Gatos pintores, baguettes agonizantes, langostinos exaltados, pinceles sentenciados a muerte, son algunas de las criaturas que Fermín Eguía pone en escena en una antología caprichosa que reúne obras pertenecientes a la colección de la Galería Francisco Traba y al patrimonio de la familia Eguía. La exposición, sin lógica cronológica o temática,  propone un recorrido aleatorio que abarca obras desde los años 70 hasta la actualidad de un pintor que supo ganarse el lugar de artista de culto en el panorama de la plástica argentina. Los dibujos y pinturas de Fermín Eguía, nacido en Comodoro Rivadavia en 1942, evocan fuentes tan vastas como el espíritu sardónico de un medioevo monstruoso, el intimismo lumínico de los pintores viajeros del siglo XIX, la metafísica de barrio y las fantasías oscuras del simbolismo. 

Cosecha en el camposanto

Era Rocambole el aventurero y ladrón gentilhombre de la saga pergeñada por el escritor francés Pierre Alexis Ponson du Terrail a mediados del siglo XIX. Entre héroe de novela moderna y malandrín de folletín, el nombre del personaje se perpetuó hasta transformarse en epíteto. De ahí en más, el adjetivo “rocambolesco” se aplicó a todo hecho, circunstancia o ente exagerado hasta lo inverosímil. Así, la rocambolesca fue capaz de orquestar una serie de eventos más o menos desafortunados, concatenando escenas que funcionan como postales de un mundo donde la deformidad, moral y morfológica, es reina y señora. 
En “Rocambolesca”, única pintura de formato medio de la muestra –el resto es pequeño formato, tamaño que resulta más amable al artista tal vez por su analogía con la viñeta o la ilustración de portada de revista– se abre el telón y Eguía nos presenta una de sus típicas “creaturas”: señorita de boca ancha y delineada por donde asoman dos coquetos colmillos, enormes ojos amarillo huevo y la nariz puesta en la cabeza como bonete carnoso. Ingenua respecto de su fealdad, la señorita sale a escena para seducir y baila haciendo bucle con los bordes de su pollera sobre una fosa atestada de cráneos.  Puede que no sea baile sino cautela lo que lleva a la criatura a adoptar semejante pose. No querer ensuciarse con la muerte, andar de puntillas. Pero los pies son gruesos -bien podrían pertenecer a una criatura de Pablo Suárez –tan anchos y terrenales que difícilmente eviten contacto con el suelo escabroso–. Entonces viene el color a señalar que ella pertenece a otro planeta, un sitio que no obedece la ley de la finitud humana. Ella tiene una luz rabiosa, encendido fluorescente, piel color muñeca de plástico y goza de la artificialidad de un bicho creado en laboratorio que habrá de triunfar sobre la enfermedad, la decrepitud y la muerte. El género tardo-medieval de las danzas macabras, que produjo exponentes increíbles, desde Pieter Brueghel el Viejo hasta Hans Holbein, cuya misión era advertir que todos los goces mundanos sucumbirían al final ante el poder de la muerte, en Eguía se invierte: es posible trascender la muerte, bailar la conga en el camposanto, siempre y cuando aceptemos convertirnos en bestias sintéticas, una conversión capaz de empujarnos hacia un destino extra humano.  

Pan y circo

A veces los episodios de Eguía transcurren en ambientes bucólicos, impregnados de luz sepia, con brillos cándidos y reflexivos, al estilo de los pintores de la Escuela de Barbizon. El paisaje de Tigre, donde Eguía vivió varios años, es el marco ideal para que sus personajes adopten una cualidad más intimista, menos bizarra. Allí el follaje pendiente sobre el río enmarca ninfas con aletas y ocasionales mirones. Incluso en esos ambientes, Eguía parece darse permiso para prescindir de sus engendros y dejar que el paisaje sea protagonista. Se entretiene entonces con las posibilidades de la técnica de la acuarela, la descripción del carácter de unas ramas o una casa, la perspectiva atmosférica, la manera de estar de un barco en la orilla. Es verdad que la recurrencia de su catálogo de personajes nos predispone a la irrupción monstruosa; detrás de un matorral, o surgiendo del agua,  puede aparecer el ser innominado que hará estallar la pátina melancólica de la escena. Así como Eguía es dúctil para internarse en el Delta y traernos una postal delicada de sus misterios, también sabe precisar atmósferas opuestas: el claroscuro de una naturaleza moribunda –un pan sobre la mesa sometido a las vejaciones del cuchillo–, un aquelarre de esperpentos en torno a una hoguera –heredero de Goya y pariente del ilustrador argentino Santiago Caruso–, y las visiones nocturnas de barrios por donde deambulan monstruos salidos de las pesadillas de los vecinos.   
El gabinete, el palco, la feria y el teatro son formatos propicios para el desfile de seres estrambóticos que Eguía colecciona como las evoluciones de Pokémon (Pocket Monster, “monstruos de bolsillo”). Ya Aída Carballo, quien fuera maestra de Eguía e influencia ineludible en su obra, había retomado la tradición de ilustrar las tipologías humanas –piénsese en El Bosco y en las caricaturas de Leonardo y de Daumier o en las ilustraciones medievales de los cuatro temperamentos– pero mientras en Aída Carballo el dibujo de la figura humana se contorsiona y deforma bajo la presión de un ánimo particular –melancolía, lujuria, enojo, etc– sin perder cierta lógica anatómica, en Eguía la deformación alcanza el grado de mutación en el sentido que le da la ciencia ficción o el accidente de la ciencia y sus mutaciones radioactivas. Tanto la obra de Carballo como  la de Eguía parecen recuperar de aquella tradición tardomedieval una mirada de tipo moral sobre la sociedad; la fealdad de las almas se traduce en el cuerpo, las costumbres viles se escenifican en la feria de rarezas. La fábula viene a dar su moraleja. En el ecosistema humano, la figura del artista encarnada en un pincel de  mango rojo, suele ocupar el lugar de chivo expiatorio de las patologías sociales; arrastra el arado en “El artista rey del universo la tiene que yugar” y es sometido al juicio de la muchedumbre en “Ecce pincel”. Tal vez sean más interesantes aquellas obras donde Eguía prescinde de la caricatura social y evita distinguir entre justos y pecadores, las obras más oníricas, pesadillescas a veces, aquellas donde el juicio se suspende, la distancia crítica se anula para hacer lugar a la empatía. Como un inventor de gremlins que alimenta a sus criaturas después de la medianoche y se dispone a lidiar con la versión menos doméstica y más cruel de los engendros. 

Supremas narices

Fermín Eguía no es un artista dado a los discursos ni a las especulaciones teóricas sobre su obra. Es un artista tradicional, en el buen sentido del término. De aquellos que han construido discurso con su obra. Admirador de las fantasías turbulentas y las miniaturas escabrosas de Richard Daad, pintor inglés de la época victoriana que realizó la mayor parte de su obra encarcelado en un hospital psiquiátrico (acuchilló a su padre convencido de que se trataba del príncipe de las tinieblas), y del simbolista Arnold Böcklin, cuya famosa saga de la Isla de los muertos Eguía versiona en una acuarela (“El sueño cómico de Arnold Böcklin”) donde un langostino gigante, una concha, una almeja y una estrella de mar esperan en la isla rocosa la llegada de Caronte y compañía en un bote. Más que alma en pena, el remero parece estar haciendo una changa turística. 
También Daniel Santoro realizó varias versiones del cuadro de Böcklin insertando en la isla de los muertos el edificio de la CGT y una Evita hidrocefálica hundiéndose en el río del olvido. 
En 2008 Eguía presentó en la misma galería sus gatos pintores. Allí, además de gatos sumidos en raptos de inspiración, tan parientes de los gatos de Louis Wain como del Gato con Botas, aparecía uno de sus personajes estelares: el pincel de mango rojo. Eguía prometía en el prólogo de la muestra entretenimiento risueño, pero también, el “macabro paseo del pincel por el camposanto”. El pincel conversa con la parca, hace trucos de magia, malabares. Le queda poco tiempo. La fórmula alegórica no es necesariamente reaccionaria (el pincel, encarnación del artista de oficio, condenado a muerte y pronto a ser sepultado por aquellas manifestaciones del arte contemporáneo que se empeñan en despreciar el oficio), también es posible pensar esta representación alegórica como alusión al oficio intrínseco del artista, amén de la identificación con la herramienta, oficio en sentido de “hacer obra”, y no es posible hacer obra sin entrar en diálogo con la muerte y la trascendencia.  
Hay narices populares en la historia, la nariz de Pinocho que crece al mentir, la de Cyrano de Bergerac, la de Sócrates cuya nariz, según Platón, contribuyó a la percepción del mundo.  La nariz como rasgo facial desorbitado, marca registrada de Eguía, tal vez venga a advertirnos, como el centinela de Hamlet, que algo huele mal. O lo contrario: que las cosas han dejado de oler,  por más que los orificios nasales se ensanchen hasta ser cavernas. u  

Fermín Eguía. Obras diversas se puede visitar de lunes a viernes de 11 a 19 en Galería Francisco Traba, M. T. de Alvear 819. Hasta el 20 de noviembre.