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Domingo, 13 de septiembre de 2015

CINE 1 > LOST SOUL

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

Dos décadas atrás, Richard Stanley, un ascendente director sudafricano, consiguió luz verde en Hollywood para filmar la película con la que había soñado desde niño. Pero lo que parecía un sueño se convirtió en una pesadilla, narrada con lujos de detalles en Lost Soul, el documental que cuenta la delirante historia detrás la fallida versión de La isla del Dr. Moreau, que protagonizaron Marlon Brando, Val Kilmer y... ¡Nelson de la Rosa!

 Por Fernando Krapp

Había una vez un chico sudafricano con una hermosa cabeza de calabaza. Hijo de una artista y reconocida antropóloga, el niño Richard Stanley vivió una vida apacible entre máscaras antropomórficas, magias vodú y leyendas indígenas. La paz se vio interrumpida cuando leyó la novela de H. G. Wells, La isla del doctor Moreau. No fue la lectura, en verdad, lo que cambió su vida, dice Richard Stanley mientras sostiene su primer ejemplar de la novela ante la cámara del documental Lost Soul: the doomed journey of Richard Stanley´s The Island of Dr Moreau, de David Gregory, sino la segunda versión cinematográfica con Burt Lancaster como el Doctor Moreau. Al salir del cine, se hizo un juramento: una vez convertido en director, haría una versión mucho mejor. Sorpresivamente, su oportunidad en Hollywood no tardó en llegar. Stanley tenía menos de treinta, corrían los tiempos de New Line Cinema, donde un grupo de productores intentaban hacer películas taquilleras, pero también buscaban nuevos talentos como Paul Thomas Anderson o David Fincher para darles una oportunidad. Entre ellos estaba Stanley, que había dirigido dos largometrajes (Dustdevil y Hardware) muy reconocidos dentro del ámbito nerd de los noventa.

Stanley vivía con 30 mil dólares en rojo en Inglaterra pero tenía preparado un guión y un artbook muy colorido sobre una nueva versión del amado clásico de H. G. Wells. La historia en sí mucho no cambiaba: había una isla, un ayudante monstruoso, un hombre que escapaba, un doctor que experimentaba con animales, una revolución de monstruos, había, claro, un humanismo en una década (los 90) que parecían haberse perdido gracias a la consumación de la tecnología biogenética. Lo que cambiaba era la visión de Stanley: los planos, los colores, el tinte colorido y psicodélico, con hombres perros y mujeres chanchos, un doctor Moreau más cercano la locura lisérgica de Timothy Leary. De algún modo, su proyecto llegó a manos de los tipos de la industria del otro lado del Atlántico. Ahí se terminaron las pesadillas de Moreau imaginadas por Wells, y empezaron las del propio Stanley.

La preproducción tuvo muchos problemas, Bruce Willis y James Woods se bajaban del proyecto que tambaleaba. Los productores no estaba muy contentos con el director, lo veían un poco verde para una película grande. Y Stanley, paranoico, en lugar de perder su oportunidad en Hollywood, con un presupuesto que se iba de 8 millones de dólares a 35, insistió y contrató a Val Kilmer para un protagónico inventado por el propio actor. No le importó, no se quería tirar atrás; porque, a pesar de sus limitaciones, había hecho un buen trabajo: tenía un gran estudio de efectos especiales, había trabajado con asesores para que dirigieran a los extras en sus movimientos animales dentro de sus complicadas prótesis (estamos hablando de cientos de disfraces de látex), su guión había sido corregido por Michael Herr y Walon Green. Para sorpresa de los productores, y gracias a un hechizo hecho a la distancia por un brujo amigo (sic), había logrado que Marlon Brando se sumara al proyecto con el argumento de que su abuelo, el explorador Sir Henry Stanley había sido la inspiración de Conrad para crear a Kurtz.

Kilmer y Brando en una misma película, en el año 1995, era realmente un batacazo. El primero estaba en su sueño post Hombre Murciélago, el segundo nunca dejaba de estar de vuelta. Pero el error fue ese: entregar su película a las estrellas. La primera semana en la que Brando debía aparecer en la isla para dar inicio al rodaje, una fatalidad le impidió viajar: moría su hija. Para peor, cuando quisieron hacer unas tomas en la playa, un huracán destruyó el set parcialmente. Kilmer llegó a la isla después del huracán, y no cuajó en ningún momento con Stanley (ni con el equipo). No solo eso: le cuestionaba todo. Los parlamentos de su personaje, las tomas, el traje, el guión; se negaba a hacer las escenas del modo en el que Stanley decía. El joven sudafricano no pudo manejarlo y los productores decidieron despedirlo de su propia película.

La cosa no termina ahí; hay mucho más. Los productores contrataron a John Frankenheimer, un veterano del cine de los setenta, ex alcohólico y piloto de la guerra en Corea, quien firmó a costa de un dineral y de un contrato por tres películas. Pero la ambición secreta de Frankenheimer era la de trabajar con Marlon Brando... que le hizo la vida im-po-si-ble. El primer día de rodaje apareció con la cara pintada de blanco y una especie de celofán alrededor de la panza. Como hacía calor, quiso tener un cubo en la cabeza que sería llenado de hielo (en la película se lo ve). Entre los extras disfrazados de monstruos había uno que medía poco más de veinte centímetros de altura llamado Nelson de la Rosa (¿se acuerdan?). El hombrecito cautivó el corazón de Marlon, que quiso tenerlo todo el tiempo a su lado como ayudante vestido igual que él. Si Marlon tocaba el piano, Nelson tendría un piano diminuto. Si Marlon andaba en un carro, Nelson tendría el suyo.

Las peleas entre Val Kilmer y Marlon Brando hacen que las discusiones de Tropic Thunder, la parodia de Ben Stiller, parezcan una obra dramática del teatro noruego. Pero los que terminaban pagando el pato eran siempre los extras que, camuflados en sus calurosos trajes simiescos, debían matar el tiempo drogados, practicando sexo libre, y participando de reuniones hippies con las comunidades de la isla en los seis meses (¡seis!) en que se demoró el rodaje. Entre ellos, había un extra que, para sorpresa del asistente de dirección, no se quitaba la máscara para tomar agua y cuya cabeza parecía, con la máscara, una calabaza derretida. Este extra, en un momento frenético de una toma, tuvo una antorcha de fuego en la mano cerca de un montón de barriles de nafta: debajo de la máscara había un hombre desesperado que había creado un mundo monstruoso para representar la pérdida de humanismo en la raza humana y se había convertido él mismo en un animal desconsolado.

En un momento del documental, el actor alemán Marc Hofschneider (cuyo protagonismo le fue robado por Nelson de la Rosa y luego, en un ascensor, le pegó una piña en las partes) se lamenta: desearía que existiera un tiempo paralelo para poder ver la versión de Richard Stanley terminada. Lo que no entiende es que la metáfora de la película quedó completamente intacta: si la historia de La isla del Doctor Moreau de H. G. Wells trataba sobre un doctor cuyas criaturas se revolucionaban, Richard Stanley terminó viviendo la misma historia de locura y alucinación que había fantaseado para su versión: al perder las riendas de la dirección, la película se le había vuelto en contra y, como en tantos proyectos no terminados, nunca realizados o terminados a los ponchazos, el caos de poner en funcionamiento todo el circo terminó siendo más interesante que el resultado final. Aunque Stanley no lo acepte y se haya refugiado, fóbico, en las montañas del sur de Francia, su versión imaginaria sobrevivió, a pesar de todo, en la locura total; ahogada y camuflada en ese enorme y descontrolado caudal de energía humana puesto al servicio de eso que se conoce como cine.

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