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Domingo, 7 de abril de 2002

Los angeles al desnudo

Murió hace diez días, a los 95 años. Era uno de los mejores directores de la historia de Hollywood, pero había pasado sus últimos veinte años sin un peso para volver a filmar. Cameron Crowe, el director de Casi famosos, decidió achicar esta pérdida con Conversaciones con Billy Wilder, un libro que recién hoy llega a Buenos Aires. A manera de homenaje, Radar reproduce un fragmento, en el que Wilder hace gala de su encanto para hablar de la impotencia de Chandler, las perradas de Sinatra, “el hijo de puta de Bogart”, la genialidad de Charles Laughton, sus enojos con Marilyn, los trucos de Garbo y Dietrich, y la porquería en que se ha convertido el cine hoy en día.

POR CAMERON CROWE
“¿Tiene un buen final para esta cosa?”, me pregunta Billy Wilder, el guionista y director vivo más importante. Es la primavera de 1998 y acabamos de saludarnos delante de su oficina, en una calle lateral de Beverly Hills. Subimos el tramo de escaleras hasta llegar a la habitación que le sirve de lugar de trabajo. Mientras hace sonar las llaves ve que se le ha desatado el zapato izquierdo. Dar otro paso podría significar una caída, así que permanece inmóvil en el pasillo. Tiene 91 años, y hace ya varios años que le es imposible agacharse cuando está de pie. Ni él me mira a mí, ni yo a él. Hasta que me apresuro a agacharme para atarle los cordones. Entramos en su despacho y nos sentamos para la última de nuestras conversaciones, que se han prolongado durante más de un año.
Pero antes unos detalles de su vida rica y movida. Wilder nació el 22 de junio de 1906 en Sucha, en una zona de Polonia que, entonces, formaba parte de Austria. Su nombre era Samuel, pero su madre siempre lo llamó Billy. Los Wilder se trasladaron casi inmediatamente a Viena, donde Billy empezó a trabajar de periodista, oficio en el que se creó rápidamente fama de perseguir sus temas con obstinación. Viajó a Berlín en 1926 por invitación del músico de jazz Paul Whiteman. Y allí se quedó allí. Su trabajo de periodista –su vida– se volvió más colorida y caótica. Llegó a hacerse pasar por bailarín y gigoló, y luego contó la experiencia en un artículo. Su imaginación le llevó pronto hacia la elaboración de guiones, y trabajó como negro para la creciente industria cinematográfica alemana. No tardó mucho en ser un escritor acreditado, y su reputación fue en aumento coincidiendo con el ascenso de Hitler. Huyó a París y posteriormente a Estados Unidos; en Los Angeles se incorporó al grupo de refugiados europeos que iban a cambiar el curso de la historia del cine. Ernst Lubitsch había llegado antes. Wilder se unió pronto a su héroe para escribir con él La octava mujer de Barba Azul en 1938 y, un año después, la trascendental Ninotchka. Empezó a dirigir en 1942 con The Major and the Minor (La pícara Susú), a partir de un guión de su primer gran colaborador, Charles Brackett. Su película más reciente es Buddy Buddy (Compadres), de 1981, escrita con otro colaborador fundamental en su vida, I.A.L. Diamond.
De todos sus contemporáneos de la primera mitad del siglo, Wilder es el único que sigue activo. Su memoria es estupenda; pocas veces empleó la excusa de que le fallaba durante nuestras conversaciones. Todavía reflexiona sobre sus películas, las modifica, lamenta haber desperdiciado determinados diálogos o escenas. Durante la última década, junto a Audrey, su mujer de los últimos cincuenta años, ha dedicado gran parte de su tiempo a recibir premios de manos de los mismos magnates de la industria que se niegan a darle la oportunidad de dirigir nuevas películas. El Wilder actual se mueve con lentitud, a veces con ayuda de un bastón. Pero acude a su despacho de Beverly Hills casi a diario, a leer y mantenerse en contacto con el cine de hoy.
Apenas entramos, veo en un panel de corcho una foto de Marlene Dietrich. En la pared, un collage fotográfico de Wilder y su esposa, Audrey, hecho por David Hockney; una foto enmarcada de Wilder con Kurosawa y Fellini. Y, encima de la puerta, el famoso letrero diseñado por Saul Steinberg que dice:
¿CÓMO LO HARIA LUBITSCH?
¿Alguna vez deseó hacer una película autobiográfica sobre su infancia?
–No. Estudié en el peor instituto de Viena. Los estudiantes eran, todos, o retrasados o genios chiflados. Y lo más triste es que, la última vez que visité la ciudad, hace tres años, les dije a los periodistas: “Por favor, escriban que cualquiera que haya ido al colegio conmigo me llame, estoy en el Hotel Bristol”. No me llamó nadie en todo el día. Cinco años antes, también en Viena, tenía una cena importante, y le dije al conserje: “Si pregunta alguien por mí, no estoy. Me voy a la cama”. Quince minutos después, suena el teléfono y una voz dice: “Perdone, señor Wilder, pero aquí hay un hombre que fue al colegio con usted; su nombre es Martini”. Respondí: “¡Martini, por supuesto! ¡Que suba!”. Aparece el tipo. Con la cabeza inclinada. Calvo. Y yo le digo: “¡Martini! ¿Te acuerdas de aquel tipo, aquel profesor...? ¿Te acuerdas de aquello?”. Pero en vez de alegrarse, me mira y explica: “Me parece que habla de mi padre. Murió hace cuatro años”.
¿Pensó que iba a vivir tanto tiempo?
–En absoluto. Si alguien me hubiera preguntado, cuando tenía diez años: “¿Le gustaría llegar a los setenta?”, le habría contestado: “¡Trato hecho!”. Ahora que tengo veinte años más, nadie se atrevería a hacerme esa apuesta... Me han ocurrido muchas cosas absurdas en la vida, pero no me habría suicidado. Tampoco me habrían encontrado con la esposa de otro. No es mi estilo. Soy demasiado listo. Lo he escrito demasiadas veces.
Haber sido guionista, además de director, ¿modificaba su relación con los actores y la letra?
–Sí, pero no soy un hombre de Strasberg. No soy actor. Ni siquiera soy un director nato. Me hice director porque se habían cargado muchos de los guiones que escribía junto a Brackett. Me acuerdo de un incidente: Leisen dirigía Hold Back the Dawn (Si no amaneciera, 1941). Estábamos escribiendo ya el siguiente guión, y no podíamos estar en el rodaje. Había policías, ¡policías!, en el set para impedirnos el ingreso. A esa situación habíamos llegado. El caso es que habíamos escrito una escena en la que el héroe, un gigoló interpretado por Charles Boyer, está tendido en el Esperanza, un sucio hotel al otro lado de la frontera. No puede moverse, no tiene papeles para entrar a Estados Unidos. Está tendido en la cama, vestido, y hay una cucaracha que trepa por la pared. Y Boyer debía imitar a un guardia fronterizo, con un bastón en la mano, y decirle a la cucaracha: “Eh, ¿dónde va? ¿Qué hace? ¿Tiene visado...? ¿Cómo pretende viajar sin pasaporte?”. Estaban rodando la película, y Brackett y yo íbamos a comer a Lucy’s, el restaurante enfrente de la Paramount. Acabamos de comer, y pasamos junto a una mesa en la que el señor Boyer disfrutaba de un agradable almuerzo francés, con la servilleta en el cuello y una botellita de vino tinto. “¿Qué tal, chicos? Estamos rodando la escena de la cucaracha hoy.” “Ah, sí, es buena, ¿verdad?” Entonces él dice: “La hemos cambiado un poco”. “¿Qué quiere decir eso de que la han cambiado?” Responde: “La cambiamos porque es una idiotez; ¿para qué voy a hablarle a una cucaracha si ella no puede responderme?”. Diez minutos después estábamos en nuestro despacho escribiendo el final de la película, las diez últimas páginas. Me vuelvo hacia Brackett y le digo: “¡Si ese hijo de puta no habla con la cucaracha, no va a hablar con nadie! ¡Tachá su diálogo!”.
Pero en general se llevaba bien con sus actores...
–Sí, excepto cuando trabajé con hijos de puta como Bogart. Él era de la Warner, pero de pronto estaba disponible y quería una película. Yo tenía un proyecto con la Paramount llamado Sabrina (1954). Así llegamos a trabajar juntos.
Usted quería a Cary Grant para el papel.
–Yo siempre quería a Cary Grant. Era amigo, me caía muy bien, y yo a él. Pero era muy aprensivo: no quería caer en manos nuevas. Siempre interpretaba prácticamente el mismo papel. Algunos no tenían más remedio... Clark Gable, cuando se dejó la barba e hizo esa película sobre la República de Irlanda, Parnell (1937), nadie fue a verlo. ¿Se da cuenta? Usted ni siquiera sabía que existía esa película. Gable tenía que ser siempre Gable. Sólo cambiaban las situaciones, y un poco los personajes. Lo mismo ocurría con Cary Grant, que se me escapó de las manos una y otra vez.
Y entonces aceptó a Bogart...
–Bogart estaba acostumbrado a que la mayoría de sus películas las dirigiera John Huston, y se pasaba el tiempo bebiendo. Yo no le caía bien porque al principio del rodaje nos tomamos una copa y me olvidé de invitarlo. Estaba solo en su camarín, con la peluquera que debía colocarle el postizo. Cuando por fin fui a invitarlo, me dijo: “No, muchas gracias”. Recuerdo que tuve que reescribir el papel para él. Introducía modificaciones e iba a enseñarle la escena. La miraba y decía: “¿Qué edad tiene su hija?”. Yo respondía: “Tiene siete años, más o menos”. Y él respondía: “¿Lo ha escrito ella?”. Pero era nuevo en Paramount, y yo era un veterano. Nadie se reía; todo el mundo estaba de mi lado. Cuando terminamos el rodaje, celebramos una pequeña fiesta. No vino. Entonces oí que tenía cáncer, y su mujer, Lauren Bacall, me hizo saber que a él le encantaría verme. Corrí a su lado, y estuvo maravilloso, absolutamente maravilloso. Me pidió perdón. Le dije: “Olvídalo, esto no es una ceremonia de la corte británica. Yo me peleo con un montón de gente”. No es verdad (se encoge de hombros y se ríe), pero se lo dije. Después de todo, se portó como un imbécil porque sabía que yo habría preferido tener a Cary Grant.
Hoy se considera a Grant el rey de la comedia ligera. ¿Está de acuerdo?
–Era bueno, muy bueno. No se le escapaba una, aunque nunca ganó un Oscar. Salvo ese “especial”... Una idiotez, porque los actores que suelen hacer protagónicos, para obtener un premio, tienen que cojear o hacer de retrasados. La Academia nunca ve al tipo que se esfuerza al máximo y consigue que parezca fácil. No les basta con que abra un cajón con elegancia, saque una corbata y se ponga una chaqueta. ¡Hay que sacar una pistola! Hay que sufrir. Entonces te ven. Esas son las normas por las que se rigen los 4500 miembros de la Academia. No sé, son... Todo el mundo sabía que Dustin Hoffman iba a obtener el premio cuando interpretó al autista en Rain Man (1988). Se esforzó tanto, trabajó tan duro, tenía tantas cosas que recordar. Pavadas.
Ya que habla de películas que todos pueden prever que serán premiadas, quería preguntarle sobre La lista de Schindler. He leído que usted deseaba que fuese su última película, pero Spielberg ya poseía los derechos.
–Sí, yo quería hacerla, y eso lo animó a rodarla (risas). Hablamos del tema, fue un caballero, y ambos éramos conscientes de que los dos lo deseábamos enormemente. Pero, al final, no fue capaz de dejarla. Tenía que hacerla. Yo la habría hecho de otra forma, no necesariamente mejor. Quería hacerla como una especie de homenaje a mi madre, mi abuela y mi padrastro. Spielberg siempre ha sido un director maravilloso. Sobre todo en las películas para niños. En mi opinión, en E.T. había muchas cosas muy divertidas, sobre todo cuando E.T. se emborracha. Pero La lista de Schindler habría sido algo muy especial para mí.
¿Su película más personal?
–Sí.
Nunca ha hablado mucho de su familia, sobre todo de su madre. ¿La recuerda bien?
–Me acuerdo muy bien de mi madre. La vi en 1936 cuando volví a Europa. Luego regresé a Estados Unidos y ella se casó. No sé cómo acabó en el campo. Sólo sé que era Auschwitz porque todo el mundo en Viena, donde ella vivía, fue a parar allí. Yo no sabía que tenían campos de concentración.Se mantenía en secreto. Roosevelt no nos lo dijo. Roosevelt era un caso muy peculiar de hombre ambicioso. Había un barco alemán lleno de judíos que intentaban huir. El barco los llevaba a Cuba, y era alemán. No tenían pasaportes ni visados. Entonces llamaron a Washington: “Por favor”. Alguien escribió un libro sobre esta historia, yo lo he leído. (Hubo asimismo una película basada en ella, El viaje de los malditos, en 1976). La señora Roosevelt se puso de rodillas para suplicarle. Una palabra suya y podrían desembarcar aquí. Pero ni hablar, porque se aproximaban las elecciones. Así que la historia tuvo un final verdaderamente triste. El capitán alemán llevó el barco a Amberes. Algunos pasajeros fueron a Bélgica, otros a Francia, y otros a Holanda. Pero estos países pronto cayeron en manos de los nazis, y la mitad de los pasajeros terminaron en los campos.
Hace un par de años, oí el rumor de que había terminado un nuevo guión.
–No, tuve varias sesiones de máquina de escribir, pero todo quedó en nada. Desde que murió Diamond, no ha habido nada que merezca realmente la pena. Además, yo nunca escribía una cosa “por si acaso”. Me comprometía a hacer dos o tres películas, y luego trabajaba con un pequeño látigo sobre mis espaldas. Ahora es un mundo que no conozco, en el que los estudios no tienen cabezas visibles. Cualquiera podía reírse de Samuel Goldwyn, pero era alguien. Selznick, Thalberg...
Además de ser prósperos empresarios, ¿cuál de aquellos señores tenía verdadero instinto para el cine?
–Goldwyn, que no era un estudioso brillante del lenguaje ni de nada, sabía qué iba a funcionar y qué no... En dos o tres ocasiones, a lo largo de su vida, empeñó las joyas de su esposa para acabar una escena o volver a rodarla porque le parecía necesario. No sabía explicar lo que quería; pero al verlo, sabía que era aquello. Selznick era otro productor mucho más preparado, más culto. Tenía su sistema. Al comenzar un rodaje, después de escribir Dios sabe cuántos centenares de notas a los guionistas, empezaba la película con dos, tres o, a veces, cuatro directores. Y luego la acababa otra persona completamente diferente. Nunca era un trabajo de director, era siempre una película de Selznick.
Disculpe que insista, pero he oído que
últimamente estaba preparando un proyecto sobre un famoso “pedómano”, Le Pétomane.
–Le Pétomane (ligeramente avergonzado). No... Era algo con lo que tonteé. Podría haber sido un éxito absoluto o un completo desastre. Era un hombre muy elegante. Vestía seda; podía entonar el himno nacional francés a base de pedos. ¿Un actor para Le Pétomane? ¿Se puede imaginar los ensayos? Hace falta un pequeño empujón para que me ponga a escribir. ¿Almorzamos?
Vamos hasta Mr. Chow, uno de sus restaurantes favoritos, donde lo ubican en su silla favorita de su mesa favorita. Mientras hablamos, gira levemente su cabeza hacia la izquierda, ofreciéndome lo que llama “su oído bueno”.
¿Alguna vez le ha conmovido un actor hasta las lágrimas durante el rodaje? ¿Mientras contemplaba una escena?
–Cuando dirijo, no puedo dejar que me vean llorando por la actuación de un actor, con todos los demás allí. Daría pie a exclamaciones del tipo: “¡Nunca ha llorado por mí, el hijo de puta!”.
Tiene razón.
–No sé si hasta las lágrimas, pero alguien que me podía era el mejor actor que ha existido nunca, Charles Laughton. Laughton era todo lo que se puede soñar, multiplicado por diez. Parábamos de rodar Testigo de cargo a las seis, íbamos a mi despacho y nos preparábamos para el rodaje del día siguiente. Tenía veinte versiones posibles para interpretar cada escena, y yo decía: “¡Eso es! ¡Muy bien!”. Y al día siguiente, en el rodaje, llegaba y decía: “Se me ha ocurrido otra cosa”. Era la versión número veintiuno. Cada vez, mejor. Tenía una presencia tremenda, y un instrumento vocal maravilloso. Cuando se dirigía al público, todos permanecían muy callados,porque lo sabían. No se limitaba a hablar. Decía algo. Aunque sólo obtuvo un premio de la Academia, por La vida privada de Enrique VIII (1933), sus resultados finales fueron siempre grandes interpretaciones.
Alguna vez dijo que Testigo de cargo era su “película Hitchcock”...
–Nunca pude hacer, como Hitchcock, una película de Hitchcock detrás de otra. Pero él era muy listo, porque, de esa forma, el marido decía a su mujer y a sus hijos: “Eh, hay una nueva película de Hitchcock, o sea que va a haber suspenso, emoción, un cadáver, o varios, y una solución fantástica. ¡Vamos a verla!”. Lo hizo muy bien. Yo por ese entonces quería hacer una película como las suyas, así que rodé Testigo de cargo (1959). Luego me aburrí y pasé a otra cosa. La verdad es que, cuando me siento muy desgraciado, hago una comedia. Y cuando estoy de muy buen humor, hago una película seria. Una película seria, un film noir, pero luego me aburro y vuelvo a la comedia.
El personaje que encarna Marlene en Testigo de cargo es uno de los personajes menos simpáticos que podía interpretar una mujer. Debió ser difícil convencer a una actriz para que lo hiciera.
–Sí, costó trabajo, pero le gustó. Le gustaba interpretar a una asesina, le gustaba todo lo que fuera acción. Me parece que le daba un poco de vergüenza interpretar escenas de amor, creo que por cuestiones de intimidad, porque pensaba: “Yo no lo haría”. Por lo menos no delante de la gente. No sé, era una persona extraña. Pero capturaba al público tal como era; su forma de llevar la ropa, por ejemplo. Era una auténtica modelo. Pero no creo que fuera tan buena actriz. Claro que tampoco me parecía que Garbo fuera una gran actriz. Hacía siempre lo mismo, esa especie de adormecimiento. Nunca se enfurecía. Siempre tenía el brazo colocado así (imita a Garbo). Pero era Garbo. Creo que Marlene interpretó el papel muy bien.
Tengo una pregunta un poco extraña...
–Vivimos para responder preguntas extrañas.
Me pregunto, cuando habla de Laughton, o de Izzy Diamond, o de Lubitsch, por ejemplo, ¿piensa alguna vez que volverá a encontrarse con esas personas en una forma u otra?
–(Me mira otra vez, muy consciente de que estoy entrando en terreno personal.) No puedo, porque me queda muy poco tiempo que vivir. Tengo noventa años. Esas relaciones se desarrollan a lo largo de muchos años.
Me refiero en un sentido metafísico. A lo mejor sus ideas románticas no van tan lejos. Pero, ¿cree que existe un más allá, en el que quizá vuelva a ver a alguien como Izzy?
–Espero que no, porque me he encontrado con mucho mierda en mi vida, y no me gustaría volverlos a ver.
Ya que mencionamos a Lubitsch, hay una gran anécdota que aclara mucho eso que usted siempre ha llamado “el toque Lubitsch”. Me han dicho que, cuando estaban escribiendo Ninotchka para él, Charles Brackett y usted no lograban dar con una manera de plasmar su enamoramiento del capitalismo. Habían escrito páginas y páginas...
–Sí, páginas. Necesitábamos algo que demostrara, de forma breve y clara, que ella también había caído bajo el hechizo del capitalismo, que también era vulnerable.
Y estaban atascados en ese punto. Y a Lubitsch no le gustaba nada de lo que habían escrito. Entonces, Lubitsch va al baño, sale al cabo de un minuto y dice: “Es el sombrero”.
–”El sombrero.” Y nosotros dijimos: “¿Qué sombrero?”. Respondió: “¡Incorporamos el sombrero al principio!”. Brackett y yo nos miramos. La historia del sombrero tiene tres actos. Ninotchka lo ve por primera vez en un escaparate cuando entra en el hotel Ritz con sus tres cómplices bolcheviques. Ese sombrero absolutamente extravagante es para ella el símbolo del capitalismo. Lo mira con desagrado y dice: “¿Cómo puede sobrevivir una civilización que permite a las mujeres llevar eso en sus cabezas?”. Luego, la segunda vez que pasa por delante del sombrero, haceun ruido: “Ch, ch, ch”. La tercera vez, está sola, por fin, se ha deshecho de sus compinches bolcheviques, abre un cajón y lo saca. Y se lo pone. Eso era Lubitsch.
Desde entonces, trabajó con Brackett hasta Pacto de sangre.
–Pacto de sangre era tan negra que Brackett se apartó. Dijo: “No, es demasiado sombría para mí”. Por eso colaboré con Raymond Chandler. De él aprendí lo que es uno diálogo realista. Era lo único que sabía escribir. Eso y las descripciones. “De sus orejas salía pelo lo bastante largo como para atrapar a una polilla...” O esta otra, que me encantaba: “Nada está tan vacío como una piscina vacía”. Pero era incapaz de construir. Tenía alrededor de 60 años cuando trabajamos juntos. Era un diletante. No le gustaba la estructura de un guión, no estaba acostumbrado a ella. Era caótico, pero sabía escribir una frase redonda. Así que yo tomaba lo que había escrito él, lo estructuraba, y lo desarrollábamos juntos. A mí me encantaba la historia con la que trabajábamos, pero a él no, porque odiaba a James Cain. (Recuerdo que intenté conseguir a Cain, pero estaba ocupado, estaba haciendo una película.) A Chandler tampoco le gustaba Agatha Christie. Pero cada uno de los dos tenía algo que le faltaba al otro. Christie sabía construir una estructura. A veces, sus tramas eran infantiles. Tenía estructura, pero no tenía poesía. Está muy menospreciada, Christie. No se habla lo bastante de ella.
Con los años, da la impresión de que ha mejorado su opinión de Chandler.
–Claro, la ira se disipa, se diluye. Uno se olvida. Y está bien. Es lo único posible. Aunque recuerdo cómo me abandonó en mitad de una sesión y luego regresó ese mismo día. Todo porque yo le había dicho que cerrara una persiana veneciana del despacho, y no había dicho “por favor”.
Usted tenía además una vara, ¿verdad? Una fusta. Y dijo: “Cierra la ventana”.
–Sí, tenía la vara. La vara y tres martinis que había tomado antes de comer, y llamé a unas chicas. Una de ellas me tuvo quince minutos al teléfono... y él no podía soportarlo, porque era impotente, supongo. Tenía una mujer mucho mayor que él, y pertenecía a Alcohólicos Anónimos; algo innecesario, porque volvió a ser un borracho en cuanto acabamos.
(Al otro lado del restaurante, un hombre saluda a Wilder con insistencia.)
¿Es un amigo suyo?
–No. No tengo amigos que lleven camisas como ésa.
He leído la biografía de Humphrey Bogart escrita por su hijo. Cita una frase de Bogart sobre Audrey Hepburn: “Sí, es magnífica, si se le dejan 26 tomas”.
–(Sorprendido.) ¿Veintiséis tomas? ¿Audrey Hepburn? Veintiséis, no. Esa era Marilyn Monroe, hasta que decía bien la frase. Una frase de nada, como: “¿Dónde está ese bourbon?”. Le hacían falta ochenta tomas, aproximadamente. Y, aunque no lo parezca, era una excelente actriz de diálogo. Sabía dónde iban las risas. A cambio, claro está, teníamos a trescientos extras, miss Monroe tenía que aparecer a las nueve en punto de la mañana y no llegaba hasta las cinco de la tarde. Llegaba y decía: “Lo siento, me he perdido cuando venía al estudio”. ¡Llevaba siete años contratada allí! Pero, cuando uno veía en la pantalla el resultado que había conseguido, por las buenas o por las malas, se quedaba asombrado. Era asombroso lo que irradiaba.
¿Siente la necesidad de proteger la leyenda, en el caso de Monroe, por ejemplo?
–No, pero es muy difícil hablar en serio de Monroe, porque era toda oropel. Se escapa a la seriedad; cambiaba de tema. Después de La comezón del séptimo año (1955), dije: “No trabajaré nunca más con ella”. Pero me encantó oír que había leído el guión de Una Eva y dos Adanes y que estaba deseando hacerla. Sin ella, no habríamos tenido toda la carga sexual.
En la película, la frase “¿Dónde está el bourbon?” se oye con Marilyn de espaldas. ¿No consiguió decirla bien?
–No fue la única frase que no consiguió decir en las dos películas. Necesitamos bastantes tomas para conseguir “¡Soy yo, Sugar!”. Mandé pintar unos letreros en la puerta: SOY - YO - SUGAR. Llegaba el “acción” y ella decía: “¡Soy Sugar, yo!”. Cuando íbamos por la toma número cincuenta, me la llevé a un lado y le dije: “No te preocupes”. Y ella replicó: “¿Preocuparme por qué?”. Pero más adelante, por ejemplo, en la escena de la playa, con Tony Curtis vestido de blazer y gorra, ella tenía una escena con tres páginas de diálogo, que debíamos lograr a toda prisa porque los aviones de la marina despegaban cada diez minutos: le salió bien en la primera toma. Tardamos tres minutos. Era una excelente actriz.
¿Elogió alguna vez así a Monroe en vida?
–(Medita largamente sobre mi pregunta.) No. Estaba siempre llorando.
Volvamos a Hepburn. ¿Qué sentía al
dirigirla?
–¿Si era “sexy”? Fuera de la cámara, no era más que una actriz. Pero tenía algo encantador, simplemente adorable. Uno confiaba en aquella persona tan menuda. Y cuando se plantaba ante la cámara, se convertía en miss Audrey Hepburn. Conseguía revestirse de atractivo sexual, y el efecto era tremendo. Se trata, una vez más, de ese factor X que la gente tiene o no tiene. Uno puede conocer a alguien, le encanta, y luego la fotografía y no es nada. Pero ella era algo. Y no habrá otra igual. Existe eternamente, como parte de su época. No se la puede reproducir ni extraer de su era. Si se pudiera destilar el factor X, se podrían hacer todas las Monroes que uno quisiera, y todas las Hepburns... como esa oveja que clonaron. Pero no se puede. En la pantalla creaba algo nuevo, lleno de clase. Ella y la otra Hepburn, Katharine, en otra época. Eran completamente maravillosas. Hoy tiene lo mismo Julia Roberts. Es muy buena, muy divertida... Me gustó inmediatamente en Mujer bonita (1990). Pero ninguna actriz debe aspirar a ser Audrey Hepburn. El vestido de Givenchi ya está ocupado.
(Llega la cuenta. Wilder dice al mozo: “Démela a mí, por favor”, y volvemos a su estudio.)
Cuando era periodista en Berlín, de joven, entrevistó a Freud. ¿Cómo era la atmósfera que le rodeaba?
–No le entrevisté. Me echó antes de poder abrir la boca. Fui a Berggasse, número 19, donde vivía: la calle de la Montaña. Era un barrio de clase media. Fui allí con mi carnet de periodista de Die Stunde. Era un reportaje para el número de Navidad: “¿Qué opina del nuevo movimiento político en Italia?”. Mussolini era un nombre nuevo. Corría el año 1925, 1926. En aquella época, no conocía a ningún austríaco que se hubiera psicoanalizado. Era una especie de cosa secreta. Llamé al timbre y una mujer abrió y me dijo: “Herr Professor está comiendo”. Le respondí: “Esperaré”. Así que me quedé allí sentado. El salón era la recepción y, a través de la puerta que daba a su estudio, se veía el diván. Era muy pequeño. Estaba lleno de alfombras turcas, una sobre otra. Y tenía una colección de arte africano y precolombino. Me llamó la atención lo pequeño que era el diván. Pensé: todas sus teorías se basan en el análisis de personas muy bajas... Alzo la vista, y allí está Freud. Un hombre diminuto. Tenía una servilleta atada alrededor del cuello, y me pregunta: “¿Un periodista?”. Respondí: “Sí, tengo unas cuantas preguntas”. Replicó: “Ahí está la puerta”. Me echó.
(El teléfono de Wilder suena y él contesta. Inmediatamente puedo darme cuenta, por su tensa cordialidad, de que Wilder acaba de alegrarle la vida a un pez chico del mundo del espectáculo, que ha marcado su número y ha dado con él. Aunque Wilder desea colgar nada más decir “Hola”, la persona que llama se niega a dejarlo así como así. Por el teléfono puedo oír los argumentos que le ofrece, a más de un metro de distancia. Está acosando al gran Wilder a propósito de los derechos para una nueva versión de Sunset Boulevard. De pronto, toda la educación desaparece. Al acosador se le ha acabado el tiempo. “¡No poseo los derechos! –dice Wilder con brusquedad– ¡Llame a la Paramount!” Cuelga, y el auricular rebota en el aparato.) –(En tono confidencial.) “¿Sería Elizabeth Taylor una buena sustituta para una nueva versión de Sunset Boulevard, que se situaría en los años cincuenta?” ¡No tengo ni idea! Estoy seguro de que no sería peor ni mejor que la actriz que hacía de Audrey Hepburn en la nueva versión de Sabrina.
¿La vio?
–Me sorprendió. Recibí el guión de Sydney Pollack, un hombre de talento y muy simpático. Me dijeron: “Si se le ocurre alguna idea”, etcétera. Tenía una buena idea. Era situarla ahora, en 1996, con la fortuna y el imperio de los Larrabee en decadencia. Entonces aparece una familia japonesa muy rica, como Sony, o lo que sea... tienen una hija que se enamora de Holden, así que, si sale bien, los japoneses serán sus socios. Entonces Linus, el hermano mayor, tiene que apartar a Sabrina de Holden, para que éste se dedique a la chica japonesa. Y el hermano mayor se enamora de Sabrina. Quería hablar con Pollack, pero empezaban a rodar el lunes siguiente.
¿Y qué opina de Tootsie (1982)?
–Hubo una entrevista en The New York Times a Pollack, en la que decía: “He desarrollado una cosa prácticamente nueva. Cuando Hoffman decide convertirse en mujer, no hicimos eso tan aburrido de que vaya a buscar un vestido, pruebe con un peinado y, poco a poco, se convierta en Tootsie”. (Wilder, que no es aficionado a atribuirse mucho crédito, tiene una opinión muy firme sobre lo del corte. Sigue, con toda seriedad, e insiste en que anote sus palabras.) Lo mismo que hice en Una Eva y dos Adanes. Lo hice hace años. Cuando Tony Curtis dice por teléfono, ya imitando una voz de mujer, que ella y su amiga están disponibles para la fecha de la gira... cortamos y, en el siguiente plano, los vemos vestidos de mujeres. Pero Tootsie era muy buena, aunque intentaron darle demasiada seriedad con eso de los actores que buscaban trabajo y no lo encontraban.
¿Qué opina de las comedias románticas actuales?
–Suelo reírme, cuando las entiendo. Ya no se hacen tantas comedias, porque tienen demasiado diálogo. Las películas populares son más pesadas, más masculinas, de acción. ¡Explíqueme cómo puede el galán tener un diálogo con un dinosaurio que mide cinco pisos! ¡Ni siquiera caben en el mismo

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con kim novak en bésame, tonto. “la película era muy mala, pero ella me gustó mucho”.
 
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