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Domingo, 17 de febrero de 2002

PáGINA 3

Programas

POR NOÉ JITRIK

En 1993 fui candidato en las elecciones para diputados por un pequeño y voluntarioso grupo de izquierda. Agradecí que me incluyeran, pese a los sarcasmos de algunos amigos que creían mucho más en la ascendente figura de Chacho Alvarez. La cantidad de votos que obtuve fue magra pero, no obstante, nada despreciable si se considera el número de lectores de mis libros y de mis notas en este diario. Enfrenté las ironías y la experiencia me gustó: pude decir algo de lo que pensaba en algún canal de televisión, en flacas reuniones de ciudadanos interesados, expliqué mi patrimonio a Poder Ciudadano y, cuando me preguntaban cuál era mi programa, me echaba a reír. “¿Quieren que les cuente lo que pienso decir si me eligen? Porque lo que pueda hacer si me eligen tendrá seguramente poco que ver, salvo el pataleo, con lo que diga ahora. Programas tengo a montones, lo que no tengo es fuerza política para ejecutarlos.” ¿O alguien, alguna vez, pudo ejecutar esa inolvidable consigna radical de “Reforma agraria inmediata y profunda”, que se sacaba a relucir cuando los incriminados se veían obligados a mostrar su programa?
Lo cual quiere decir que los únicos que han sido históricamente fieles a los programas que declararon fueron los que perdieron; los que ganaron dijeron, de una manera u otra, lo mismo que Menem: “¡Síganme, no los voy a defraudar!”, y los que creyeron que, porque lo decía, iba a venir el consolador salariazo y un nacionalismo económico recostado en las tradiciones peronistas, todavía están esperando. Lo mismo que los que votaron el programa de la Alianza, que nos sacaría del apuro no sólo de manera inteligente sino también progresista, democrática: guerra a la corrupción, no habrá piedad para los vampiros transnacionales.
Lo del programa es una retórica, tan sometida al juego de fuerzas reales que sólo puede llevarse a cabo si quien lo propone tiene el respaldo de fuerzas reales y poderosas que desean lo mismo que él propone. Ejemplo: Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo y no lo derrocaron; Illia estatizó las estaciones de servicio y así le fue; Allende nacionalizó el cobre y terminó asesinado en el Palacio de la Moneda porque vinieron los sarracenos. A propósito, Allende no hizo esto de cualquier manera: les dijo a los dueños de Anaconda y otras empresas extranjeras que debían tanto y cuanto de impuestos y que sería muy bueno que pagaran, a ellos no les pareció tan bueno y entonces Allende les dijo: “Les compro las empresas; descontamos lo que deben y el saldo (más o menos unos cinco pesos de entonces) se los entrego en efectivo”. Fue consecuente con su programa, ingenioso y socialista. Pero lo derrocaron no mucho después.
Todo esto viene a cuento a propósito del programa que presentó Duhalde cuando le encargaron la Presidencia. Dijo cosas interesantes pero, a casi cincuenta días de esas declaraciones, parece que la cosa va por otro lado. Algunos amargos dicen que va para el lado que fue siempre, o sea: devolverles a los ricos lo que nunca se les sacó y sacarles a los pobres lo que siempre se les estuvo sacando. Parece simple, pero no creo que haya en Duhalde y sus expertos voluntad clara, aviesa y decidida de que sea así; imagino que, así como yo me doy cuenta, también ellos advierten que la cosa no está para sanguijuelas de los pobres cuerpos argentinos pero, me temo, no han podido enfrentar la negociación con los dueños del dinero (de ese conjunto llamado Argentina) desde una posición de fuerza. Y han ido cediendo frente a argumentos tales como: “Si nos quieren coartar, si nos quieren limitar, si nos quieren cobrar lo que debemos, si nos quieren cobrar los impuestos que no hemos pagado, si quieren que sigamos produciendo (para engrandecer al país, etcétera), nosotros nos vamos y ya, a ver cómo se las arreglan”. Argumento atendible; las consecuencias de tal enunciado serían en principio fatales: cierre de fábricas, más desempleados, desabastecimiento... en fin, el desastre, puesto que los que en esos términos negociaron se las habían arreglado oportunamente -Martínez de Hoz, Cavallo y Menem mediante– para desmantelar todo lo que no fuera ellos en materia de producción. Como es más que evidente que la economía del país está en ruinas, ¿qué más que algo peor puede pasar si no se producen medicamentos ni alimentos ni máquinas ni energía ni comunicaciones? El colapso, el pozo ciego, la nada nacional. ¿Quién quiere eso?
Tengo un plan para enfrentar este planteo y volver atrás en las concesiones que en estos días se ha hecho a los deudores mayores, nacionales y extranjeros. Hay que llamarlos de nuevo, poner caras amables y decirles: “¿Saben qué? Marcha atrás. Ustedes pagan todo lo que deben, el Estado no los va a subsidiar más y, por si fuera poco, traigan todo el dinero que fueron sacando al exterior a costa de gobiernos más benevolentes que nosotros”. Ya veo la cara de los así interpelados. Lo más probable es que digan: “Entonces nos vamos”. Ahí yo aconsejo que les respondan: “¡Cómo no! Buen viaje. Ustedes se van, pero las fábricas se quedan. Se las pasamos al plantel de trabajadores de cada una de ellas, nuevo régimen social, en cada fábrica una cooperativa de productores, exactamente los mismos que las manejan ahora y las hacen producir. Incautación no, de ninguna manera: pago a plazos, descontando lo que deben, desde luego, sobre el valor de los bienes y, para que no se sientan mal, los pagos a medida que la economía se restablezca: una primera cuota, a fines del 2003, cuando el corralito abra sus primeras puertas y las otras a pactar, respeto absoluto a la libertad de contratación”.
Seguramente los banqueros, industriales, importadores y exportadores y hasta financistas encontrarán sana esta propuesta, así como los trabajadores que muy probablemente la acepten (si el Estado apoya, por supuesto, no es cuestión de buscarse enfrentamientos inútiles). Trabajarán más contentos que antes, no habrá desabastecimiento y podremos empezar de nuevo a ahorrar, a comprar cosas, a tomarnos vacaciones y, de paso, a comprar algún que otro libro de autor nacional.
Comprendo las dificultades de un plan como éste. Para algunos esto será terrible, nada más ni nada menos que el socialismo –se habla de cooperativas, se privilegia el trabajo sobre la especulación– y por qué no, pero ni siquiera es eso sino una manera bastante práctica de mantener una relación decente con lo que antiguamente se llamaba “la Nación”. Claro que hay que tener ganas de hacerlo. O no bastan las ganas, casi todo el mundo las tiene: hay que tener fuerza, respaldo político y una claridad de miras que, lamentablemente, quienes pueden pensar de este modo, no se atreven a tener por miedo a caer en el vacío. Como si tal vacío fuera peor que el que nos espera si seguimos dándoles lo que no tenemos a quienes lo tienen todo.

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