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Domingo, 16 de febrero de 2003

PáGINA 3 › (DESDE MADRID)

Kuitca (con título)

 Por Rodrigo Fresán

UNO
Así como hay caras que sólo podrían ser de escritores (pienso tanto en los ángulos Kafka-Beckett-Updike como en las curvas Chesterton-Thomas-Neruda), hay gente que nace con apellido de pintor. Como ocurre con Rothko, Klee, Pollock, Miró, es más que seguro que Kuitca supo que lo suyo iba a ser la pintura incluso antes de agarrar el primer pincel: prepotencia de apellido. Se lo comento y, claro, me mira como si me hubiera vuelto loco pero al mismo tiempo atento e interesado: muy K.
Ahora –mientras yo escribo esto pero no cuando ustedes lo lean–, K. está en Madrid, en el corazón invernal del Parque del Retiro, en el Palacio Velázquez (flamante anexo del Museo Reina Sofía), paseándome por los pasillos de la monumental retrospectiva Guillermo Kuitca: Obras 1982/2002. Es un espacio formidable y curioso, jaula de arquitectura siglo XIX que muta según el artista que la posee y vampiriza. Cuando meses atrás pasé por aquí para la antología de la fotógrafa Nan Goldin, los ambientes y los colores eran muy diferentes. Ahora las paredes son de un blanco perfecto y los cuadros de K. se posan sobre ellas con la sabia felicidad del que se sabe en el sitio correcto a la hora señalada.
“Es una retrospectiva de media carrera. Es una idea que ahora se usa mucho, ja... ¿Cuántas retrospectivas están permitidas en la vida de un artista? Supongo que tantas como quieran los organizadores o patrocinadores. Uno no tiene mucho que ver en eso. Yo, por lo menos, no me meto demasiado ni me hago cargo de la parte intimidante. Lo veo un poco como un Greatest Hits, ja. Una forma cómoda y al mismo tiempo intensa de presentarme”, me cuenta K. La idea de verse ahí, todo junto –veinte años destilados en varias salas inmensas–, no le altera esa sonrisa permanente que lo acerca por momentos a un maestro zen y por otros a un chico travieso que se acuerda a la perfección de su primera muestra, a los doce años, en la legendaria Galería Lirolay de Buenos Aires, 1974, otro planeta.

DOS
K. no cuelga en Buenos Aires desde 1986 –la serie Siete últimas canciones en la Galería Julia Lublin–, pero vive ahí y es feliz y define el último año argentino como “increíble”, palabra ambigua que se apresura a definir con trazo más firme: “Lo bueno de la pintura es que, dentro de las muchas artes posibles, es seguramente la que más sigue manteniendo su condición de tierra de nadie. La literatura, la música, el cine están siempre más condicionadas por la situación económica. Dentro de todo, la pintura va más por la suya: se puede pintar pase lo que pase, y tiene su interés esto de la Argentina como asumiendo por fin su eterna condición de tierra de nadie donde cualquier cosa es posible. Claro que no quiero quedar como un snob ‘divertido’ y afortunado con lo suyo en medio de una situación catastrófica. Pero lo cierto es que es un momento muy interesante para mí”.
Es, también, un momento para volver por la puerta grande: megamuestra en el Malba el próximo junio. ¿Por qué ahora? “Supongo que sería de mal gusto no hacerlo. Es decir: si lo hago acá, también lo hago allá. Y tengo ganas, además.” Le pregunto a K. si el verse todo junto, todo ordenado, le produce la tentación de corregir, si siente que el tiempo ha dado a un determinado período de su obra un sentido que antes no tenía, si se entiende mejor, si se gusta menos: “Eso es raro, y también es algo que separa a la pintura de los libros y los discos. En pintura no existe la posibilidad de corregir, remezclar o digitalizar. Todo permanece más o menos igual: siguen vigentes las mismas cosas humillantes, las mismas cosas gratificantes...” K. –qué raro, qué privilegio es poder mirar a un pintor mirando sus cuadros– se detiene pensativo frente a su Naked Tango (After Warhol), de 1994, ese diagrama de pies para aprender a bailar ladanza patria, y comenta: “El otro día intenté seguir esas instrucciones, esos pasos de baile. Sorpresa: no tiene nada que ver con el tango”. Le pregunto a K. a qué se parece el baile que enseña su cuadro. Me responde entre avergonzado, conspirador, divertido: “Mitad ‘Macarena’, mitad ‘Aserejé’”.

TRES
Las camitas, las escenografías como paisaje, el plano clonado y mutante de ese departamento paradigmático, los colchones, los mapas de cementerios y de ciudades y de –¡¡¡Afganistán!!!– países, los colchones tatuados (le pregunto a K. si su propio colchón está pintado por él o, por lo menos, limpio y firmado à la Duchamp, y me responde que “al final, todos los colchones acaban convirtiéndose en una especie de mapa personal de su dueño, como una radiografía o uno de esos fósiles, y no: mi colchón está ‘en blanco’”), las plantas de teatro, los Diarios comenzados en el 2000 (que no son más que la reveladora y críptica autobiografía de tablas de mesas circulares en las que K. va garrapateando lo que se le ocurre hasta que un día siente que están “agotadas” y que hay que seguir con un nuevo círculo virgen), las aproximaciones en proceso sobre El anillo de los nibelungos con sus tapas apócrifas de discos, las fotografías “rotas” sobre tela, las plantas arquitectónicas de confesionarios, peep-shows, oficinas, cámaras legislativas y gimnasios, las cintas transportadores de equipaje de los aeropuertos (“Quiero dejar claro que primero las pinté y recién después me perdieron una valija... Sí, la realidad imita al arte”, se ríe K.), y una última obra donde aparece su propio currículum disolviéndose... Le comento que si hubiera que buscar un factor más o menos permanente en su obra, es esa mirada “desde arriba”. K. lo piensa un poco: “Puede ser, no lo había pensado. Pero en todo caso es un ‘arriba’ variable, que sube y baja, ¿no? Un ‘arriba’ que a veces está casi abajo”. K. me lo dice mirando al piso.

CUATRO
La última vez que conversé con K. sobre K. fue hace once años, cuando lo entrevisté para Página/30. Cosa rara: a pesar del tiempo, la distancia, los cuadros nuevos y la diferencia de observar las obras viejas en este museo nuevo, K. no parece haber cambiado mucho a la hora de entenderse y explicarse. Un aire casual y, sin embargo, seguro. Y la retrospectiva lo pone más feliz que solemne, más calmado que trascendente: “A mí me parece que la principal función y logro básico de esta muestra es deshacer la idea que se pueda tener de mi obra en cuanto al combate entre las figuras chiquitas, las paredes blancas y los mapas... Lo bueno de las retrospectivas es que te vuelven más inasible y más completo para los demás. Y más difícil de definir y sintetizar”. Así, el formidable e imprescindible catálogo de Guillermo Kuitca: Obras 1982/2002 se mira más como un libro de cuentos que como una novela, pero son cuentos que se ordenan como capítulos imprescindibles de una historia clara y precisa. A la hora de las imprecisiones, le pregunto a K. lo mismo que les pregunto a todos los pintores con los que me cruzo: ¿cómo es eso de titular Sin título a uno, a varios, a demasiados cuadros? ¿Por qué? “Es un derecho. En ocasiones los títulos agobian y hunden a los cuadros. Los ahogan en un mar de sentidos ridículos.” Insisto en que eso me pone nervioso. K. me mira con cara de “Problema tuyo”, con cara de “Y qué querés que le haga”.

CINCO
De salida, le pregunto a K. por sus tan legendarias como misteriosas ilustraciones para El principito: “Son muy ‘80. La verdad es que mi Principito me salió con un look muy Durán Durán... Y está de más aclarar que mi dibujo favorito siempre fue y será el del elefante devorado por la serpiente...” Casi junto a la puerta, otro Sin Título: 52 colchones-sommiers pintados. Uno contra otro, todos juntos. K., prolijo, se acerca a enderezar uno que se sale un poco del orden rectángular. La encargada deseguridad viene a ver qué pasa. “Son míos”, se disculpa K. a la hora de tocarlos. “No hay problema”, dice la mujer, inmensa y uniformada. Y agrega: “Ayer vinieron como tres mil personas y un señor se puso a tocarlos, a apoyarse. Se ve que quieren leerlos, ¿sabe? Yo le dije que no lo tocara y el hombre me dijo ‘Pero si es un colchón’. Y yo le respondí: ‘Sí señor: es un colchón, pero también es una obra de arte’”.
K. sonríe. La guardia de seguridad –lo juro: si no me creen pregúntenle a K.– tiene el ojo derecho en compota. Entonces entra una madre con tres hijitos. “¡Colchones!”, gritan los principitos con esa envidiable sincronización infantil. La guardia de seguridad los mira fijo. K. y yo salimos antes de que empiecen los problemas.

Guillermo Kuitca: Obras 1982/2002. La muestra, ensamblada por Sonia Becce (especialista en la obra de Kuitca) y Paulo Herkenhoff (director artístico de la XXIV Bienal de San Pablo y actual curador del MoMA de Nueva York), se inauguró el 6 de febrero, podrá verse en Madrid hasta el 28 de abril y en junio, aumentada con el aporte de coleccionistas locales, llegará al Malba de Buenos Aires.

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