. Desde un dólar cincuenta en adelante, y hasta cuatro si no se quiere buscar mucho. Hay menús económicos en comedores y paraderos varios. Y aún está la opción tradicional de cocinar. Si se consigue un hospedaje con cocina –y en la mayor parte de la ruta pueden hallarse–, puede abaratárselo todo y comer por un dólar.
“Otra huevón, tócate otra.” Un grupo de cinco o seis chilenos aclama a un guitarrista pelilargo en el bar Ola Ola, en Montañita. Es el paraje más festivo de la ciudad más festiva de la costa pacífica ecuatoriana. Allí, un chango con pelo desprolijo y sombrero a cuadros cautiva a chilenos, argentinos, ecuatorianos, colombianos y demás gentilicios, con sus covers que van desde Calamaro hasta U2, pasando por Sui Generis, Oasis y los infaltables Vilma Palma e Vampiro, que son furor en América latina como lo es Soda Stereo. Con todo respeto, claro.
El showman también es argentino y también, casualidad o no, se llama Sebastián. Tiene veinticuatro años, una musculosa que fue negra y acusa un gris topo, otra sonrisa constante y dos meses y medio de viajar por tierra hacia el Norte. Siempre hacia el Norte.
“Me dicen Guerchu”, invita simpático. No sólo toca covers, además tiene un puñado de temas propios en los que mezcla buenas dosis de rock y de pop. El grupo de chilenos lo idolatra y hasta le hará un grupo de adoración en Facebook, la nueva meca del reconocimiento popular. “Cuando salí de casa hasta Jujuy buscaba algo y no sabía qué. Ahora entiendo que la música es mi vida, y yo jamás había tocado en público en Buenos Aires.” Guerchu explica todo con gracia y el carisma típico de los rockeros. Es porteño, de Floresta, estudiante de guitarra y canto desde hace muchos años, estudiante de Ingeniería en sistemas y ocupado en programación. La contradicción que lo perturbaba hizo eclosión el mismo día que emprendió el viaje con su guitarra al hombro. Ahora también carga un charango atado a la viola.
Su primera prueba llegó en Cusco, Perú. Allí lo contrataron en uno de los infinitos bares de la ciudad enquistada en el corazón del antiguo Imperio Inca. Primero una noche, luego otra y, finalmente, una más. Guerchu ya no fue el mismo, cuenta. Y en Montañita, este paraje alocado y festivo de la costa pacífica del Ecuador, lo ratifica: lo han contratado por dos semanas en el bar más reconocido. Le pagan, le dan la comida, lo exponen al público.
“Yo no necesitaba la guita, pero claro que me ayudó a extender el viaje. Y, la verdad, gracias a todo lo que me pasó, encontré lo que buscaba, aun sin saber qué era.” Mientras habla se le humedecen un poco los ojos y la voz se hace más nítida. El rebusque no es patrimonio exclusivo de los necesitados, es casi un gen impregnado en el ADN de los viajantes argentinos.
La experiencia de Santiago es muy diferente a la de los otros dos chicos. No sólo porque no se llama Sebastián, claro, sino porque él es el único que salió de casa casi sin dinero. Lleva ya cuatro meses de viaje. Ha hecho dedo, ha dormido en hamacas, en galpones y en carpas. Ahora está en algún paraje del Perú, pero hace semanas estuvo en Ecuador, con su caja repleta de cosas por vender. Ha subido por el Norte argentino y Bolivia, luego por la costa pacífica de los países andinos.
Santiago lleva en su caja porciones de torta, pilas, pulseras y empanadas. El rebusque no entiende de rubros ni de exclusividad. “Salí con pocos dólares y me los patiné al principio. La tercera semana ya no tenía un mango, pero me fui arreglando y hasta acá llegué. La gente es copada y siempre conseguís quien te dé una mano.”
Santiago ríe y cuenta que le ha tocado esperar en la ruta para que lo lleven, pero que no la ha pasado nada mal. Se lo ve cansado. “Extraño a mi vieja ya. Y a mi perrita. Estoy juntando la guita para empezar a volver.” Detrás de cada rebusque hay una historia y sus lazos. La de Santiago transcurre en el sur del conurbano bonaerense.
Hasta acá pareciera que el rebusque es genéticamente argentino y de sexo masculino. Pero no. En cada callejuela puede toparse el viajante con una mujer vendiendo o tejiendo algo. Por lo general, aunque no exclusivamente, pulseras, anillos, aros y artesanías variadas y coloridas. Sheila y Vanina no son el ejemplo acabado de artesanas, pero también acuden al rebusque fortuito e ingenioso. “En los lugares que se puede, vendemos vinchas elásticas, pulseras y todo lo que podamos hacer con nuestras manos.” Lo hacen para abaratar su proyecto de viajar tres meses por el continente. De Ecuador a Costa Rica, pasando por Colombia y Panamá.
Las chicas, porteñas y recibidas –una, diseñadora de interiores; la otra, directora de cine y actriz–, no desesperan. Han traído algo de dinero y, sobre todo, materias primas desde su Buenos Aires querido. Con eso, dicen a dúo, “tiran”. Amarran pulseras e ilusiones, mientras Efraín, el dueño del Hostal Santa Fe donde se hospedan en Cuenca, les sonríe detrás y las invita a regresar siempre.
Gala es otro cantar. Es rosarina, veintipocos y unos ojos claros hipnóticos. Seductora pero silenciosa, cuenta lo necesario. Lleva días cosiendo artesanías en un rincón del Hostal Millenium, en la bella ciudad de Baños, Ecuador. Gala hace pulseras y otros artículos decorativos. Ahora realiza unas flores que aprendió hace unos días de otra artesana. La solidaridad, el aprendizaje y la enseñanza también son patrones genéticos de los viajantes argentinos en zona de rebusque. No sabe a dónde ni a qué precio las venderá. Son unas flores coloridas con hilo encerado. Un trabajo manual arduo que realiza con envidiable naturalidad.
Hasta Baños llegó con lo que tenía y con lo que fue juntando con sus artesanías. El viaje lleva casi dos meses y está viendo cómo sortear el mapa y la escasez de dinero para llegar hasta Colombia. “Quiero ir a Cartagena”, dice con los ojos brillosos.
Gala no está sola. Tiene dos compañeros de rebusque que, a base de música, también abaratan su propia travesía. “Somos caraduras –dicen–. Esa es la única base para esto.” Jonathan y Diego también son de Rosario. El primero toca la guitarra y canta muy bien, el segundo es percusionista e inventor. Se dedica a sacarle sonidos a lo que tiene a mano. Acompaña como puede. En sus manos, la prueba del rebusque: un papel celofán doblado que hace sonar cuando sopla por el filo. Cualquiera en su hogar puede hacer sonar ese papel, pero pocos se animan a viajar de Rosario a Colombia con eso.
Uno seguirá a Cartagena con Gala, el otro quiere volverse cuando junte algo de sustento. El rebusque requiere de picardía también. Hay quienes salen equipados y preparados para la aventura de atravesar América latina y, a la vez, ganarse el pan de cada día. Y hay quienes aprovechan las oportunidades para abaratar ese pan o para extender las aventuras. Hay rebusque por doquier. Un marplatense atiende un cyber en la zona más palermitana de Quito (la Mariscal), un cordobés hace malabares en la plaza central de Cusco, un rionegrino es mozo en un bar de Lima, y una porteña da clases de español en Arequipa, más al sur de Perú.
La historia de Franco es más austera. Cordobés, de la capital provincial y con la típica tonada y el humor de su ciudad, partió en busca de rumbo incierto en diciembre, a pocas horas del Año Nuevo. Primero en un Falcon rojo de su amigo Juan, junto a otro amigo, Nacho. El auto pasó por Tucumán y Salta, pero allí quedó y un colectivo los subió hasta Jujuy y luego hasta Bolivia. Más tarde subirían a Perú y allí comenzaría el rebusque para ellos. En Cusco empezó el laburo en el Mercado Central. Convocaron a pulmón y la gente les dio la bienvenida.
“La propuesta es armar un ruedo (círculo) de circo, teatro, malabares y clown. Es para toda la familia.” Franco lo cuenta con pasión: verlo en las plazas y peatonales abrazado a los chicos de cada ciudad es una imagen que refresca. Tuvieron sus malas, claro: “Te cobran para el permiso municipal de trabajo en lugares públicos, pero conseguimos un ruedo prestado de unos colegas locales y pudimos laburar y seguir viaje”.
Franco y Nacho andan por Tucumán, fueron bajando y siguen laburando en plazas, hasta que vuelvan a su Córdoba natal. Aunque no saben por cuánto, “siempre está la idea de seguir haciendo arte y viajar”, dicen.
En cada pueblo o gran ciudad hay argentinos trabajando. Y en todos ellos se ven carteles que piden empleados o asistentes. En bares, en restoranes, en locales comerciales y hasta en ferias. Nadie que quiera conseguir un trabajo parece tener problemas para hallarlo. América latina es la tierra del rebusque por excelencia y el argentino, su habitante nativo. Pero, ¿por qué es tan fácil conseguir trabajo en países con tan alto nivel de desempleo y pobreza?
“Aquí pesa mucho el racismo y aun los negros, que están mejor que los indígenas, son discriminados. Pero, eso sí, viene un gringo y se abren las puertas.” La sentencia no podría ser más exacta. Es de María del Carmen Garcés, licenciada en Letras, escritora, investigadora y luchadora social del Ecuador. En su despojado departamento del barrio de la Floresta, en el centro de Quito, le da palabras a una realidad que surca la ruta del rebusque.
No hace falta ser yanqui para ser gringo. Basta con ser argentino, tener rasgos indefinidos o indoeuropeos, tez desteñida y un poco de tonada. Con eso ya se es un perfecto gringo y las puertas, claro, se abren. En Cusco, Perú, Javier Bill Mondaca Luna explica con elocuencia su verdad. Es guía de Machu Picchu hace doce años y conoce a casi todos en la ciudad. “Aún estamos en una minoría de edad cultural. Acá viene cualquier extranjero y consigue trabajo antes que un peruano.”
En las tiendas, bares y restoranes se ven los carteles que anuncian vacantes. Sin embargo, José Luis y Julio César, dos estudiantes de leyes de la Universidad Cusco, cuentan: “Un argentino sí consigue esos empleos, pero a nosotros nos exigen mucho más papeleo por menos paga”. La escena se repite en el continente. En Baños, Ecuador, una señora explica que no contrata a locales porque son “menos fiables” que los extranjeros. Tiene un local de ropa multimarcas, de esos sin ninguna marca. En Arequipa, Jenny, una estudiante de Administración de Empresas que administra dos hostales céntricos, explica que consiguió el empleo “por intermedio de un amigo”. Acomodo, que le dicen.
“No es que no se consiga empleo, pero prefieren a los extranjeros porque son más trabajadores”, dice. Hay ciertos enigmas enquistados en el sentido común que jamás serán develados. Más al Norte, por la misma ruta, se llega al Oriente ecuatoriano, en la Amazonía. En un pueblito pequeño y sin infraestructura, Manolo y Rafael, dos treintañeros descendientes de la tribu shuar –comunidad indígena mayoritaria en la zona–, beben una cerveza en el frente de la casa de los Ayuy Astudillo, una familia de la misma descendencia. Sevilla Don Bosco es el lugar. Una comuna de algo más de 30 mil habitantes indígenas cristianizados y agricultores para la subsistencia. También hay algunos pocos que osan vender sus productos a las miserias que el mercado de la ciudad les ofrece. “La mayoría ni lo intenta”, cuentan.
Manolo y Rafael son desempleados y Pedro Ayuy, dueño de casa y ex policía con una jubilación vitalicia de 600 dólares (el salario básico es de U$S 220), explica los porqué. “En Macas –la ciudad a cinco minutos de Sevilla– hay empleos, pero son temporales y de poco salario. Además, los colonos –así les llaman los descendientes indígenas a los otros– prefieren a otros colonos o a extranjeros. Aquí no hay trabajo.” Manolo y Rafael asienten. Dos de los seis hijos de Pedro han optado por el camino más directo: son policías en actividad. América latina rubrica su racismo cipayo. Para empleos fijos o temporales, arduos o simples, siempre los prefiere extranjeros.
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