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Domingo, 20 de marzo de 2005

Los inevitables: Salí - Teatro x 4

Asunto de polleras

Tres chicas desenfadadas evocan un duelo de hombres en un pueblo de provincia.

por Carolina Prieto

“¡Buenas noches! Esto es Bravo, de Juan José Saer. ¿Cómo están?”
Así de sueltas, cigarrillo en mano, con un chal rojo y moviéndose al ritmo de una melodía suave, tres chicas sorprenden a los espectadores mientras se acomodan. En el escenario hay sólo dos hombres jóvenes, vestidos de negro, también con chalinas carmesí alrededor del cuello, mientras ellas visten unos vestiditos blancos años ‘50. Esta oposición visual no es caprichosa. Las chicas ofician de narradoras y se alternan para tomar la palabra y contar un episodio ocurrido entre dos hombres de algún pueblo del interior. La anécdota es sencilla: es el triángulo que forman Atilio, su amigo Bravo (a quien trajo de Buenos Aires para ayudarlo a forjar un porvenir) y Blanca, la prostituta que trabaja para Atilio y que desea irse con Bravo en busca de nuevos horizontes.
En su relato (incluido en el libro En la zona), Saer cuenta el anuncio crucial (Bravo le comunica a su amigo y benefactor que se lleva a la mujer) con una ironía y un distanciamiento tan interesantes como la historia misma. Y la puesta de Horacio Banega es fiel a ese espíritu original. El relato del trío femenino es muy rico, verbal y sobre todo gestualmente. Comentan y opinan con caras, posturas y miradas; se las ve ridículas, como mujeres que disfrutan de vampirizar vidas ajenas sin involucrarse del todo, manteniendo distancia.
“Es la voz femenina sobre lo masculino”, explica el director, que, como el escritor, es santafesino: “una voz que en el cuento estaba obturada y que me interesó rescatar. Sin caer en un coro griego ni el típico grupo de mujeres de barrio de Puig, las chicas arman un subtexto interno y sostienen la ironía del cuento”.

Bravo, los viernes a las 24 en Elkafka Espacio Teatral (Lambaré 866).

 

El horror, el horror

Rubén Szuchmacher actualiza la guerra de Troya a través de la mirada de Sartre.

por C. P.

Ya en el siglo V antes de Cristo, con Las troyanas, Eurípides plasmó el horror de la guerra y los intereses económicos que la sustentan. Y Jean-Paul Sartre, en la década del 70, reelaboró el clásico griego a la luz del conflicto de Argelia. Ésta es la versión que retoma Rubén Szuchmacher en una puesta llena de aciertos y referencias actuales. El resultado, de una exquisita elaboración, acentúa la vigencia del alegato antibélico y se permite guiños irónicos –a cargo de Horacio Peña como un cínico mensajero griego- con un texto que no los facilita por la contundencia de su planteo.
La pieza hace foco en la desolación femenina: las mujeres del reino más rico de Asia Menor lo han perdido todo; sus casas y su ciudad han sido saqueadas por los griegos, sus maridos e hijos están muertos y ellas mismas son parte del botín que se reparten los vencedores. Elena Tasisto (la reina Hécuba), Ingrid Pelicori (su nuera Andrómaca) e Irina Alonso (su hija Casandra) alcanzan una intensidad conmovedora. La traducción de Pelicori evita modismos que alejarían el texto del espectador actual, y también se actualiza la escenografía: de Troya sólo quedan unos cuantos muebles de estilo repartidos sobre el escenario y una veintena de televisores que emiten en silencio imágenes de guerras. Si en la versión de Sartre Europa aparece como la fuerza imperialista, la relectura de Szuchmacher enfatiza la contemporaneidad del texto: la guerra es un espectáculo cotidiano que llega por televisión, los griegos visten como militares argentinos y, como Bush, usan pretextos falsos para justificar la invasión. En torno al conflicto central, la obra entrecruza otros temas no menos atractivos: el amor filial y el complejo rol de la mujer en la sociedad antigua.

Las troyanas. Miércoles a sábados a las 20.30 y domingos a las 19 en el Teatro Coliseo (Marcelo T. de Alvear 1125).

 

La ciencia a escena

Después de diseccionar el cerebro, Rosario Bléfari y Susana Pampín arremeten con los genes.

por C. P.

El cruce entre ciencia y teatro permanecía casi intacto hasta que Rosario Bléfari (voz del disuelto grupo Suárez, actriz protagónica de Silvia Prieto, el film de Martín Rejman) y Susana Pampín (la entrañable depresiva de Los guantes mágicos, también de Rejtman, y experimentada actriz teatral) decidieron incursionar con un primer espectáculo, Somos nuestro cerebro. A ese avatar del neuroteatro le sigue ahora ¿Somos nuestros genes?, que acaba de abrir la temporada 2005 del Centro Cultural Ricardo Rojas y mantiene el mismo formato multimedia (diálogos, proyección de imágenes, videos y música), suerte de clase o conferencia dramatizada sobre genética de la que también participa el talentoso Javier Lorenzo.
A mitad de camino entre la parodia de la actitud didáctica y la frialdad de la exposición científica, Bléfari-Pampín abordan el tema desde múltiples perspectivas (desde el origen de la vida pasando por el ADN, las mutaciones, los transgénicos y la clonación). La propuesta no promete mayores sobresaltos dramáticos (salvo por algunas intervenciones que ridiculizan la impostura pedagógica) hasta que el trío, enfundado en unos trajes tan futuristas como démodés, se sale del formato de divulgación científica y se lanza con talento a un delirio escénico de ideas, sensaciones íntimas y conflictos inesperados: la responsabilidad de los genes en la identidad, las ganas (o no) de saber por anticipado las posibilidades de enfermar que tenemos, el ¿sentido? de la vida eterna y la clonación... Ahí es cuando se les queman los papeles. Imperdible la escena del especialista invitado que no llega y se hace presente a través de una carta; sus repentinos cambios de decisión –en vez de asistir al Rojas optó a último momento por hacerse un viajecito– responden a un cromosoma: el D4DR.

¿Somos nuestros genes? Los sábados a las 21 en la sala Batato Barea del Centro Cultural Ricardo Rojas (Av. Corrientes 2038).

 

La vida puerca

Belleza, intensidad actoral y un humor deforme en una ficción campera que sorprende.

Por Cecilia Sosa

¿Y si toda la felicidad del mundo dependiera de una valija repleta de chanchos malolientes? El sabor de la derrota, obra escrita y dirigida por el joven actor y dramaturgo Sergio Boris (el genial Joseph, hermano de Daniel Hendler en El abrazo partido de Burman), sorprende por casi todo: una puesta de belleza casi pictórica, obsesiva en cada detalle; actuaciones que son puro cuerpo; y un texto en el que parece hablar el campo profundo. Pero aquí todo color local es arrasado por una máquina que, desviada de todo realismo, no pierde el humor y se hunde en una asfixia deforme.
Una noche cualquiera –sólo que a principios del siglo XX y en una chacra perdida en las afueras de Ingeniero White–, un padre, una enferma lacra viviente y un hijo que aún aspira a cierta elegancia pasan sus últimas horas juntos en una precaria vivienda campera. Muerta la esposa/madre, el hijo está por partir a Buenos Aires en busca de trabajo. Y el que deberá hacerse cargo de todo, además de cuidar al muerto en vida, es Bilbao (Darío Levy), hasta aquí un simple peón. Pero el frágil equilibrio familiar volará en pedazos con la llegada de una muchacha salvaje (la ascendente y cada vez más afilada Laura López Moyano) que carga la puerca valija.
Estrenada el año pasado en la sala Cunill Cabanellas del Teatro General San Martín, El sabor de la derrota recibió el Primer Premio a la dramaturgia del III Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires (2004). No dejar pasar este sólido segundo trabajo colectivo del grupo La Bohemia que acaba de mudarse al Abasto.

El sabor de la derrota. Sábados a las 23.30 en Espacio Callejón, Humahuaca 3759. Reservas al 4862-1167. Entrada: $ 10.

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