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Domingo, 14 de diciembre de 2014

LOS MISTERIOS ÓRFICOS

ARTE Pionera, misteriosa, con una curiosidad que la llevó a la ilustración y hasta a abrir tiendas de ropa, la artista nacida en Ucrania Sonia Delaunay (1885-1979), fundadora del cubismo órfico es homenajeada en el Museo de Arte Moderno con la muestra El teatro de la pintura, que abre un diálogo con artistas argentinos. Así, desde Fernanda Laguna hasta Magdalena Jitrik, pasando por Flavia Da Rin y Silvia Gurfein son parte de una línea invisible de parentesco y conforman un mundo con otras reglas en el que el único lenguaje es el color, una pequeña galaxia abstracta que parece moverse en espiral.

 Por Claudio Iglesias

La historia de Sonia Delaunay comienza con un gráfico que no es de ella: es el conocido gráfico de flechas de Alfred Barr, el primer director del Museo de Arte Moderno de Nueva York que hizo algo parecido al genoma del arte abstracto: un árbol genealógico de estilos que va de 1890 hasta 1935, avanzando en franjas de cinco años. Cada uno de los “ismos” está en una especie de canastita que dispara flechas negras hacia abajo y recibe otras de la tradición. En este gráfico, el “simultaneísmo” de Delaunay y su marido Robert no aparece aunque sí hay una mención del “orfismo”, un oscuro desprendimiento del movimiento cubista en el que los Delaunay participaban activamente. La historia del cubismo órfico es más compleja de lo que dice el gráfico y tiene vetas en común con algunas ramificaciones del arte argentino de las últimas décadas: no solo el nombre de Sonia Delaunay, la artista nacida en Ucrania en 1885 que hoy es homenajeada en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, donde se le rinde culto por la vía de un “diálogo” con muchas pintoras geométricas (de Yente a Magdalena Jitrik, Silvia Gurfein y Gachi Hasper) y algo más (Fabio Kacero o Alfredo Londaibere, que de distintas maneras no son mujeres o no son pintores geométricos). Rodeada de artistas argentinos de los últimos años, la figura de Delaunay es la de una persona misteriosa que encontráramos en un bar entre amigos, para darnos cuenta de que tiene una relación estrecha con muchos de ellos. Y la muestra, que apenas tiene dos de sus obras tardías pertenecientes a la colección del museo, deja imaginar su sombra, su estilo invisible más allá de aquellos elementos trillados que la instalación por momentos sobreacentúa. Más que un personaje, Sonia Delaunay es una metáfora. Y para existir, la metáfora no debe ser literal; su acción es siempre indirecta.

Para recuperar esa línea invisible que parte de Delaunay y llega hasta nosotros sería bueno darle una mirada de vuelta al gráfico de Barr y a ese enigmático “orfismo” de 1912 del que no se nos dice mucho. Barr incorporó junto a las canastitas negras con los ismos unas cajitas rojas con factores extra estilísticos, como la escultura negra y la gráfica japonesa, pero asimismo ninguna apunta en la dirección que nos interesa. En realidad, los órficos recuperaban una línea subterránea que, en pleno auge del dadaísmo, tenía cierta mala prensa: el simbolismo que había reunido, treinta años antes, a los artistas de la última ola neoimpresionista con escritores como Remy de Gourmont y Mallarmé y cuyo credo afirmaba la primacía de la experiencia estética sobre la existencia del mundo real, la insularidad misteriosa de las obras de arte, el misticismo y la sinestesia en la que la voz se confunde con la luz y la línea con la palabra. František Kupka, el más famoso de los órficos, pinta fugas y descompone colores en melodías siguiendo una tradición de chistes en la que habían incurrido Mallarmé, Verlaine y Baudelaire antes que todos. Delaunay por esa época (en 1912) pergeñó un objeto raro, un libro horizontal y desplegable con un poema de Blaise Cendrars y planos de colores puros. Los Delaunay y sus amigos experimentaron con una cierta apertura de los cánones del cubismo, comenzando por el color. La serie de las Ventanas de Robert es un exponente de la teoría de los contrastes simultáneos. Según esta teoría los naranjas enrojecen ante los verdes y los verdes al mismo tiempo se azulan ante los naranjas. Ese era el núcleo del simultaneísmo, el principal bien ganancial del matrimonio Delaunay. Se lo podría considerar como un estado neutral entre Cézanne y Matisse; aunque las diferencias entre ambos esposos también eran monumentales. Sonia no tenía la concentración que le permitió al marido pasar tantos años buscando variaciones de la torre Eiffel. Con la atención más dispersa y la curiosidad a flor de piel, Delaunay hizo muchísimas cosas, dentro y fuera del cubismo, antes y después: sus retratos de 1907 y 1908 (el Desnudo amarillo, Madame Minsky, la Jovencita finlandesa, etc.) la empardan con el Matisse de la misma época; sus vestidos modernistas de la década de 1920, sus faldas semiesféricas y sus Pierrot llenos de líneas quebradas siguen siendo un objeto de admiración (a veces, de un tipo de admiración muy literal); su vocación por llevar la pintura fuera del lienzo, engullendo entidades como un automóvil o una alfombra, empalidecen a Niki de Saint Phalle.

Y de hecho hay algo en el lenguaje pictórico de Delaunay que tiene que ver con los manteles y las alfombras y ese tipo de cosas. Para Clement Greenberg, todo arte debía expresar las limitaciones propias de su medio; por eso Greenberg acusaba a la línea de Kandinsky de ser demasiado rígida, más adecuada para la piedra o el metal que para el lienzo. Los círculos con franjas de Delaunay, llenos de pruebas cromáticas y juegos con los pigmentos, posiblemente lo hubieran enfadado como una victoria del tapiz sobre la pintura.

Este aspecto de Delaunay regresa en una de sus seguidoras mejor contempladas en la muestra: Mariela Scafati puso su alfombra Mar, presentada originalmente en la muestra Windows (2011), y una obra reciente en la que los distintos tonos de un rojo aparecen en sus respectivos paneles, todos ellos superpuestos para que se presenten el amarillo, el verde, el violeta, etc. Dos grandes cuadros monocromos, uno rojo y el otro azul gris, completan la instalación colgados del techo mediante grapas, poniendo un poco en problemas al equipo de iluminación del museo.

La muestra insiste en presentar a Delaunay como una libertaria estilística, una disidente de todo “ismo”. (El texto de sala usa el adjetivo “desobediente” dos veces.) Y es verdad que Delaunay se cuenta entre aquellas artistas raras del período, medio inclasificables, como la poco metódica Marie Laurencin, que sabía ir y venir de la mesa chica del cubismo apagado, acromático y serio de Picasso y Braque al menos nítido pero en lo inmediato más escandaloso grupo de la revista Section d’Or. Otro ejemplo notable es la rusa Marevna (ver su autorretrato cubista con medias de red de 1917). En todas ellas la cuestión de lo curvo sobre lo recto y el lugar de la feminidad dentro de la nueva escuela son preocupaciones visibles. Pero Delaunay es bastante más calibrada y por cierto bastante más coherente.

Las dos obras de Delaunay que presenta la exposición alcanzan para tomar dimensión de su nivel técnico; y es que los artistas de su generación se tomaban en serio el tema de los ismos. Todavía en 1940 (Témpera nr. 1) Delaunay seguía haciendo magia con sus naranjas y sus verdes. Solo que su lenguaje se cerró sobre interrogantes muy nítidos, por un lado, y por otro se volvió extenso como el mundo en lo tocante a sus medios. Delaunay siempre tuvo interés por el arte aplicado; como su hermana en la revolución plástica, Natalia Goncharova, consideraba un vestido, un mueble o un juego de cartas como superficies por igual: no es solo la pintura la que necesariamente deviene plana, como se resignaba Greenberg, sino todo el planeta. Toda superficie es apta para los contrastes simultáneos y para no faltar a su estilo Delaunay lo convirtió en una marca de ropa: Simultané, una de las varias tiendas que tuvo (otro de los géneros de los que fue pionera: la tienda de artista), aparece en la muestra gracias a la muy curiosa selección de diapositivas de Paola Vega que también llegó a fotografiar el libro de Cendrars junto a documentos personales y públicos de artistas como Yente y Lidy Prati. Vega presenta también dos trabajos recientes y es uno de los descubrimientos felices y menos literales de una exposición que incluye una colección de bizarrerías elipsoidales, cónicas, espiraladas, puestas por momentos en yuntas algo monótonas, por momentos en encuentros imprevistos y por momentos en grupitos que parecen conversar de a dos o de a tres, como es el caso de los trabajos de Fernanda Laguna presentados junto a un objeto de Jorge Gumier Maier y sobre un empapelado rosa de Scafati. Gumier Maier, como curador del Centro Cultural Rojas de 1989 a 1996, vuelve también en una cita (“el arte adolece de fugacidad”) en una pieza de investigación de Guillermina Mongan. Y como artista acompaña a una de sus favoritas; Laguna presenta dos textiles con chiste interno: La bordadora y La cuñada de la bordadora hacen referencia a la acusación que atraían ella y otros artistas del Rojas de ser “bordadoras”, demasiado escolares o demasiado poco intelectuales (o simplemente demasiado) para quien profería la acusación. La bordadora es el análisis cromático de un atardecer o la mezcla entre el cubismo amateur y una escena de combate aéreo de Dragon Ball Z. Es un sol que brilla delante de un arcoiris que también es una escalera y una cascada.

Este rebrote de idealidad cromática en el arte argentino tiene el tono de un eclipse, tanto más elocuente cuanto más esquivo es el guión de la exhibición. No se nos presenta nada como un grupo, una escuela o una tendencia, sino algo más parecido a las criaturas del fondo marino. Las obras vienen en su mayoría de artistas mujeres, pero su particularidad está en otra parte. Se diría que tampoco es la guerra solitaria de la pintura contra los géneros y las tropelías retóricas que le robaron el trono, sino algo más. Las obras son protuberancias de una sensibilidad retraída y fantasiosa, que no aparece nunca en primer plano: un mundo con otras reglas en el que el único lenguaje es el color. La muestra es un cúmulo de singularidades, un archipiélago o una galaxia en pequeño. Esta galaxia no tiene centro; solo una curvatura característica que parece siempre moverse en espiral. Con sus planetas, sus dioses y su polvo de estrellas.

El teatro de la pintura

Artistas argentinos en diálogo con

Sonia Delaunay

Museo de Arte Moderno de Buenos Aires hasta el 22 de febrero

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Yente (Eugenia Crenovich)
Sin título, julio 1948
Colección del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires
 
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