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Domingo, 21 de mayo de 2006

PERSONAJES > SALMAN RUSHDIE HACE BALANCE

Lo que se

 Por Salman Rushdie

La gente me ha preguntado sobre aquellos años, y yo he respondido: “Fueron muy difíciles”. Y han agregado: “Sí, ¡pero ahora sos realmente famoso!”. Como si eso equilibrara la balanza. Nueve años de tu vida vs. realmente famoso. Es como la libra de carne. Imagínense, viene el diablo y te dice: “Puedo decirte que vas a morir a los 72 años, 4 meses, y 15 días de edad. Y no vas a ser nadie. Pero si estás preparado para morir a los 63 años, 4 meses y 15 días, yo podría arreglar que fueras una celebridad”. Hay gente que haría el trato. Tal es la locura del mundo en que vivimos.
El hogar es ese lugar en el que uno es feliz.
Mis padres, con alguna razón, me dicen que no es posible que haya recordado mis primeros momentos de vida. La familia musulmana hace la circuncisión en los primeros días de vida. Así que mis padres tienen razón. Realmente no hay manera de que un nene de dos días de edad pueda retener este recuerdo. Pero yo recuerdo la habitación de nuestra casa en la que ocurrió. Recuerdo el rostro de la persona que lo hizo. Y recuerdo el cuchillo bajando...
Algunas veces, escribir una novela no es muy distinto de tener un bebé. Habría que pedirle a una mujer novelista que compare el dolor.
Yo le destino la primera energía del día. Cuando me levanto, voy a mi oficina y empiezo a escribir. Todavía en pijama. Ni siquiera me lavé los dientes. Voy directamente. Siento que hay una pequeña reserva de energía creativa que ha sido nutrida de alguna manera por el sueño y no quiero desperdiciarla. Trabajo por una hora o dos, hasta que siento que ya tengo algo en marcha. Después puedo bañarme y vestirme.
Cada tanto hay un día que es como la brisa. Simplemente parece llegar. Quién sabe qué fuerzas hay adentro de uno en ese momento.
Me he encontrado brevemente con el Dalai Lama, pero probablemente diría que mi abuelo fue la persona más sabia que conocí. Era el padre de mi madre, un indio, un médico de familia, y muy diferente a mí, ya que era muy religioso. Peregrinó a La Meca, y rezaba sus cinco veces al día. Sus nietos se burlaban de él por el tiempo que le dedicaba a rezar. Aunque devoto, era la mente más abierta que conocí. Aun si eras chico le podías decir: “Abuelo, no creo en Dios”. Y él diría: “Uh-huh. Sentate acá y contame”. Y te hablaba con absoluta seriedad sin transmitirte la sensación de que debías ser criticado por tener ese punto de vista. Mirando atrás –él murió hace veinte años–, creo que tenía una generosidad de espíritu que contenía una gran sabiduría. Le dediqué mi última novela. Mi abuela, a quien también se la dediqué, era feroz, a propósito. Era ella la que era temible.
El período en el que John Kenneth Galbraith fue embajador de la India, allá por los ‘60, fue aquél en el que la gente inteligente todavía quería involucrarse en política.
El único político de los que he conocido de quien podría decir “ésa era una mente de primera” fue Margaret Thatcher. Es increíblemente filosa. Tiene una de esas inteligencias a la vez muy afiladas y muy intolerantes con la gente que no lo es. Así que tenías que saber realmente lo que estabas haciendo, si no, te hacía pedazos.
Dejé la universidad en 1968, e Hijos de la medianoche fue publicado doce años después. En el medio, básicamente estuve tropezando por ahí. Trabajaba en publicidad dos o tres días por semana para poder quedarme los otros cuatro o cinco en casa escribiendo. La publicidad era muy tentadora porque todo el tiempo trataban de sobornarme para que lo hiciera full-time. Cuando no tenés éxito como escritor, los sobornos empiezan a tener buena pinta. Empezás a pensar: “¿A quién estoy engañando? Creo que quiero ser novelista, pero no estoy para nada encaminado, y mientras tanto acá está esta gente que me ofrece una vida confortable haciendo algo que estoy capacitado para hacer”. “¡No seas idiota!”, dice una voz. Y mi yo más joven decidió perseverar. Eso para mí es ser valiente: decidir que uno va a ser sí o sí esa persona de corazón que ha decidido ser.
Si tuviera que elegir un libro de los últimos sesenta o setenta años, probablemente elegiría Cien años de soledad.
Esto es lo que el divorcio no me ha enseñado: no me enseñó a no volver a casarme.
La respuesta convencional es: “Darle espacio a la otra persona; eso es lo que hace exitoso a un matrimonio”. Pero en mi caso tiene mucho que ver con el sentido del humor. Padma y yo descubrimos enseguida que a ambos nos resultan graciosas las mismas cosas. Y tenemos un gusto idéntico en comida.
Vean los lugares en los que el radicalismo islámico ha echado raíces. A todos los caracteriza la opresión de la mujer. Las mujeres musulmanas conocen muy bien los problemas de la cultura musulmana: están sobre su filo. Y creo que cuando llegue el cambio, vendrá de allí.
Si mi hijo fuera prejuicioso, estaría avergonzado. Lo vería como un fracaso como padre.
Estudié Historia en Cambridge, no Literatura. Y aprendí que una de las preguntas más difíciles de responder es: “¿Qué ocurrió?”. La gente disiente incluso respecto de la descripción más simple de un evento, sobre todo en una época en que el héroe de uno es el terrorista de otro.
Un mundo en que los avances médicos nos permitieran vivir para siempre es una idea terrorífica. Imagínense la multitud.
Han pasado siete años desde que las cosas volvieron a la normalidad y ahora, finalmente, Los versos satánicos se lee como una novela. Algunos la aman, algunos no la toleran, y en el medio existe todo un espectro de opiniones. Pero ya no es una papa caliente o una cause célèbre o lo que fuera que era. Al fin es un libro.
La experiencia me enseñó mucho sobre la capacidad que tiene el hombre para odiar. Pero también me enseñó lo contrario: la capacidad para la solidaridad y la amistad. Me preguntaron sobre el coraje. Bueno, ¿cómo es? Una mujer que trabaja en una librería recibe una llamada anónima que dice: “Sabemos a qué escuela van tus hijos”. Y sin embargo, ella no deja de vender mi libro. Bombardearon las librerías, y no dejaron de vender el libro. A mi editor noruego le dispararon tres veces por la espalda y sobrevivió por un pelo, porque es un tipo de buen estado físico, que solía competir en el equipo de esquí noruego. Si no hubiera estado en forma, estaría muerto. Y su primera reacción, mientras se recuperaba de sus heridas de bala, fue reimprimir el libro. Eso es coraje.
El mayor daño que me hicieron fue que me transfirieron las características de los ataques en mi contra. Porque si no eran graciosos, ¿cómo iba a ser gracioso yo? Porque como era algo abstruso, teológico y lejano e incomprensible, entonces yo debía ser de ese modo. Y yo no soy así.
Cada tanto, voy a una fiesta y todos dicen: “¡Mírenlo! ¡Va a fiestas!”. Como si el placer tuviera algo de malo. Como si los escritores que ocasionalmente la pasan bien fueran sospechosos. Creo que Scott Fitzgerald la pasó mucho peor que yo en este sentido. Con todo, cuando terminó el siglo, todas las listas de los mejores libros norteamericanos tenían a El gran Gatsby como número uno. Así que aquí esa persona acusada de ser un peso liviano y un playboy, al final escribió la mejor novelanorteamericana. ¿Cómo lo hizo? No lo hizo emborrachándose en las fiestas. Lo hizo porque era un genio. Y sabiendo cómo casarse con su genialidad y qué hacer con ella (y eso requiere trabajo). La mayoría de los escritores que conozco trabaja todo el tiempo. Y cada tanto salen de sus capullos, parpadeando bajo el reflector, y los acusan de ir demasiado a fiestas.
Una de las cosas a las que uno se resigna, cuando ya tiene algunos libros en su haber, es a que habrá alguna gente a la que simplemente no le va a gustar lo que uno hace. Leer es una de las cosas más extrañas: es una experiencia tan íntima que ocurre dentro de tu cabeza, así que si no te gusta, te sentís invadido. Y eso hace que la gente sea muy ruda en su respuesta: “¡Fuera de mi cabeza!”. No es lo mismo que ir al cine. La película está ahí afuera. El libro se mete adentro, y eso puede ser insoportable. Por eso, si a uno no le gusta un libro, a menudo lo odia.
Mi verdadero objetivo es escribir libros que perduren. Hijos de la medianoche cumplirá veinticinco años en abril, y lo que más me enorgullece es que todavía está vivo. Todavía es relevante para la gente, para una generación que no había nacido cuando se publicó. Lo encuentran, lo eligen, responden. Ese es el primer obstáculo: cruzar una generación. Para el momento en que uno cruza cuatro o cinco generaciones, ya sabe que el libro va a perdurar. Desafortunadamente, yo no estaré aquí para verlo. Pero al menos lo vi cruzar el primer obstáculo. Por eso, para mí, la literatura es un juego largo. ¿Cómo escribir algo que todavía sea interesante y significativo y valioso para la gente dentro de cien años? Ese es el juego en el que estoy metido.
Bueno, pero, para terminar, ¿qué sé yo? No estoy en el negocio de los profetas. He tenido algún problema con profetas. Así que me resisto a responder: “¿Qué estará pasando dentro de 50 años?”. Bastante difícil es entender qué está pasando ahora.

Así respondió Salman Rushdie a la extraordinaria sección “Lo que sé” de la revista norteamericana Esquire.

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