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Domingo, 20 de marzo de 2005

PLáSTICA > LAS CHICAS DE PRESAS, EN UNA MUESTRA QUE RECORRE 50 AñOS DE PINTURA

El hombre que amaba a las mujeres

Si es cierto que un pintor debe pintarlo todo, nadie es tan pintor como Leopoldo Presas. A los 90 años, este acérrimo defensor de la pintura de caballete abordó una formidable galería de temas y estilos, pero nada lo inspiró tanto como el desnudo femenino. Algunas de sus mujeres más bellas y delicadas aparecen en su muestra de Zurbarán.

Por Santiago Rial Ungaro

Son las 11 de la mañana y Don Leopoldo –el pintor de La Mujer o las mujeres, el hombre al que en su galería le dedican ¡Felices noventa! para celebrar su nonagésimo cumpleaños– sorprende con una invitación insólita y atractiva: “¿No querés tomar un vino?”. ¿Cómo rehusar? Esa misma actitud de desenfado y generosidad, que le granjeó una fama unánime de hombre bondadoso, es la que hace que su pintura mantenga la capacidad de sorprendernos. Entre tantas mujeres plástico-mutantes (que aparecen no sólo en las pantallas sino también en las calles, y especialmente en las inauguraciones de pintura), el erotismo a menudo onírico de sus figuras femeninas genera espasmos de ternura.

Ese romance eterno se confirma en su casa, donde una de las mujeres pintadas que rodea al pintor recuerda algo: si la forma –considerada como figura externa de un ente– puede estar en contraposición con la esencia, considerada como causa formadora que imprime su sello en la materia, en cambio, está del otro lado, del lado del espíritu o la esencia. En una foto de hace apenas 88 años se ve a una elegante y atractiva moza llevando a un niño pequeño, de sólo dos años, con los ojos bien abiertos y agarrado fuertemente de su mano. Se diría que todavía hoy Presas sigue de la mano de “Mamela”, una atípica madre modista que, a pesar de su origen humilde, sabía producirse una elegancia personal haciéndose su propia ropa. Leopoldo la recuerda cantarina, cariñosa, alegre. De ella heredó la pasión por la música y cierta devoción hacia el género: “La mujer es superior al hombre. Siempre es una mujer la que nos lleva nueve meses adentro del vientre y permite que veamos la luz luego de enormes sufrimientos, poniendo incluso en peligro su propia vida. El refrán dice que ‘Madre hay una sola’, de donde se desprende que padres, en cambio, pueden haber muchos”.

Esa nostalgia uterina también lo lleva a admitir que hoy en día le interesa más la música que la pintura: “En el vientre materno ya escuchamos una música. Antes de nacer, antes incluso de ver, ya escuchamos los latidos del corazón de nuestra madre, o su voz. La música es más importante que la pintura”. Presas confiesa que si no se dedicó a la música fue simplemente “porque no se dio: se dio la pintura”. Eso no le impidió ser un apasionado melómano durante toda su vida, alguien capaz de disfrutar tanto de la zarzuela como de Beethoven, Mahler o Joâo Gilberto. Y más allá de las diferencias que hay entre las 26 obras que componen su muestra de Zurbarán, realizadas entre 1952 y 2002, la fluidez de sus líneas, ritmos y cadencias –inequívocamente musicales– parecen ratificar que para Presas la plástica y la música son lenguajes hermanos.

En las paredes de su casa hay otra imagen que recuerda otra vieja pasión: un simpático boxeador. “Todavía me acuerdo de cuando era pibe en Gerli. Por entonces, la avenida Pavón era de tierra y yo me agarraba a piñas casi todos los días.” Pero sus sueños de lograr la prosperidad mediante el boxeo terminaron cuando le pegaron una trompada en la oreja. Presas se señala el punto del golpe y es como si todavía le doliera: “Ahí me di cuenta de que tenía condiciones para pegar pero no para recibir”, dice. “Tenés más físico de boxeador que de pintor”, le señaló años más tarde el que sería su verdadero maestro, Lino Eneas Spilimbergo, con el que trabajó desde mediados de la década del ’30 en el Instituto Argentino de Artes Gráficas. Con Spilimbergo solía juntarse a tomar vino: “El siempre prefería el vino barato: decía que el fino era propio de burgueses. Pero yo sabía que no era así”, recuerda Presas.

Antes, hacia 1939, había participado del grupo Orión, el primer grupo de pintores argentinos (entre los que se destacaban Orlando Pierri y Luis Barragán) que se hacían cargo de la aventura estética de la época: el surrealismo. Presas, sin embargo, nunca abandonó cierta reticencia. Y un año después, ante la necesidad de ganarse el sustento (por entonces, ni el arte ni la Internacional Surrealista le permitían sobrevivir), ingresó en un taller textil del que terminó siendo dueño. Durante cinco años se alejó de la pintura. Hasta que apareció en su vida Elsa Legaspi Salgado, una empleada del taller que lo reconduciría a su pasión. “La mujer siempre fue importantísima, en la pintura y en la vida. Cuando uno empezaba a pintar siempre estaba presente la modelo, una mujer desnuda. Uno puede pintar de memoria, con la imaginación, pero la presencia de una modelo de carne y hueso sigue siendo importante, y lo seguirá siendo por muchísimo tiempo más. Todas las mujeres tienen un cierto parecido, pero hay algunas que también tienen el don de inspirar.”

Ese fue el caso de Elsa, durante años su modelo y esposa, con la que tuvo tres hijos y al día de hoy, ya separados, mantiene una relación de amistad. Elsa es la mujer que posa en algunas de las 26 obras que se exhiben en Zurbarán; entre ellas, una donde aparece embarazada de su hija Gabriela. Por entonces, la obra de Presas ya lucía las delicadezas colorísticas que se volverían características de su estilo. Pero las sutilezas tonales y la libertad técnica que hoy lo identifican como un pintor de raza no llegaron sin esfuerzo. Naturalmente zurdo, Presas –siguiendo los dictados de la época– tuvo que reaprender a pintar con la mano derecha, y recién volvió a usar la mano original a partir de los 40 años. Las dificultades con la pintura eran tantas que una inesperada pasión se le cruzó por delante: el ajedrez. La tentación lo asaltó más que nunca después de ganar –invicto– un torneo del Club Jaque Mate en el que había dado una hora de ventaja, porque llegaba tarde del taller donde por entonces estudiaba.

Mientras corre el vino de la segunda botella descorchada –todavía no es mediodía–, me vienen a la mente las estrofas de una vieja canción de Jorge Serrano. Se las canto: “La bebida, el juego y las mujeres/ te llevarán al infierno/ y los diablos se acercarán/ al verte llegar contento”. Presas se ríe a carcajadas, y no es para menos: cuando el venerable maestro cumplió 80 años se fue con algunos familiares a festejarlo a Las Vegas. Tres décadas antes, de viaje por Mar del Plata, había perdido toda su poca fortuna en el casino. Y mientras pensaba cómo decírselo a Elsa, encontró en un canasto de una librería un ejemplar de El hombre que fue jueves de Chesterton, y poco después tropezó con Niní Gomez, que le regaló un caniche. “Nunca gané tanto como cuando perdí todo”, rememora Presas, que afirma que la lectura de Chesterton (como la de Teilhard de Chardin y Romano Guardini) le cambió la vida. Años más tarde, Presas daría vida a varias pinturas de neta inspiración religiosa, con motivos que van desde la figura de Cristo en la cruz hasta la recordada Virgen de las Flores, que en su momento ninguna iglesia quiso aceptar. Un destino irónico para aquel joven peleador callejero y anarquista. “Viva Cristo, me cago en Dios”, dice ahora Presas, defensor a ultranza de la pintura de caballete, que no duda en calificar como un “mal chiste” la reciente consagración del mingitorio de Duchamp como la obra más importante del siglo XX.

De cualquier forma, Presas cumplió con la premisa que dice que un buen pintor debe pintarlo todo. Allí esta su serie de “Puertos”, pintados en su mayoría en París (donde residió entre los años ‘70 y ‘80); la serie titulada “Los Cerdos”, de alto contenido crítico y estilo expresionista, y muchas otras obras que han envejecido con la misma alegría que su autor. Pero de toda su producción son ellas, sus modelos (que a menudo fueron sus mujeres), las que reaparecen una y otra vez como musas que reclaman seguir generando inspiración. Y es que si el erotismo de las figuras de Presas evita con sutileza la lascivia es porque el amor, en mayor o menor medida, siempre está ahí presente, en su mirada y en sus manos. En el libro Leopoldo Presas: el amor en todas sus formas (1993), Enrique Gené señaló algo interesante: “Esas mujeres se sienten cómodas desnudas. Tal vez orgullosas de la piel con las que las ha vestido, arropadas por esos músculos laxos que modelan sus atractivas estructuras, son desnudos de quien ama a la mujer”.

Leopoldo Presas en Zurbarán, Av. Alvear 1658, de lunes a viernes de 10.30 a 21 y sábados de 10.30 a 13. Hasta el 2 de abril.

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