Por Amalia 
Sato 
Un joven diseñador hojea en Buenos Aires, en su impecable departamento, 
un libro impecable: en escalas arbitrarias, imágenes en blanco y negro 
de objetos artesanales y artísticos, de la que sigue siendo la tendencia 
más universalmente moderna, el diseño japonés. El libro 
se titula KATACHI (Forma), y su autor Takeshi Iwamiya le dedicó 50 años 
de elaboración. Sólo los limpios objetos, los pulcros recortes 
de su visión, sin ninguna presencia humana. Un catálogo inanimado 
y clasificado según siete materiales: papel, madera, bambú, fibras, 
pizarra, metal y piedra. Allí comienza la ilusión de un viaje: 
Tokio como puerta de entrada a una geografía donde todo se leería 
como límpido signo de contorno nítido –una metodología 
de la que careció el pobre Pierre Loti, que se dejó avasallar 
visualmente por las muchedumbres, sin disfrutar de ese milagro de un Japón 
sin japoneses–. Un placer que se consigue repasando las páginas 
de los libros de semiótica visual.
Ya Fosco Maraini (padre de la escritora Dacia Maraini y japonólogo renombrado), 
pionero en el género “libros de un Japón para ojos de diseñador” 
(su Japan: Patterns of Continuity es de 1971), cámara en mano había 
descubierto familias de líneas y formas en los arrozales, los techos 
de las aldeas, los portales, las sombrillas, cuya riqueza infinita lograba ordenar 
según la morfología del ideograma –el hecho central para 
él en la cultura japonesa y china–. A tal punto así lo percibía 
que proclamaba “en una civilización ideográfica, una suprema 
y ubicua orgía de formas tiene lugar perennemente, y todo tiende a convertirse 
en un engranaje suavemente entrelazado, una elegante cópula colectiva”.
En otro libro clásico, El imperio de los signos, Roland Barthes rendía 
culto a un “signo admirablemente determinado, arreglado y ostentado”, 
que disciplinaba la ciudad, los gestos, los rostros, los objetos –en la 
edición original de Skira, cada capítulo precedido por una foto, 
en sobria imantación–.
Libros de fotografías espectaculares que incursionan y clasifican los 
diseños textiles, los signos y símbolos, el uso del bambú, 
las decoraciones occidentales con touch japonés, los colores, el uso 
del blanco y el azul, los objetos ceremoniales, los envoltorios, las ofrendas.
El amor de Occidente por Japón que se inicia a fines del siglo XIX continúa: 
Toulouse o Klimt con sus colecciones de kimono, la sala japonesa de Whistler, 
los relatos de viaje de los diplomáticos donde la mención de los 
barrios de placer y las geishas era la prueba de su sensibilidad decadente, 
el jardín de Monet, la veneración a su arquitectura por parte 
de Frank Lloyd Wright, Bruno Taut o Le Corbusier, y tantos etcétera, 
y ahora en nuestros bazares y al alcance masivo los jardines zen en miniatura, 
los juegos de palillos y tazones, las lámparas de papel y tantos otros 
objetos considerados el toque sofisticado de una cotidianidad más espiritual, 
tan apreciados como a comienzos de siglo otras japoneries.
El descontrol decorativo de las primeras etapas de la Revolución Industrial 
en Occidente, producto de la maravillosa facilidad con que las máquinas 
reproducían cualquier tipo de ornamentación, instaló una 
repugnancia por los objetos diseñados con un desdén por su carácter 
funcional. Fue en 1862, en ocasión de la Gran Exposición Internacional 
de Londres, cuando por primera vez se mostraron objetos artísticos y 
artesanías japoneses, de la colección de Sir Rutherford Alcock. 
Éste, en su libro Art and Art Industries in Japan, planteaba las peculiaridades 
del sistema estético japonés: su preferencia por las diagonales 
y la asimetría, y la perfección de la realización de los 
objetos que sostenía su simplicidad. Las banderas que, contra la fealdad 
de los objetos industriales, levantó William Morris desde su movimiento 
Arts and Crafts, a mediados del siglo XIX, la invitación de John Ruskin 
a estudiar e imitar las formas de la naturaleza, y los postulados de la Bauhaus 
de respeto por los materiales, máxima simplicidad en la forma y expresión 
de la función mantienen desde ya hace siglo y medio su vigencia, auspiciando 
el constante retorno a Japón, y confirmando la sentencia fastidiada de 
Henri Michaux en Un bárbaro en Asia: “Hace diez siglos que el japonés 
es moderno”. Y ésta: hace siglo y medio que Japón es inspiración 
de la modernidad de Occidente.
¿Cuáles son algunos datos para probar el misterio de la sentencia 
de Henri Michaux? El lugar común constata que la estética japonesa 
aligera y refina la pesadez de los cánones chinos; lo sorprendente es 
que logre una unificación en las artes y en las artesanías que 
provoque tal reconocimiento visual instantáneo e inmediato. Una cultura 
que respeta la superficie del suelo, a la que mantiene impecable, pues vive 
y duerme sobre el piso, cubriéndolo de esteras (los tatami, de 1 metro 
por 2 aproximadamente), y adaptando su visión a este punto de vista sin 
piernas, ni patas de muebles, ni paredes. Que por las creencias Shinto asume 
un animismo que reconoce espíritus (a los que denomina kami) tanto en 
la potencia de los objetos animados como aquellos inanimados, dedicándoseles 
ceremonias funerarias a los viejos utensilios que se desechan. Ya a partir de 
Nara, los descubrimientos que hacían sus artistas que coincidían 
con aquéllos de las vanguardias estéticas en el siglo XX. La gestación 
de un estilo caligráfico nuevo, y la creación del silabario hiragana, 
gracias a la intervención de las mujeres de la Corte, con las formas 
abiertas, en el desafío del círculo y el aprecio por una coreografía 
corporal que une la letra a la pintura. Las operaciones que se afirman a partir 
del siglo XIV: el deleite por la asimetría, la ubicación intuitiva, 
los colores impuros, las sombras tenues o el dominio de los materiales y su 
tratamiento honorífico por sobre la mano servicial del artesano, las 
cuales materializan sin contradicciones la puesta en práctica de una 
filosofía zen, y precisamente en un período de terribles tensiones, 
Muromachi (1392-1573), cuando de la interacción entre shogun, samurai 
y monjes zen surge un orden refinado y alto fundado en el reconocimiento de 
lo humilde y lo rudo, la valoración por la cultura de los desclasados 
y sus gustos bizarros, resultando el desarrollo de un primitivismo deliberado 
y osado. Una línea que recién Gauguin, Picasso o Dubuffet emprenderían. 
De la potencia del ritual chanoyu, juego social que hábilmente se convirtió 
en reservorio de las prácticas del pasado (caligrafía, etiqueta, 
arreglo floral, arquitectura, jardinería, repostería, retórica), 
la resignificación y la recuperación intencional de objetos. De 
una geografía de terremotos y tifones, y estaciones bien diferenciadas, 
la conciencia de lo transitorio, la simplicidad funcional, la adaptabilidad. 
De los pequeños habitáculos, la choza del monje medieval, imitada 
en la casa de té, el aprecio por lo compacto y los módulos intercambiables, 
la meticulosidad en los envases y la maestría en la creación de 
objetos portátiles, la elección de los materiales por sobre la 
elaboración de un lenguaje nuevo total. De 250 años de política 
feudal de rígida separación de clases y de aislamiento durante 
el período Edo, mientras Occidente se embarcaba en la Revolución 
Industrial, una formidable unificación y originalidad en la cultura urbana, 
con un rigor en la codificación y un desarrollo de una complejísima 
cultura del color que respondía a las apetencias de las distintas clases 
y las censuras a ellas impuestas. Ya en los grabados de Hiroshige, los encuadres 
que anticipaban todas las tomas de un bello Japón. Sentencia cierta: 
todo lo que atrae al extranjero es Pre-Meiji, no cristiano. Otra: todo sobrevive 
en la moderna vida cotidiana.
Vale la incursión en la terminología japonesa. Un japonés 
maneja poco más de diez conceptos para calificar un hecho estético: 
sus definiciones por percepción intuitiva, en función de un contexto, 
son susceptibles de contradecir una lógica, pueden emplearse simultáneamente, 
son elusivas, emocionales, y frustran una ortodoxia, de allí la contradicción 
de una mecánica repetición de las artes medievales japonesas en 
la que tantos se aplican. Lo cierto: la movilización ante lo bello es 
situacional, y parte de una superposición inédita: ¿en 
qué otra lengua coinciden en la misma palabra la idea de lindo y limpio? 
Hay doce conceptos básicos que se van bifurcando siempre en dos dimensiones, 
una aristocrática, medieval, manejada en situaciones de “alta cultura”; 
otra popular, terrenal, de “baja cultura mundanal”: MA (intervalo 
artísticamente ubicado en tiempo o espacio, ausencia de sonido o color, 
vacío significante que marca el ritmo de un diseño), YOJOO (tonos, 
significados oblicuos, alusiones sutiles, dicción críptica), YUUGEN 
(misterio, oscuridad, profundidad, ambigüedad, calma, transitoriedad y 
tristeza, algo demasiado profundo para ser comprendido), WABI, concepto clave 
de la ceremonia del té (alegría por una vida alejada de los problemas 
mundanos, belleza serena y austera), SABI (belleza fría, resignación, 
soledad, tranquilidad con un toque plebeyo, desolación, pátinas 
del tiempo, aprecio por el ciclo orgánico natural), SHIBUI (sutil, profundo, 
recatado, sobrio), OKASHI (encantador, delicioso, sentimiento ligero, cómico, 
risible), FURYUU (refinado, sofisticado, el gusto del connaisseur), IKI (concepto 
según las pautas de la región de Osaka) / SUI (concepto en versión 
región de Tokio), (belleza chic, urbana, con matices sensuales, lo propio 
de alguien próspero no apegado al dinero, que disfruta de los placeres 
sensuales pero no está dominado por los deseos carnales, que sabe de 
las intrigas de la vida mundana pero no se deja atrapar por ellas, que comprende 
simpatéticamente los sentimientos humanos adaptándose elegantemente 
a las situaciones), SUKI (elegancia más allá de los estándares 
convencionales, lo inusual, heterodoxo y herético), MONO NO AWARE (apreciación 
de lo efímero de la belleza, melancolía suave, acompañada 
por notas de admiración y alegría, o dolor y tristeza), MUJOO 
(nota de impermanencia, captación de la mutabilidad). No hay fronteras 
entre estética, etiqueta, ética y filosofía para dar cuenta 
de estos criterios que fluyen uno hacia el otro.
Hay un libro grato que todavía se mantiene con reediciones constantes, 
y que predispuso a leer lo japonés como una suspensión espiritual, 
ahistórica, de exclusivo recogimiento estético: el libro de Tenshin 
Okakura Kakuzo (1862-1913), escrito en 1906 en inglés con el título 
tan actual por lo temático The Book of Tea. Okakura, que durante sus 
últimos años se desempeñó en la Sección Oriental 
del Museo de Bellas Artes de Boston, hizo de la ceremonia del té, chanoyu, 
una bella arte aplicada comprensible a Occidente. De un modo didáctico 
logró explicar a los extranjeros el hecho estético que marcó 
un antes y un después en la historia del arte japonés, reorientando 
el diseño en una dirección por la que Occidente siente fascinación.
Pero lo que era una estética nacional, mediante una sofisticada metamorfosis 
de apropiación, ha devenido estilo internacional. Para desconcierto de 
algún orientalista, Japón ya se lee como tendencia, con la velocidad 
que esta palabra o la palabra moda imponen a las digestiones culturales. Y con 
mayor o menor éxito cualquiera puede ejercer esos trazos de un estilo 
japonés: si lo logra, todavía en el siglo XXI, conseguirá 
ser tildado con la gloriosa calificación de moderno: menos es más. 
Modernidad sin metafísicas ni interferencias, modernidad que es despojo 
gozoso y pulcro. Otra vez Michaux: “El estilo ultramoderno está 
hecho para el japonés, o más bien era el suyo con otros materiales”.
Sin embargo ya existe un pequeño librito que sirve de contrapeso a tanta 
pulcritud (de Kyoichi Tsuzuki, Tokyo: a certain style): en tiempos en que los 
adolescentes suelen llevar sus coquetos set de limpieza, con los que repasan 
las superficies de mesas y sillas para precaverse de posibles contagios, ya 
está la denuncia, la protesta ante tanto esteticismo, la prueba en pequeñas 
fotografías de la verdadera cotidianidad en las rabbithutch (las conejeras, 
al decir americano) donde viven la mayoría de los japoneses: espacios 
atiborrados de objetos apilados, el desorden de las cocinas, la acumulación 
de la ropa en percheros; el autor advierte premonitorio: el verdadero estilo 
japonés (cockpit effect, el efecto cabina) que le aguarda a la mayoría 
de la hacinada humanidad urbana. El estilo del futuro.
Pero, curioso, aun allí nuestro ojo está entrenado, incluso en 
medio del caos descubre un espacio pacificador: en un estante, en la superficie 
de una mesa, en un rincón de pared, habrá algo que haga destellar 
la claridad de un tokonoma. La misión de la técnica fotográfica 
que rescata altares estéticos incluso en medio del caos se cumple. Como 
en todo buen viaje, la necesaria dosis de desilusión nos hará 
descubrir, como Van Gogh, que ese Japón que nos transporta está 
en Arles, y puede existir también en Buenos Aires.
Para empezar sólo basta comprender el viejo dicho budista: “Medio 
tatami si estás despierto. Uno si duermes” (Ningen wa okite hanjoo. 
Nete ichijoo).