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Domingo, 14 de marzo de 2004

LOS 12 ROBOS DE LA HISTORIA DE LA PLáSTICA. CAPíTULO 1.

La dama desaparece

El 21 de agosto de 1911, la sonrisa más famosa de la pintura occidental se esfumó de la sala del Louvre que solía frecuentar. Francia enloqueció, la prensa se hizo eco de las hipótesis más delirantes y las investigaciones se multiplicaron. Pero La Gioconda de Leonardo recién volvió a dar señales de vida dos años más tarde, en Florencia, en el doble fondo mugriento de la valija de un carpintero italiano. Crónica de un robo que hizo historia.

 Por María Gainza

1 “Qué fácil es robar un elefante blanco, pero qué difícil es deshacerse de él”, suspiraba Mark Twain, exhausto de sólo imaginar la proeza. Pero el modesto carpintero italiano que despertó una mañana decidido a romper con la rutina diaria no andaba preocupado por esa clase de detalles. Después de todo, un subidón de adrenalina no le vendría mal, y además estaba hastiado de los petulantes franceses y sus hoscos modales. Así que, sin darle más vueltas al asunto, Vicenzo Perugia dio el golpe más audaz del siglo XX. El robo que petrificó a la población desorientó durante años a los servicios de policía y provocó que los diarios titularan la noticia: Lo inimaginable. Corría el 21 de agosto de 1911 cuando la señora de las pinturas, la sonrisita más sobradora de la historia, la mismísima Gioconda de Leonardo da Vinci desapareció del Museo del Louvre. Francia entera enloqueció.
Las versiones comenzaron a correr. Un periodista decretó que la pintura había sido robada por un coleccionista japonés; otro, que el autor del delito era un joven soñador demasiado cautivado por la enigmática sonrisa; otros, que los culpables eran los rusos. Un periodista de Le Matin anunció que todo era un truco del gobierno francés para desviar la atención de la crisis con Alemania por Marruecos. El público se agolpó a las puertas del Louvre reclamando información, pero la policía los echó con la excusa de que se había roto una cañería.
El lunes 11, como siempre, el museo había permanecido cerrado. Al día siguiente, cuando notó la ausencia de la pintura, el guardia de la sala supuso que –en un procedimiento habitual– la habrían llevado a los talleres para fotografiarla. Pasaron las horas, hasta que el hombre se inquietó y alertó a las autoridades. Después de una hora de búsqueda, sólo encontraron su pesado marco de madera tirado a los pies de una escalera, sin señales de forcejeo. Insistieron: era muy probable que la obra aún estuviera escondida dentro del museo. Les llevó una semana entera registrar los casi 200 mil metros cuadrados del edificio. Y nada. Todos los días llegaban a la jefatura de policía nuevas hipótesis sobre el paradero de la obra. Una vecina dijo haber visto a un jorobado acarreando de noche por el puerto un paquete del tamaño de la pintura (apenas unos 77 x 53 cm.); dos niños que se bañaban en la playa encontraron una botella flotando con un mensaje que anunciaba que la Mona Lisa descansaba en el fondo del mar. Mientras tanto, Madame Albande, experta en videncia, pronosticaba, orientada por la posición de los planetas, que a esa altura la obra ya había sido destruida. El Paris-Journal publicó una foto trucada de la catedral de Notre-Dame sin una de sus torres y tituló: ¿También esto nos puede pasar?
Entre tanto crecía el boom de la venta de postales con la imagen de la Mona Lisa. Una semana después, el Louvre volvió a abrir sus puertas y la gente corrió frenética a ver la pared vacía: una mujer sufrió tal ataque de histeria que hubo que llamar una ambulancia. Como si veneraran a un santo, los franceses dejaban cartas y flores en un rincón de la sala. Las autoridades, desorientadas, intentaron un experimento: calcularon que una persona de la calle demoraría prácticamente 15 minutos en descolgar la obra y retirarla del marco, y que alguien acostumbrado a manejar cuadros lo haría en cuestión de segundos. Uno por uno, todo el personal del museo fue interrogado, pero de La Signorina, ni rastros. Y con el tiempo nuevas noticias ocuparon la mente del país.
2 “Un crimen es como cualquier otra obra de arte”, decía el Padre Brown de Chesterton. “Toda obra, divina o diabólica, tiene una marca indispensable; quiero decir que su núcleo es simple, más allá de cuán complicado sea el resto de la ejecución.” Dicho y hecho. Dos años y medio más tarde, en Florencia, el galerista Alfredo Geri tuvo la idea de publicar un aviso ofreciendo comprar antigüedades. Le llegaron cartas de toda la ciudad, la mayoría de ancianas venidas a menos y dispuestas a vender hasta los picaportes de sus casas. De todas, una sola llamó la atención de Geri; en principio por la mano temblorosa que la firmaba; después, por su audacia. La carta era de un italiano que decía alentar el firme deseo de devolverle a su país al menos una de las joyas que Napoleón se había robado de Italia. Y concluía: “Tengo La Gioconda en mi poder”. Firmado: Leonard. Geri dudó, se entusiasmó y finalmente, prometiendo absoluta discreción, arregló para ir a ver la pintura al hotelucho Tripoli-Italia, donde se alojaba Vicenzo Perugia (como resultó llamarse el tal Leonard). Perugia lo recibió, cerró con llave la puerta, corrió las pesadas cortinas e hizo aparecer una valija en las penumbras de la mugrosa habitación. Y ahí, en un fondo falso, envuelta en un terciopelo rojo, estaba la pintura.
¿Por qué había decidido restituirla? De tanto mirarla, dijo Perugia, esa mujer lo estaba volviendo loco: “Había días en que pensaba en no volver al hotel para no encontrarme con esa sonrisa”. Geri hizo correr de inmediato la noticia.
El arresto significó una humillación para la policía francesa. En su momento Perugia había sido interrogado y dejado en libertad por su aspecto insignificante. “No daba con el physique du rôle de un ladrón”, se disculpó Monsieur Lepin, jefe de la policía de París. Ahora todo parecía tan elemental. En 1907, una mujer había entrado al museo y acuchillado una obra de Ingres. El hecho decidió a las autoridades a resguardar todas las obras maestras debajo de un vidrio. Perugia trabajaba como carpintero en la pequeña compañía de marqueros que contrataron. Él en persona había probado cientos de vidrios hasta hallar el correcto. Mientras tanto, su ira contra Francia aumentaba. “Un día me puse una camisa blanca como las que usaba el personal de museo y, aprovechando que el salón estaba desierto, desmonté la pintura, la escondí en el sobretodo y salí caminando, como si nada, por la puerta principal. Así de simple”, relató lacónico durante el juicio.
En un alarde de diplomacia política, los italianos devolvieron la pintura a Francia: después de todo, el mismo Leonardo se la había vendido en 1503 a Francisco I por cuatro mil monedas de oro. Perugia fue encarcelado en Florencia, pero era tal la devoción de los italianos por el patriótico ladrón que por las noches sobornaban al guardia para poder sacarse una foto con el héroe. El hotel Tripoli armó una muestra con una reproducción barata de la pintura y en la fachada colgó una placa que decía: Aquí se encontró La Gioconda. Se necesitaron treinta policías para escoltar la pintura en su regreso en tren a Francia, donde, a esa altura del partido, la Mona Lisa se había convertido en el último grito de la moda. Las mujeres se pintaban intentando reproducir su pálido cutis, se depilaban las cejas según la costumbre de las florentinas del 1500 y las casas de alta costura confeccionaban su vestido talle princesa.
El juicio fue corto. Uno de sus pocos amigos, Antonio Carena, contó cómo el pobre Perugia había ido juntando odio contra los franceses a medida que lo llamaban “cara de maccaroni” y le ponían sal en su copa de vino. Una y otra vez, Perugia sostuvo que el robo había sido por razones patrióticas. La sentencia original, de un año y quince días, quedó reducida a siete meses.
Pero no hay gran escándalo que no ostente un toque argentino. El juicio, más que aquietar los ánimos, despertó dudas y rumores. Los más jugosos apuntaban hacia un cierto Marqués de Valfierno. De supuesto origen noble y uno de los falsificadores de obras de arte más buscados de la historia, el Marqués había hecho fortuna vendiéndoles Murillos falsos a las familias patricias y católicas de Buenos Aires. Decían que, en realidad, Perugia había actuado bajo sus órdenes y que desde hacía tiempo Valfierno venía pergeñando su obra maestra: falsificar la Mona Lisa. Pero para podervender la falsificación necesitaba primero hacer desaparecer el original. Durante los dos años que la obra permaneció oculta, el Marqués aprovechó y en absoluto secreto vendió seis copias de la pintura a un puñado de ingenuos y ambiciosos coleccionistas norteamericanos. El vínculo con Perugia, sin embargo, jamás fue probado.
Después las leyendas crecen y se ramifican. Cuentan que, escapando de la policía hacia Brasil, el arrogante Marqués iba recalando en los pueblitos uruguayos, donde tarde o temprano, entre copitas de jerez, se iba de boca y terminaba relatando sus hazañas. “Pero ¿qué hay de cierto en todo eso, Marqués?”, le gritaban entonces los curiosos del lugar. “Lo único que les puedo decir es que Perugia no era lo patriótico que decía ser. Y ahora, si me disculpan, me voy a retirar: me parece escuchar a lo lejos el galope de la policía”. Y sorteando las mesas del bar, el Marqués de Valfierno desaparecía por la puerta trasera.

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