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Domingo, 16 de noviembre de 2014

EL GAUCHO INSUFRIBLE

MUSICA Hijo de una familia acomodada de San Isidro, en la adolescencia conoció el tango y a Piazzolla y decidió dedicarse a la música. Como bandoneonista, Tomi Lebrero tocó y giró con Rodolfo Mederos, estuvo en la Fernández Fierro y formó parte de la banda de Palo Pandolfo. Pero pronto encontró su propia voz y sus canciones, eclécticas y contundentes, a veces temperamentales, a veces humorísticas, con un abordaje personalísimo de la música criolla y un gran abanico de temas y obsesiones que incursionan en la parodia sin perder la delicadeza. Y este año, después de grabar Fraude –su nuevo disco–, se embarcó en una aventura inverosímil: recorrer Buenos Aires-Salta junto a Madariaga, su caballo.

 Por Juan Ignacio Babino

Para entender el universo de Tomás Lebrero –tan barbudo por estos días, la mirada vivaz, cierto aire andrajoso en el vestir, esas viejas alpargatas rosas– quizá baste con mirarlo ir y venir aquí en esta pequeña cocina, escucharlo hablar y distraerse, verlo poner dos veces el agua para el té y escuchar y ver cómo ese frasco de dulce de cayote que acaba de convidar se estampa contra el suelo. “Uh”, dice. Y ríe. “Uh, qué boludo”, vuelve a decir. Y vuelve a reír. Para entenderlo un poco más quizá sea necesario ir a sus discos, a sus canciones, a sus creaciones musicales, a todo lo que en ellas puebla. Para seguir comprendiendo aún más a Tomi Lebrero –su mundo, sus canciones, sus búsquedas– quizá también sea necesario ir más allá, más atrás en la historia –en la suya– y hurgar en algunas cosas.

Hurgar, por ejemplo, en parte de su historia familiar: Tomás, hijo un tanto díscolo de una familia típica de San Isidro, que no hizo el camino característico –tal como él cuenta– de colegio al lado de la Catedral, luego estudiante de Administración en la UCA: “Aunque no vengo de una familia súper cuadrada, cheta, un poco es así, está la parte más ‘sanisidrense’, católica, careta, que más allá de todo estuvo buenísima. Está todo bien en la familia y de hecho mis hermanos son más delirantes que yo”, dice. Quizás esos hermanos delirantes hayan sido quienes a sus ocho, nueve años le hacían escuchar algunos discos: Michael Jackson, The Cure, Los Redondos, Páez, Spinetta. Vale seguir hurgando y verlo a Tomás en su infancia y adolescencia pasar, junto a sus primos y hermanos, largas estadías en ese campo bonaerense heredado por la familia; ahí, con la peonada. A poco tiempo de comenzar el colegio secundario empezó a estudiar música. Fue por esos años que llegó a sus manos un casete de Piazzolla. Y también leyó alguna entrevista a Fito Páez, que nombraba a Astor. Entonces quedó prendido ahí y así empezó a meterse en los vericuetos del tango. Y del bandoneón. El cuenta: “La realidad es que yo era un adolescente curioso, leía filosofía, Deleuze, Foucault, Bataille. Andá a saber qué mierda entendía, ¿no? Pero algo me pasó en ese momento que tiene que ver con una cosa que decía Deleuze: hablaba de los localismos frente a la globalización. Y también me pasaba que venía recontra copado con Piazzolla realmente. Toda mi primaria fue híper musical y con buena música. Me acuerdo de que me encantaba sentarme a escuchar esos discos, ¡ahora no escucho nada! Y así a los diecisiete empecé a tocar el bandoneón”. Al principio el joven Lebrero hizo cierta carrera típica de bandoneonista: tenía sus laburos, sus “curros” en las milongas y tanguerías que se abrían en aluviones después del 2001, estudió bastante el instrumento, tocó y giró con Rodolfo Mederos, estuvo en las épocas fundacionales de la Fernández Fierro, formó parte de la banda de Palo Pandolfo. El lo resume así: “No tengo la personalidad del instrumentista que en general es un tipo muy centrado en su instrumento, el tiempo que no le dedica al instrumento es tiempo perdido. Toqué con Mederos, con los chicos de la Fierro. Fue increíble, estaba al lado de grosos de la música, del instrumento. Y Palo es un divino. Es muy auténtico, es un artista muy grande. Me río cuando me acuerdo de eso que me dijo que ‘dos locos en una banda no pueden tocar’. Yo digo que sí, que pueden convivir bien en una misma banda un par de locos”. Y un día llegaron las canciones de Buarque y Caetano. Y luego de escucharlas Tomás no dudó ni un poco: quiero eso, quiero hacer canciones, pensó. Y ahora dice: “Después empezaron a aparecer temas y me saqué la careta y me metí en la canción”. Hacia allí fue.

PUCHEROS MISTERIOSOS

Después de esa especie de revelación que tuvo frente a las canciones y de desprenderse un poco de la escena tanguera, Tomás se decidió a formar su propio conjunto, un ensamble casi totalmente acústico –de no ser por la presencia exquisita de la guitarra eléctrica de Carli Arístide, casi el único que sigue después de los constantes cambios de integrantes–. Y decidió bautizarlo con el poco inocente nombre de Tomi Lebrero y su Puchero misterioso. Sí, claro, en línea recta con aquella cantina sobre la que escribió Enrique González Tuñón. Así se llamó, también, el primer disco (2006, grabado entre Tilcara y Dolores), donde hizo un personalísimo abordaje de ciertos ritmos folclóricos –tango, milonga, candombe–. En ese disco empezaban ya a vislumbrarse esos universos que corren paralelos en su musicalidad: las canciones en clave humorística y las otras, para nada graciosas. Y todo lo que sugirió aquella producción terminó de decantar y desarrollarse en Cosas de Tomi (2008): la libertad a la hora de encarar uno u otro género, sus canciones dialogando con cierta tradición del rock de acá, el tango y las músicas y tonadas folclóricas de tierra adentro; siempre apuntando a la misma cosa: la canción. El siguiente disco, Me arrepiento de todo (2011), fue producido por Lisandro Aristimuño y editado por el sello independiente que fundó el cancionista de Viedma, Viento Azul discos. Quizás esa sea la explicación de por qué hay menos presencia de humor. “Es un disco importante a nivel sonoro, muchos músicos invitados. Soñábamos más a lo grande en cuanto a eso, había como una cosa más megalómana. Y el humor a veces es un condimento un poco áspero, cansan más las canciones con humor, soportan menos escuchas, y en la elección de aquellos temas Lisandro buscaba hacer algo más clásico.” En el medio, editó las bandas de sonido de películas (Toda la gente sola y Upa) y un disco compilatorio en Japón, país que visitó un par de veces.

Quedarse sólo con el lado paródico del músico es no entender y perderse canciones enormes como son “Gualeguay”, “Quilpo”, “Pero en vos”, “El cantor de los pueblos”, “Mamani”, “Noche en la pampa” (“La pampa es lo que vos quieras / La pampa es un poco nuestro amor...”). Y, al revés, no prestarle su debida atención a las humoradas es perderse la profundidad que hay en “El artista en vacaciones”, “Milonga progresiva”, “Las hermanas Legrand”, “Nudismo” y “Hermano puto”, entre otras. Y todas, en su conjunto, develan una misma cosa: la calidad compositiva y la amplísima formación y consumo musical, intelectual y literario de Lebrero. “Por momentos hago agua en el equilibrio de lo humorístico y la seriedad al momento de cantar. Es difícil. Siempre estoy como meditando en ésa, lo voy manejando. Me pasa con el público también, es muy subjetivo: a algunos les copa más lo lúdico, el humor, y a otros no tanto. Desde los dos lugares hay una búsqueda de verdad, de profundidad. A veces el lado paródico es un lenguaje más difícil. A veces sale bien, otras me meto en terrenos riesgosos. Algunos se enganchan y otros no. Los años irán decantando y moviéndome más para un lado u otro. Yo siento que la búsqueda es la misma, sea desde el lugar paródico o más serio”, dice. El horizonte musical aquí es tan amplio como desconcertante, horizonte que lo encuentra, junto con otra cantidad enorme de músicos, en el centro de la escena musical urbana del Río de la Plata, fielmente registrada en Cancionistas del Río de la Plata, de Martín Graziano, 2011. Pero es ese mismo desconcierto el que inquieta: en sus creaciones cabe tanto lo telúrico y lo urbano, un tango y un rasguido doble, Yupanqui y Brassens, Freud, Lacan, una vaca y un peón de campo, Mirtha Legrand, Matsuo Bashó y Lamborghini, el río Quilpo y San Telmo, la parodia y la canción perfecta. O, como él mismo dice, “la noñada y el mamarracho”. Fraude, editado este año, es su último disco y ya desde la tapa avisa una vuelta a la humorada: el diseño del nombre siguiendo una estética de terror kitsch, Tomi oficiando de mago –capa, galera y varita– y los músicos que, sentados, miran absortos una bola de cristal. Más allá de la clave paródica que cruza todo el disco, vale la pena tomarse poco más de tres minutos y detenerse con atención en la versión de “Misachico de Cangrejillos” (de Ricardo Vilca). Al terminar la grabación del disco ató algunos bultos, acomodó el ukelele y el bandoneón, se subió a un caballo y salió.

No es metafórico, es literal.

CUANDO A CABALLO

“Hojas brillantes están por llegar, cuando a caballo me vean pasar. Voy por trigales y campos de miel, tengo un sombrero que es de coronel.” El pasaje pertenece a una de las canciones de la banda de sonido de Upa, una película argentina (2007) y es –como tantas otras– un muestrario de la fascinación de Tomás por ese universo campestre, telúrico, tan habitual en su infancia. Y es, como tantas otras, premonitoria. “Realmente hace mucho que quería hacer este viaje y hace un par de años me envalentoné y empecé a producirlo. Y producirlo me llevó todo el 2012. Desde ahorrar dinero, comprar los caballos, las pilchas de los caballos, hasta ir al Instituto Geográfico a ver mapas. De repente también me preguntaba: “Bueno, ¿qué soy, soy músico o gaucho o jinete? Si bien es un mundo que me interesa, el viaje también lo pensé como algo que iba a nutrir mucho lo que hago con la música. Fueron seis meses en total. En el medio del viaje me apareció un potrillito y andando en medio del monte de Santiago escuchaba rugidos de puma o de lo que fueren y pensaba ‘acá nos morfan’, cagado de miedo, de calor. La idea siempre fue llegar hasta Salta, cosa que hice, pero un momento me había copado y se me había ocurrido la loca idea y me dije ‘voy a Salta y después puedo ir al Mundial, puedo cruzar la frontera. Era una locura”, dice. Y agrega: “Cuando llegás a un lugar, muchas veces el primer movimiento es la desconfianza. TN y Crónica están en todos los televisores del país. Y uno llega con su tono de porteño y hay un minuto y medio de desconfianza. Pero bueno, cuando se daban cuenta de que un pibe que viene a caballo qué mierda les va a robar, ahí te abrían la puerta muy generosamente, he tenido recibidas impresionantes. Santiago es una demencia de la buena onda de la gente”.

El Madariaga (domado por él mismo) en homenaje al poeta correntino Francisco Madariaga; Mansilla, más por la hermana –Eduarda– que por el propio Lucio V. y Bombón fueron los tres caballos con los que salió de Buenos Aires. Aunque este último tuvo un cambio de nombre en el medio: “Al toque de tenerlo, Bombón se mandó bocha de cagadas, entonces mi hermano dijo ‘esa yegua es una porquería’ y todos le empezaron a decir La Porquería, y luego La porquería domada a los chirlos porque había estado mal domada, pero era un nombre muy largo. Le terminé diciendo La Porqui, como un chanchito. Y después está Ianazu, que es el hijo de La Porqui, y el nombre quiere decir amigo en quechua”. No hay impostura en los gestos de Tomás. Hay, sí, un profundo amor por eso que cuenta, develado en esa mirada de niño que no le cabe en los ojos.

El viaje a caballo, esa cosa criolla y trashumante tan presente en tus letras, en tus músicas y ciertamente en tu andar, tus idas a Japón, hace pensar en Yupanqui. ¿Te pasa eso?

–Aunque yo no diría genuinamente que este gesto mío es “yupanquiano”, tiene cierta cosa relacional. Todo el viaje pensé mucho en Atahualpa. Yo puedo expresar el folclore con mi propio gusto también. Me interesa que la vida misma, que el corazón de la gente, se traduzca en el instrumento, en lo que sale de él. Y el corazón de los humanos es parecido en todo el mundo. El pueblo japonés es tan buena onda, tan alucinante, que se toca con el santiagueño. Obvio que hay formas que lo cambian todo, pero es muy divertido. Uno va construyendo su grafía de a poco.

Y en esa construcción de la que hablás, ¿sentís que estás un poco entre la tradición, las raíces y el futuro?

–Estoy siempre en esa búsqueda de la tradición y el futuro. La tradición es una fuente increíble, y cuando te sentís medio aburrido o no podés, por ejemplo, avanzar en una composición, vas a la tradición y te das cuenta de que es increíble lo que podés tomar de ahí. La tradición rioplatense es tan universal. Y por otro lado si te quedás solamente en la tradición te podés volver un poco retro. Siempre estoy entre esas dos fuerzas opuestas, tomar de las fuentes y no estancarme ahí. Tampoco es que me interesa ser alguien muy moderno. No me importa mucho ser anacrónico. Lo que no me gustaría es no ser verdadero conmigo mismo. Yo tengo cierta cosa de la búsqueda de la verdad. Hay algo que, si no es verdadero para mí, no creo que pueda estar muy feliz en ese lugar...

Por estos días la improbabilidad del próximo movimiento de Tomás puede hacer que esté volviendo de Salta con sus caballos, o grabando nuevos temas y/o terminando de ajustar detalles del primer disco de Los Grillos del monte (Jano Seitún, Gnomo Reznik, Faca Flores) o recorriendo Japón. Sea lo que fuere, vale citar un pasaje de “Este largo camino” de Yupanqui –“Era la pampa todo mi universo. Han pasado de esto sesenta años y hoy miro con el corazón aquel paisaje infinito”–, cambiarle apenas unas cuestiones verbales y decir y pensar sobre Tomás: es la pampa todo su universo, han pasado casi cuarenta años y hoy sigue mirando con el corazón aquel paisaje infinito.

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Imagen: Lula Bauer
 
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