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Domingo, 16 de noviembre de 2003

POLéMICA

La primera Matrix estaba buenísima. La segunda era un pifie monumental. Y la tercera prometía un final
rimbombante. Pero el héroe que apelaba al cristianismo, el marxismo y el zen para
despertar las conciencias de los millones de humanos explotados por una maquinaria infernal terminó enredado en un desenlace confuso,
complaciente y lejos de sus
pretensiones revolucionarias.

Por Mariana Enriquez
Mucho se ha dicho y escrito sobre Matrix: que es la literal película del futuro, es decir, que hoy es imposible comprenderla, pero en un par de décadas será rescatada como El Origen. Que trabaja con la intertextualidad como ningún objeto lo ha hecho hasta ahora, merced a la conexión con los cortos animados Animatrix y el videojuego Enter Matrix. Que al poner como motor vital el diseño y el despliegue técnico lleva a su punto de hervor el artificio. Que es un objeto cultural complejísimo. Destroza la forma tradicional del relato. Es la virtualidad hecha entretenimiento. Toma elementos del zen, el cristianismo, el marxismo, la épica, el existencialismo y los hace propios. Puede que todo esto sea cierto, y que estemos frente a un nuevo concepto cinematográfico. ¿Y qué? Todas las lecturas que posee esta saga virtual-filosófica-religiosa no la salvan del más definitivo y contundente aburrimiento. Matrix Revoluciones es un plomo. Matrix Recargado, la segunda entrega, fue insoportable. Lástima, porque la primera película prometía de verdad. En realidad, nunca deberían haber hecho las secuelas. Matrix no las necesitaba.
Se puede pasar por alto Recargado: fue poco más que una rave interracial, una agotadora persecución con autos, diálogos pseudo filosóficos-místicos más bien banales, mucho –demasiado– karate, y un vestuario magnífico, especialmente aquel vestido de hule blanco que lucía Monica Belluci. Para el gran final, Andy y Larry Wachowski prometieron un cierre sorprendente, sorpresas deslumbrantes, despliegue técnico. Pero Matrix Revoluciones ofrece timidez, dificultades narrativas insoslayables y un juego de identidades cambiadas que, además de confuso, es innecesario.
En pocas palabras: los Wachowski se enredaron. Matrix, la original, planteaba un dilema sencillo: los hombres despertarían, sabrían que estaban controlados por las máquinas, recuperarían la tierra y, si todo salía bien, volverían a poner a los artefactos en su lugar, es decir, los reducirían a servidores de los hombres, y no a la inversa. La imagen de los campos donde los seres humanos eran criados para nutrir con su energía a las máquinas era impresionante; la posibilidad de la revuelta insinuaba una declaración de principios; el despertar del héroe y su condición de salvador de los humanos no se alejaba de la línea de relato clásico épico-religioso: Neo, el elegido, era Jesucristo cruzado con el rey Arturo. Aquella primera película terminaba con la voz de Neo susurrando desde la matriz. Era un buen final: la victoria sobre la tecnología que consume la vida de los seres humanos se vislumbraba imposible, y quizá la esperanza de derrotar a las máquinas debería haber quedado para la imaginación de los espectadores.
Pero no. Decidieron mostrarla. Y entonces Neo se convirtió en algo más que humano, y luego, en un error predecible de la matriz. La Pitonisa –el Oráculo que ayudaba a los humanos– resultó ser un programa original, que podía prever eventos fuera de las ecuaciones. Matrix Revoluciones plantea la humanización de los programas en su primera escena, cuando el héroe encuentra a tres de ellos, que descubrieron su capacidad de amar. Smith, el agente que en Recargado se había reproducido hasta lo insufrible, resultó ser un programa fuera de control que sólo la Pitonisa puede vencer, entrando en el cuerpo de Neo o algo así. Y más. La historia de amor de Trinity y Neo estorba, porque Keanu Reeves y Carrie Ann-Moss tienen química cero: cuando ella le pide el beso final, Keanu apenas le roza los labios, como si le diera asquito. ¡Neo, es la mujer de tu vida la que agoniza! Es imposible sentir empatía con alguien, entre otras cosas porque el esfuerzo por comprender lo que sucede es tal que toda interacción es olvidable. Además, Morfeo pasó de ser el guía del héroe a un comandante bastante inepto, los nuevos personajes apenas están desarrollados, la emoción es imposible. Los diálogos no ayudan: Matrix Revoluciones está superpoblada de líneas como ésta: Dice Smith: “Espero que sepas lo que estás haciendo”. Contesta Neo: “Yo también”. Dice Smith: “Es imposible”. Contesta Neo: “No, es inevitable”. Pregunta Morfeo: “¿Qué te dijo la Pitonisa”. Responde Niobe (Jada Pinkett-Smith): “Como siempre, lo que necesitaba saber”. Cuánta incertidumbre, cuántos juegos de palabras. ¿De qué están hablando?
Para colmo, abundan los lugares comunes visuales. Cierto, Matrix introdujo los sacos de cuero y los cruzó con las artes marciales, en un apocalipsis zen-fetichista; también aportó una estética gelatinosa como metáfora de la virtualidad. Pero en Revoluciones se abusa del neotribalismo de Mad Max, los bichos de H.R. Giger (Alien) y hasta las naves dentro de naves como en la batalla de la Estrella de la Muerte de Star Wars. Citas fílmicas, dirán los Wachowski, pero se les puede pedir un esfuerzo mayor a los nuevos maestros del sci-fi.
El gran final de Matrix Revoluciones puede interpretarse de dos maneras. Amanece sobre una gran ciudad muy parecida a Manhattan, y la hermosa luz del sol expone una disyuntiva: los hombres podrán vivir en la matriz, disfrutando del mundo diseñado por las máquinas, o rebelarse y ponerle el hombro a ese mundo espantoso que está por debajo de la fachada. Cada cual puede elegir. El sacrificio de Neo sirvió para darles a los humanos la opción. ¿Y la revolución que promete el título? No existe. ¿Se trata de un final derrotista y los Wachowski admiten que el sueño de la humanización es imposible? ¿Quieren decir que hay que entregarse a las máquinas y pasarlo lo mejor posible, echando mano del zen? ¿Los humanos están perdidos y se conforman con el fin de la guerra? Quizá. Pero, en términos de entretenimiento, no es muy importante saber a qué metáfora sobre el estado del mundo apela Matrix, porque fue extenuante seguir su pretencioso recorrido hacia... ¿dónde?
Si hay un triunfador en esta lucha de grandes sagas cinematográficas de principios de milenio, es El señor de los Anillos. George Lucas hizo un papelón con las precuelas de La Guerra de las Galaxias y los Wachowski decepcionaron con su esquema videoclip-videojuego-publicidad-film recargado de innecesaria gravedad. Hay que ser demasiado entusiasta para dilucidar las complejidades de Matrix y se corre el riesgo de descubrir que son pura palabrería. Para qué devanarse los sesos entonces, si el 1 de enero un hobbit tirará el Anillo de Poder en los fuegos de Mordor, y demostrará que una historia sólida es capaz de emocionar mucho más que un despliegue de numeritos verdes y trajes de vinilo.

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