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Domingo, 16 de noviembre de 2003

CINE

Los dioses de las pequeñas cosas

Como no pudieron hacer la película más rara que tenían en mente (una bélica sin diálogo ambientada en el Japón de la Segunda Guerra), hicieron la que muchos consideran su película más convencional: un proyecto que había pasado por las manos de Ron Howard, Jonathan Demme, Hugh Grant y Julia Roberts. Pero cuando el guión de El amor cuesta caro cayó en manos de los hermanos Coen, lo que era una simple comedia de divorcio terminó siendo una muestra más de ese increíble talento que tienen para contar la Historia Norteamericana a partir de detalles tan tontos como una cláusula pre-nupcial.

Por Mariano Kairuz

Los Coen se vuelven mainstream: así es como el número de este mes de la revista británica Sight and Sound anuncia en su tapa la cobertura del estreno londinense de Intolerable Cruelty. Lo cual, se sabe, equivale a decir un tanto despectivamente que esta vez, con su décima película como guionista y director (respectiva y simbióticamente), Ethan y Joel Coen “se vendieron al oro hollywoodense”. Es cierto que El amor cuesta caro –tal su título local– es la película más convencional, si se quiere la más cuadrada, de los hermanos. Al menos en términos formales, es decir, en lo que hace a su puesta en escena, a la dirección de arte, al diseño de personajes y hasta a los diálogos (aunque por momentos los intercambios y exabruptos verbales de sus protagonistas apuestan a reproducir el timing de la comedia norteamericana clásica). Y también es cierto que se trata de la primera película cuyo guión no es una creación ciento por ciento Coen, aunque en ocasiones previas ya hayan acreditado a los respectivos “mentores” de varias de sus películas más celebradas, citando las inspiraciones de al menos dos novelas de Dashiell Hammett en el caso de De paseo a la muerte; de la Odisea homérica en el de ¿Dónde estás hermano? y de los relatos de James M. Cain en el de El hombre que nunca estuvo. Podría considerarse, incluso, que los propios realizadores autorizaron la percepción generalizada de que ésta no es una película del todo Coen, marginándose a la hora de las entrevistas promocionales, dejando ese trabajo en manos de sus estrellas, un George Clooney de sonrisa resplandeciente y Catherine Zeta-Jones en su primer estreno desde Chicago.
A su vez, debe reconocerse que hay “material Coen” en esta película. Narradores de temas invariablemente norteamericanos, del sur, del oeste, del pueblo y de la ciudad, Joel y Ethan tal vez hayan encontrado en el guión de El amor cuesta caro –que ellos reelaboraron en base a un argumento de unos tales Ramsey, Stone y Romano– una línea capaz de conducirlos a través de esas pequeñas cuestiones, esos detalles idiosincráticos que parecen vertebrar todas o al menos la mayoría de sus películas. Es que los Coen no narran “grandes” temas norteamericanos, o mejor dicho, tal vez eso es justamente lo que hacen, pero lo hacen dejando de lado toda pretensión épica, ya sea que estén retratando el antisemitismo en el Hollywood de los años 40 o que mezclen a sus protagonistas con una horda de maniáticos miembros del Ku Klux Klan. Los Coen visitaron el film noir de adulterio; la desventura de la familia white trash (que como no tiene hijos le roba uno al que tiene demasiados); la alucinación esplendorosa del capitalismo tres décadas después de la Gran Depresión; el relato de un hippie fumón suspendido en el tiempo entre sus compañeros de bowling; y la paranoia de los atómicos años 50, con platos voladores. Son siempre los detalles los que cuentan la historia y se imponen sobre ella. Y convierten todo el asunto, cada uno de sus asuntos y mal que les pese a los hermanos Coen (que dicen detestar que sus películas sean vistas como parodias), en un chiste tan grande como elaborado.
Esos detalles, esos pequeños asuntos de los que se componen los grandes temas, aparecen en las películas de los Coen a la manera de la letra chica de un contrato. Es la lógica absurda pero inapelable a la que recurre The Dude, el protagonista de El Gran Lebowski, cuando reclama de su sosías millonario una “indemnización”, el resarcimiento al que supuestamente está acreditado porque unos matones le mearon la alfombra confundiéndolo con él. La letra chica del contrato (de un testamento) es, literalmente, la que salva la vida de ese empresario entre intrépido e irremediablemente estúpido que interpreta Tim Robbins en El gran salto (The Hudsucker Proxy). Es la misma lógica que motoriza al inspector de la oficina de Pesos y Balanzas que protagoniza Las puertas del Edén, el cuento que da título al libro de Ethan Coen: un burócrata obsesionado en la búsqueda dela pequeña trampa en el pequeño comerciante. A ese mismo universo pertenece la “cláusula prenupcial”, el elemento que ocupa el centro de esa especie de reverso de la comedia matrimonial que es El amor cuesta caro, la película que es y no es la última película de los Coen.

La dama serial
El Massey Pre-Nup: con ese nombre ha patentado su invento Miles Massey (Clooney), abogado estrella, verdadero tiburón de los divorcios en la costa Oeste. No es otra cosa que un vulgar contrato prematrimonial destinado a proteger las propiedades de cada uno de los firmantes, estipulando que, ante una eventual separación, cada cual se irá “con aquello con lo que llegó y sin nada de lo que ya era del otro”. El pre-nup no es un invento de la película, por supuesto, y más bien parece ser la especialidad de más de un estudio jurídico estadounidense: cualquiera que se tome el trabajo de escribir “pre-nuptial agreement” en un buscador de Internet se encontrará enseguida con infinidad de websites de abogados yanquis en los que abunda un nada desinteresado asesoramiento sobre el tema, sus bondades y su especial recomendación en el caso específico de las celebridades.
El amor cuesta caro encuentra a Massey justo después de un nuevo y aplastante triunfo, pero perdiendo ya el sabor del desafío. Su última víctima resultó ser una verdadera divorciada serial llamada Marylin (Zeta-Jones) Marylin Rexroth, según el último de los apellidos de su colección. Toda la estrategia de Massey consiste en “exponer” al enemigo: “Estás expuesto/a” se repiten los personajes en las ocasiones en que la ruptura de un contrato prenupcial ha dejado a uno de los consortes al descubierto. Massey invita a cenar a Marylin para que ella misma se exponga, para que explicite sus intenciones, oportunidad a la que él sabe certeramente que ella no podrá resistirse. Pronto estará reincidiendo, sin embargo, con el prospecto perfecto: un petrolero texano, heredero millonario interpretado por Billy Bob Thornton.
El altar, como corresponde, no está al final de esta historia sino por el medio y varias veces. El mayor problema, en ese sentido, termina siendo que, como comedia sobre el divorcio (un subgénero, podría decirse, tal vez no muy frecuentado pero que alcanzó una cumbre con La guerra de los Roses), El amor cuesta caro termina siendo, previsiblemente, otra comedia sobre el amor y el matrimonio.

Los asesinos de damas
La principal apuesta estaba, si no en los Coen, en George Clooney, quien se empeña en interpretar a Massey como –según dijo él mismo– una suerte de descendiente de Everett McGill, el protagonista de ¿Dónde estás hermano?, un poco canchero y tonto a la vez. Clooney está convencido de que los Coen están “tratando desesperadamente de arruinar mi imagen de sex symbol”: “Joel y Ethan tienen otra película que quieren que yo haga, Hail Caesar, en la que interpreto a un idiota absoluto. Hablan de ella como mi trilogía de idiotas cobardes. Parece perfecto para mí”.
Por su parte, los Coen le habían echado mano al guión de esta película unos ocho años atrás, pero luego se bajaron del proyecto. El argumento siguió dando vueltas por la Universal durante todo este tiempo, a lo largo del cual estuvo a punto de ser filmado por Ron Howard (Apolo 13, Una mente brillante) y por Jonathan Demme, con Hugh Grant, con Julia Roberts, con Téa Leoni. El regreso de los hermanos al asunto tuvo que ver en buena medida con el agujero negro que terminó de tragarse a su más ansiado proyecto, la adaptación de la novela de James Dickey To The White Sea como un film sin diálogos ambientado en Japón durante la Segunda Guerra. Ahora los Coen dan los toques finales a su remake de El quinteto de la muerte (The Ladykillers), con Tom Hanks. Suena prometedor, pero la verdad es quehubiera sido interesante ver una bélica de los directores de Simplemente sangre. Seguramente hubieran hecho lo mismo que harían si algún día filmaran un western: volver a tomar aquello que los ha erigido como dos géneros perfectamente norteamericanos y partirlo en pedazos, hasta que esos pedazos –pasados por el filtro de lo bizarro, repoblados de personajes torpes y maniáticos, cruzados por diálogos un poco surrealistas– pasen a convertirse en algo más. Tal vez, en un conjunto apenas hilvanado de notas al pie, contando la Historia entre chiste y chiste.

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