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Domingo, 6 de febrero de 2005

PáGINA 3

Lo que sé

Por Oliver Stone

No soy un gran hombre. Soy un tipo como cualquiera de ustedes, luchando por atravesar el día.

Creo en Estados Unidos. Y también creo que el país no pertenece a ese atado de dementes que considera que deberíamos dominar el mundo.

Ali G es el mejor comediante desde Groucho Marx.

Me gustaron mujeres diferentes en momentos diferentes de mi vida. Me gustaron mujeres blancas. Me gustaron mujeres negras. Me gustaron mujeres asiáticas. Me gustaron varias subespecies de mujeres. Puedo decir con gratitud que he podido experimentar.

He tenido una relación muy extraña con el género femenino. Durante toda mi vida. Mucho más allá de los chistes que pueda hacer en una nota. No podría describir esa relación sin sentirme incómodo.

Contrariamente a lo que algunos pueden suponer, escucho a quienes me hablan.

Estuve fuera de mi país siete de los últimos catorce años. Estuve en Marruecos durante la guerra de Irak, en Cuba, en Tailandia, en Francia y en Inglaterra. Leía los diarios norteamericanos y los diarios locales: las diferencias eran devastadoras. Quedé pasmado y entristecido por la cobertura norteamericana: en Estados Unidos la población estaba realmente aislada y protegida de la verdad.

¿De qué se trata la guerra de Irak? De petróleo y geopolítica. Nada más.

El tiempo es sorprendente. Vimos llegar una sorpresa tras otra. Nadie pudo prever al presidente Reagan y su éxito: apenas lo conocíamos como un actor de cuarta. Después, nadie pudo predecir tampoco a la dinastía Bush. Es una historia rara. De algún modo, se parece a la historia de The Manchurian Candidate (El embajador del miedo). Está Bush padre, mandoneado por su esposa Barbara, una mujer fuerte y decidida, casi calcada del personaje de Angela Lansbury. Ella es la cabeza y la fuerza de una familia que es, a todas luces, un verdadero matriarcado. Bush hijo es como el personaje de Laurence Harvey. Da miedo. Ha sufrido un lavado de cerebro. Tiene la mirada vacante. Todos nos dimos cuenta. No entiendo cómo no fueron más los que se dieron cuenta desde el principio.

Me tomo en serio. Me respeto porque, la verdad, son muchos los que invierten grandes cantidades de energía en faltarme el respeto.

Observando a De Palma durante la filmación de Scarface aprendí mucho sobre cómo ir más allá del ego.

La prensa desacredita lo que sucedió con los jóvenes durante los ‘60. Ese revisionismo habla de ellos como si fueran monstruos, norteamericanos desperdiciados. Cualquiera que haya sido un librepensador, que haya celebrado la libertad, es considerado como un bien dañado. “Fulano de Tal, que participó de las marchas de Berkeley en 1968, está hoy felizmente casado y vive en Putztown, Pennsylvania, donde se desempeña como broker inmobiliario.” ¿No es increíble? ¿Qué mérito tiene? ¿O acaso no se vendió?

Tuve casas, ranchos, mujeres, hijos: montones de cosas. Todo lo perdí en el divorcio. Fue un típico divorcio californiano: uno de esos fallos muy punitivos que destruyen la capacidad del que genera los ingresos de recuperar realmente su vida.

Es muy difícil hacer dinero, y más difícil es retenerlo: vi fortunas escurrirse entre mis dedos.

No sé si alguna vez trataron de leer un libro de economía. No por nada la llaman la ciencia abatida.

La mujer coreana que tuve la suerte de conocer me da un sentido de la proporción y la gracia. Es como una ceremonia del té, una gracia bajo presión, algo sin esfuerzo. Para mí, es uno de los grandes placeres de la vida: qué placer es verla moverse.

Tengo tres hijos: dos varones y una mujer. Cada uno se ha criado bajo circunstancias diferentes. Me divorcié de la madre de los chicos y ahora vivo con la madre de mi hija menor, una chica de ocho años que es brillante y feroz. Está imbuida en una suerte de independencia, en un sentido asiático del orden de las cosas. Hay en ella un entendimiento de las jerarquías de la vida. Un respeto profundo por una idea superior, algo que no encuentro en los chicos norteamericanos. En ellos, no hay ninguna espiritualidad.

Todos los problemas de los hombres se remontan a sus madres.

Estoy acá sentado, hablando de mí mismo. Digo cosas buenas y cosas malas, y en ambos casos es un ejercicio autocelebratorio. Pero al final, todo se reduce a lo siguiente: estoy orgulloso de ser quien soy. Estoy orgulloso de haber hecho algo. Estoy orgulloso de que me hayan pedido hacer esto. ¿Cómo podría no estarlo?

Estas son las respuestas del director de Alexander para la sección “Lo que sé” de la revista norteamericana Esquire.

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