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Domingo, 16 de febrero de 2003

MúSICA

La revancha de los grasas

Las iras de Chico Buarque, el entusiasmo de Caetano y el silencio culpable de la crítica musical hacen de Eu nâo sou cachorro, nâo el libro del momento en Brasil. Contra la amnesia de la historia oficial, la polémica investigación de Paulo Cesar de Araújo recupera la memoria y la voz de la música cafona de los años setenta –heredera del sentimentalismo popular de Roberto Carlos– y reivindica su papel –nunca reconocido– en la lucha contra la censura y la represión de la dictadura militar brasileña.

 Por Martín Pérez

Corría el año 1968, y era imposible no participar de alguna polémica. El espíritu de la época, como se suele decir. Y los asuntos debatidos eran los más diversos. Política. Religión. Música. Cine. Cibernética. “Se discutía en las universidades, en las asambleas, en las veredas, en los bares y en las playas; se discutía por el largo del cabello, por los efectos de la píldora anticonceptiva, por las teorías innovadoras de Marcuse, las ideas de Lúkacs o el revisionismo de Althusser”, enumeró alguna vez el periodista y escritor Zuenir Ventura, uno de los más respetados cronistas brasileños de la época. En el universo de la música popular romántica, la polémica y el debate también estaban a la orden del día. En la segunda mitad del ‘68, gran parte de los artistas y el público de origen popular discutía e hinchaba por Roberto Carlos -que estaba acabado, según sus detractores– o por Paulo Sergio, joven cantante que acababa de salir al mercado y se transformaría en el icono de toda una generación de cantantes y compositores cafonas.
Esta es la ejemplar puesta en escena con la que Paulo Cesar de Araújo, en su polémico libro Eu nâo sou cachorro, nâo, presenta el mito de Paulo Sergio, el cantante popular que mejor encarna a los cafonas. El término, traducible como “grasa”, remite a un grupo de intérpretes y autores de música romántica que produjo una obra musical considerada tosca, vulgar e ingenua, pero que dominó las cifras de ventas y la difusión radial durante el período más feroz de la dictadura militar brasileña. Hoy, a sólo 25 años de su momento de mayor gloria, sin embargo, los cafonas han caído en el olvido total. “Nací en la ciudad de Vitoria da Conquista, en el interior del estado de Bahía, donde viví hasta los quince años”, le contó Araújo al semanario Istoé. “En mi casa no había tocadiscos ni televisión, así que mi infancia transcurrió escuchando por radio a cantantes como Paulo Sergio, entre otros. Sus voces forman parte de mi memoria afectiva, y cuando fui descubriendo que sus nombres no figuraban en ninguna historia de la música popular brasileña llegué incluso a pensar que me los había imaginado”.
Resultado de siete años de investigación, Eu nâo sou cachorro, nâo recorre profusamente el escenario de la música popular brasileña durante el decenio de vigencia del Acta Institucional Nº 5 –que legitimó el estado dictatorial implantado a partir de 1964 y, entre otras cosas, impuso la censura previa entre 1968 y 1978– y expone las razones de semejante ostracismo, al tiempo que revela y divulga los padecimientos, éxitos y polémicas que rodearon la vida y obra de esta generación de cafonas que resistió a su manera a la dictadura y el autoritarismo. Paulo Sergio es el espécimen más cabal, no el único, pero su mito resume inmejorablemente las idas y vueltas de sus vidas.
Considerado una mera copia de Roberto Carlos cuando apareció –el mismo año en que se promulgó el Acta–, Sergio falleció prematuramente en 1980. Mientras los años fueron transformando a Roberto Carlos (al que bien se podría considerar como el cafona original) en una figura unánime, respetada por todos los ámbitos culturales del Brasil, el nombre y las canciones de Sergio –como los de sus cafonas contemporáneos– no aparecen en ninguna compilación ni historia de la música brasileña. Sin embargo, su tumba en Rio de Janeiro es una de las que más visitas recibe todos los 2 de noviembre, Día de los Muertos en Brasil, al punto de que siempre es noticia en los diarios cariocas. “Es como si los brasileños insistieran en conservar justamente aquello que los profesionales de la memoria colectiva han decidido olvidar. Apenas un síntoma más del gran divorcio existente entre la elite y el pueblo brasileño”, escribe Araújo en el epílogo de su libro. “A los excluidos de los beneficios del sistema económico también se les escamotea el registro de su historia, de sus ídolos, de sus intérpretes”.

PERMITIDO PROHIBIR
Una de las revelaciones del libro de Araújo que más sorprendió a los especialistas y al público brasileño en general es que el músico popular oficialmente más censurado por la dictadura militar no fue ni Chico Buarque, ni Milton Nascimento, ni Caetano Veloso. Fue un baladista cafona llamado Odair José, conocido como “el terror de las empleadas domésticas”. Si el lanzamiento brasileño de un disco orgásmico como Je t’aime... moi non plus de Serge Gainsbourg terminó con el ejército ocupando las instalaciones cariocas de la discográfica Philips para impedir el prensado de nuevas copias, las crudas canciones de Odair José también se daban de bruces con la férrea moral defendida por el gobierno de Médici. “Soy un cantor de realidades, no de sueños”, se definió Odair: “donde la vieja música popular hablaba de enamoramientos a la luz de la luna, yo hablo de camas, de putas, de píldoras y de empleadas domésticas, porque ésa es la realidad del Brasil”. Justamente la píldora fue el centro de su polémica más famosa con la censura. Cuando el régimen militar patrocinaba una campaña de control de la natalidad entre las mujeres de clase baja auspiciada por el Banco Mundial, enarbolando el slogan Tome la píldora con mucho amor, Odair José lanzó el que terminaría siendo uno de los éxitos más fulminantes de la canción popular brasileña: “Uma vida só (pare de tomar a pílula)”. El tema pegó de inmediato y fue prohibido con la misma celeridad. Intentando escapar de la presión de la censura, Odair decidió exiliarse un tiempo en Londres, como Caetano Veloso y Gilberto Gil habían hecho un lustro antes.
Si Paulo Sergio –el gran continuador del estilo romántico consagrado por Roberto Carlos y la Jovem Guarda durante los años sesenta– aparece como el referente principal de los cafonas, Odair José es el artista más mencionado en el libro de Araújo, que también se encarga de rescatar del patrimonio afectivo popular los nombres de los baladistas Evaldo Braga y Agnaldo Timoteo, entre otros. A los que hay que sumar a los sambistas Benito di Paula, Luiz Ayrao y Wando, así como a los boleristas Waldik Soriano –autor de la canción cuyo título da nombre al libro–, Nelson Ned, Lindomar Castillo y Claudia Barroso. Así se completa esa generación cafona que quedó instalada en la memoria oficial como los que estaban en la vereda opuesta de los intérpretes contestatarios de la MPB. Un estilo que supo atrapar estéticamente incluso a sus cultores (algo que sufrió en carne propia el mismo Caetano Veloso) y que, según señala Araújo, es en realidad la expresión de una vertiente de la música popular urbana brasileña producida y consumida mayoritariamente por un estrato social de elite, ese segmento que la industria cultural clasifica como “público de clase A”.
“Para explicar el abismo que durante los años setenta separaba a la gran masa de brasileños empobrecidos de una minoría extremadamente rica, el economista Edmar Bacha creó el término Belindia, compuesto por una clase media y alta con un patrón de vida semejante al de la población de Bélgica y una clase media y baja –la inmensa mayoría de la población– con un patrón de consumo semejante al de la India”, escribe Araújo. “Transportando esa metáfora a la música popular, se puede decir que artistas como Chico Buarque y Milton Nascimento tenían su público en Bélgica, mientras que los cantantes cafonas eran oídos y admirados por la inmensa mayoría de la población de la India”.
Pero esos dos mundos lejanos se cruzaron más de una vez, como revela Nâo sou cachorro, nâo. Araújo recuerda la noche que Caetano Veloso invitó a Odair José a tocar con él en un concierto colectivo de 1973, del que participaban, entre otros, Elis Regina, Gal Costa, Gilberto Gil y María Bethania. Cada artista tenía un invitado sorpresa; Caetano pensó primero en convocar a Hermeto Pascoal, pero después se decidió por Odair, con quien planeaba cantar la balada cafona “Vou vocé tirar desse lugar”, tema elogiado por Dorival Caymmi y Nara Leâo. Los furibundos silbidos de laplatea frustraron sus planes. “El rechazo fue brutal”, recordó Caetano. “Fue la reacción de un público elitista, que rechaza la música consumida por gente que es considerada como pobre e ignorante”. El disco del evento registra una frase de Caetano mucho más contundente, expresada al micrófono antes de retirarse del escenario: “No hay nada más Z que un público de clase A”.
MARTE ACATA
Más allá de la promulgación del Acta Institucional Nº 5, 1968 fue un año esencialmente activo para los segmentos de la población brasileña más comprometidos políticamente. Fue el año de la manifestación antigubernamental masiva conocida como a Passeata dos Cem Mil, el de la muerte del estudiante Edson Luiz, caído en un enfrentamiento con los militares en Rio de Janeiro, y el de la invasión de la Universidad de Brasilia por parte de fuerzas policiales comandadas por el ejército. Muchos artistas e intelectuales hablan del ‘68 como del “año que nunca terminó”. Sin embargo, para la gran mayoría de la población brasileña, es un año –como tantos otros– que nunca comenzó.
Lejos de idealizar a los cafonas, Araújo deja bien en claro que la mayoría de sus entrevistados no tenía entonces la más mínima conciencia política, al punto de que no recordaban ninguno de esos hechos históricos en particular. “La sanción del Acta Institucional no fue para mí algo demasiado importante”, explica cruda, candorosamente, el cantante Nelson Ned, un mineiro que supo frecuentar el departamento de los hermanos Marcio y Lo Borges en el centro de Belo Horizonte, hogar del mítico Clube de la Esquina al que solían sumarse Milton Nascimento y Beto Guedes. El primer disco exitoso de Ned se llamó Um show de 90 centímetros, título que remitía con crudeza al enanismo de su autor. “Pero yo ahora mido un metro veinte”, protestó Nelson ante su discográfica. “Pero nosotros queremos explotar esos noventa centímetros”, le respondieron. “Cuanto más chico le parezcas al público, mejor será para la promoción”. Con respecto al AI-5, Ned fue aún más contundente: “Para mí era como algo que sucedía en un universo lejano, no formaba parte de mi vida. Era como hablar de una sonda que estaba en Marte”.
Eso sí: después de constatar los niveles de alienación de la vida política de los cafonas, Araújo aclara que esa indiferencia no les impidió denunciar en su producción artística el autoritarismo sufrido por los estratos populares brasileños. “Porque el estado dictatorial controlado por las Fuerzas Armadas fue apenas una de las caras del autoritarismo presente en aquellos tiempos en la sociedad brasileña”, explica en el capítulo titulado –justamente– “Como una sonda en Marte”. Estos artistas hoy ninguneados, sin embargo, solían ser sistemáticamente acusados de exponer “una visión color de rosa” de la sociedad brasileña. Tal vez el caso más flagrante haya sido el de “Eu te amo, Brasil”, una composición de Dom –integrante del dúo “cafona” Dom y Ravel– grabada por el conjunto Os Increíveis que se convirtió prácticamente en el himno oficial de la dictadura de Médici. Aunque el repertorio del dúo tiene composiciones que no pueden ser consideradas precisamente como “oficialistas” –”O caminhante”, sin ir más lejos, habla a su manera de la reforma agraria–, Dom y Ravel nunca pudieron escapar de esa caracterización condenatoria. Poniéndola en el contexto de la realidad social y musical de la época, Araújo al menos contribuye a matizarla.
Prejuicios análogos funcionaban también en el sentido inverso. Todas las canciones de los integrantes de la MPB eran revisadas minuciosamente por la censura militar, al punto de que en 1974 Chico Buarque –que por su tema “Apesar de vocé” pasó de ser el preferido del presidente al prohibido número uno– debió cambiarse el nombre por el de Julinho da Adelaide, cosa de poder filtrar las canciones que la censura, de haberlas firmado con su nombre, no hubiera perdonado. Del otro lado, una de las más virulentasrespuestas de la música popular brasileña a la dictadura fue el samba “Treze Anos”, compuesto en 1977 por Luiz Ayrao, uno de los pocos compositores cafonas con educación universitaria completa. El tema, presentado cuando el gobierno militar celebraba su orgulloso 13 aniversario, fue censurado. Ayrao decidió cambiarle el título, lo bautizó “O divorcio” y envió de nuevo a la censura la misma música y letra, cuya primera estrofa decía: “Hace trece años que te sufro y no te aguanto más”. El tema fue aprobado, y la dictadura recién se dio cuenta del ardid cuando empezaba a sonar en las radios.
Más extraño fue el caso de dos composiciones que sus autores consideraban inocentes: la balada romántica “Tortura de amor”, de Waldik Soriano, y la composición “Meu pequeno amigo”, de Fernando Mendes, referida a un caso policial de la época (el secuestro, nunca resuelto, del hijo de un empresario carioca). Ambos temas también cayeron golpeados por la censura. Es que para oídos nada inocentes –como los de la dictadura y sus víctimas–, versos como “No me tortures tanto, mi amor” o “Díganme qué hicieron con mi pequeño amigo” parecían aludir inevitablemente a la tortura y las desapariciones forzadas.

NINGUN CACHORRO
Llamado a reparar el olvido que pesaba sobre toda una generación de la música popular brasileña, Eu nâo sou cachorro, nâo fue recibido en un principio con ciertas reservas. Antes de aparecer, en septiembre del año pasado, el diario Jornal do Brasil convocó a muchos de los críticos musicales y artistas interpelados por el texto para pedirles su opinión. Sólo Chico Buarque cuestionó la seriedad del trabajo, pero lo hizo porque Araújo menciona unas viejas declaraciones contra Caetano Veloso y Gilberto Gil que Chico habría hecho al periódico Zero Hora cuando ambos estaban exiliados en Londres. Buarque aseguró que eran inventadas, pero sus objeciones tropezaron con la minuciosidad y la contundencia del trabajo de investigación de Araújo. El resto de la crítica brasileña, imputada en bloque del cargo de discriminación musical, acusó el golpe en silencio. Sin juzgar jamás la calidad musical de sus cafonas, todos los reparos ideológicos que motivaron la investigación de Araújo se demostraron muy bien fundados. “La edición de un libro como Eu nâo sou cachorro, nâo es un gran acontecimiento; es una de las mejores obras sobre música de los últimos tiempos”, declaró, por ejemplo, Caetano Veloso. Tras conseguir por fin un reconocimiento unánime, Araújo anunció que su próximo libro será nada menos que sobre Roberto Carlos.
Más allá de gustos estéticos y criterios ideológicos, su investigación sirvió para poner las cosas en su lugar. Hasta la publicación de Eu nâo sou cachorro, nâo”, por ejemplo, un personaje como Nelson Ned no era reconocido como lo que realmente fue: el cantante brasileño más exitoso en el exterior desde Carmen Miranda. Capaz de negarse a ir a Cuba porque “creo en la democracia”, pero también de hacer semejantes declaraciones -como Araújo no se priva de señalar– después de haber actuado en la Argentina de Videla, el Haití de Baby Doc, la España de Franco y, por supuesto, el tan poco democrático Brasil de los años setenta, Nelson Ned, su obra y sus logros, son un hecho histórico que merece ser registrado. Como también el singular detalle de que uno de sus fans confesos es nada más y nada menos que Gabriel García Márquez, que aseguró haber escrito Crónica de una muerte anunciada escuchando sus viejos éxitos “Todo passará” y “Se as flores pudessem falar”. Según apunta el implacable Araújo en el libro, García Márquez fue entrevistado por el mismísimo Chico Buarque en un programa de televisión de la rede Manchette, allá por 1983. “Sus preferencias musicales provocan espanto en mucha gente, en particular en Brasil”, le señaló Buarque. Y le preguntó: “Si sus novelas fueran canciones, ¿Serían samba, tango, son cubano o boleros vagabundos?” GarcíaMárquez, con elegancia, respondió: “Me gustaría que fueran boleros. Compuestos por usted, pero cantados por Nelson Ned”.

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