Domingo, 25 de marzo de 2007 | Hoy
Por María Moreno
Rodolfo Walsh no escribía con la soltura con que el general Mansilla llenaba cuartillas en una tienda de campaña durante la guerra del Paraguay o dictaba a su secretario, al que atribuía la interrupción constante bajo la forma de objeción o consejo, es decir, que se decía capaz de escribir en polémica con otra persona presente. La inhibición de escribir, fuera de broma, es propia de los escritores, quienes han dejado numerosos testimonios de que el acto de escritura es producto de una voluntad siempre amenazada por debilidades de carácter o imperativos de la vida cotidiana a los que se suele inculpar, una y otra vez, en los géneros íntimos como el diario o el cuaderno de notas. Walsh la padecía pero no siempre la explicaba en términos de conflicto o renuncia, debido a los imperativos de la política. Pero sí enunciaba la escritura literaria y la acción política como partes, una de las cuales se imponía por períodos de tiempo, vividos como intolerables, para la otra.
“La repentina certeza de que lo duro del camino es lo que justifica la inflexibilidad total de los principios. Lo que ocurre es que todavía no participo a fondo, porque no encuentro la manera de conciliar mi trabajo político con mi trabajo de artista, y no quiero renunciar a ninguno de lo dos.”
“La política se ha reimplantado violentamente en mi vida. Pero eso destruye en gran parte mi proyecto anterior, el ascético gozo de la creación literaria aislada; el status, la situación económica, la mayoría de los compromisos; muchas amistades, etc.”
Estos apuntes de 1968 muestran un giro y una parte triunfadora que se experimenta menos como una decisión que como una invasión, aunque los términos de lo perdido aludan a valores que Walsh despreciaba.
En 1969 aún esperaba una conciliación:
“Tengo que recrear los hábitos, las circunstancias materiales.
Un lugar agradable para trabajar, una división armoniosa entre lo que debo a los demás y lo que a mí mismo me debo”.
“Mi biblioteca, mis papeles, un libro de bitácora.
Con esto vuelvo al punto de partida: la necesidad de ordenar, programar, distribuir el tiempo, vgr. en tres partes, una en que el hombre se gana la vida, otra en que escribe su novela, otra en que ayuda a cambiar el mundo.”
Cuando comenzó la emblemática década del setenta y, en un reportaje realizado por Ricardo Piglia (“Hoy es imposible en la Argentina hacer literatura desvinculada de la política”, en Rodolfo Walsh, Un oscuro día de justicia, Siglo XXI, colección Mínima, Buenos Aires, 1973) hizo la crítica de la novela burguesa, viéndose obligado a explicar su propio proyecto como si se tratara de una tentación de clase, al mismo tiempo que reivindicaba sus trabajos periodísticos, quizá para recuperar el sentido de su pasado y ponerlo como precursor en una sociedad revolucionaria.
La lucha política ya no parecía aquello que amenaza la obra sino el medio para que ésta alcanzara el eco de una sociedad nueva:
“Habría que ver hasta qué punto el cuento, la ficción y la novela no son de por sí el arte literario correspondiente a una determinada clase social en un determinado período de desarrollo y en ese sentido y solamente en ese sentido es probable que el arte de ficción esté alcanzando su esplendoroso final, esplendoroso como todos los finales, en el sentido probable de que un nuevo tipo de sociedad y nuevas formas de producción, exijan un nuevo tipo de arte más documental, mucho más atenido a lo que es mostrable. Eso me preguntaron, me hicieron la pregunta cuando apareció el libro de Rosendo. Un periodista me preguntó por qué no había hecho una novela con eso, que era un tema formidable para una novela. Lo que evidentemente escondía la noción de que una novela con ese tema es mejor o es una categoría superior a la de una denuncia con ese tema. Yo creo que esa es una concepción típicamente burguesa, de la burguesía y ¿por qué? Porque evidentemente la denuncia traducida al arte de la novela se vuelve inofensiva, no molesta para nada, es decir, se sacraliza como arte. Ahora, en el caso mío personal, es evidente que yo me he formado o me he criado dentro de esa concepción burguesa de las categorías artísticas y me resulta difícil convencerme de que la novela no es en el fondo una forma artística superior; de ahí que viva ambicionando tener tiempo para escribir una novela a la que indudablemente parto del presupuesto de que hay que dedicarle más tiempo, más atención y más cuidado que a la denuncia periodística que vos escribís al correr de la máquina. Creo que es poderosa, lógicamente poderosa, pero al mismo tiempo creo que gente más joven que se forma en sociedades distintas, en sociedades no capitalistas o en sociedades que están en proceso de revolución, gente más joven va a aceptar con más facilidad la idea de que el testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes y merecedoras de los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedicaron a la ficción y que en un futuro, inclusive, se inviertan los términos: que lo que realmente sea apreciado en cuanto a arte sea la elaboración del testimonio o del documento, que como todo el mundo sabe admite cualquier grado de perfección. Es decir, evidentemente en el montaje, en la compaginación, en la selección, en el trabajo de investigación se abren inmensas posibilidades artísticas”.
“No obstante, tengo que escribir esta novela, aunque sea mi última novela burguesa, además de ser la primera. Mientras permanezca sin hacer es un tapón...”
“Para después, acaricio la idea de una literatura clandestina, quizás escrita con seudónimo. Es difícil llegar a concebir esto: se ven sí sus enormes posibilidades, pero el problema reside en aprovecharlas al máximo. Decididamente tendría que ser anónima (o pseudónima) ¿pero podría el pequeño pot (sic) renunciar a la vanagloria que ha inundado totalmente su vida?...”
“Una novela, vgr., que empiece con una declaración franca de principios políticos, brutal en la mención de nombres y personas, simple en su lectura (cf. Eduardo Gutiérrez, Arlt).”
Para ese Walsh que era militante de Montoneros ya no se trataba de hacer una novela que actúe sino de hacer una novela que actúe por él, mientras el seudónimo lo protegía como un nombre de guerra.
Un año más tarde, la literatura es nostalgia y Walsh sospecha que la causa no es la política sino el plan de novela, ese género anacrónico pero, al mismo tiempo, inalcanzable, cuya realización le permitiría superar al gran patrón, Borges, pero para el que, sospecha, es preciso un tiempo no enajenado por los oficios terrestres, más propio de la aristocracia que de la burguesía.
“Muy bien, todavía querés ser un escritor. ¿Dejaste de serlo en 1969, cuando publicaste Rosendo, o en 1967, después de Un kilo de oro? Una pregunta importante (17.00).”
“A decir verdad, mis hábitos de escritura empezaron a desvanecerse en 1967, cuando encaré la novela. Ese año sólo terminé un cuento.
Pero las cosas cambiaron realmente en 1968, cuando la política lo ocupó todo. Entonces empecé a ser un escritor político.
Lo cierto es que no puedo volver a 1967; incluso mis ideas sobre ‘la’ novela han cambiado.
Pero tampoco puedo quedarme en 1960, ni...
Aquello fue una encrucijada, ¿no?”
La pregunta por la renuncia a la escritura, la duda entre una causa literaria y una causa periodística –era él quien hacía esa diferencias que luego cuestionaron las lecturas críticas de su obra– merece la consignación de una fecha como la que pondrá a modo de autoepitafio como escritor:
3.72
“Yo no escribo más.”
Rodolfo Walsh a menudo parece situar a la militancia como una resistencia a la escritura, entonces el proyecto político sería la verdadera evasión de un deseo que insiste, una y otra vez, pero se derrama en la letanía de sus obstáculos. Ese sería, en realidad, el origen de un eterno proyecto de simetría –entre el escritor político y el “artístico”, entre el escritor y el periodista, entre el político y el escritor– para el que había soñado una y otra vez una organización que le permitiera ejercerlo en una especie de sistema de turnos. Pero en cambio comenzarán a formar parte de sus estrategias de escritura las simetrías asimétricas –por ejemplo la Carta a Vicky y la Carta a mis amigos, los documentos críticos presentados ante la organización Montoneros y la Carta a las FF.AA.– que serán redobladas por sus editores, que suelen publicar esos textos a modo de pares antagónicos y en contigüidad. En la primera, la asimetría se sitúa en que la interlocutora está muerta, lo que la convierte en un ademán esencialmente retórico de quien sabe que la escritura es una inscripción simbólica y una prórroga y que la asimetría se corregirá con la propia muerte. La segunda está escrita a modo de explicación del suceso que narra la primera e indicación sobre su lectura.
En los documentos, producto de una síntesis de la reflexión colectiva, el nombre de Walsh permanece borrado y la crítica –detallada y brillante– a lo que podría sintetizarse como una política salvaje de inversión de cuerpos, adquiere una dimensión dramática puesto que lo que su autor calla es que uno de esos cuerpos era el de su hija. En la Carta a las FF.AA., reclama por la muerte de Vicky, nombrándola como “mi hija” y, aunque el verdadero cementerio es la memoria, es allí donde deja inscripto el nombre de ésta a través del apellido que es el propio y que se lee al pie. La necrológica, en el sentido de quién fue Vicky Walsh, se reserva al coronel Roualdes y a Jacobo Timerman pero esas cartas que Walsh redactara, según Lilia Ferreyra, como parte del mismo juego con Carta a mis amigos, permanecen secuestradas.
En la Carta a las FF.AA., como señaló la misma Ferreyra en Rigor e inteligencia en la vida de Rodolfo Walsh (Cuadernos del Peronismo Montonero Auténtico, s/l, 1979) “vuelve a ser Rodolfo Walsh”. Si allí no calla la pérdida de su hija sino que la enrostra, no lo hace con el ademán de una víctima que habla por otra sino convirtiendo la carta en arma y señalando que Vicky “murió combatiéndolos”. La simetría asimétrica se hace patente en la paradoja de que la “carta” que aspiraba, desde una fantasía dolorosa, a ser leída no lo fue, mientras que la que sólo tenía como fin “dar testimonio en momentos difíciles” evidentemente fue leída, ya que hubo una respuesta efectiva a los cargos que en ella figuraban: el asesinato del corresponsal. Claro que fue leída sólo desde una ficción colectiva de los amigos. Porque es preciso aclarar: aunque él sea evocado como el héroe trágico de la propia investigación, aquel que arrojara su denuncia ante un acusado en la cúspide de su poder de facto y paga el precio y hasta García Márquez cede al mito de que la muerte seguida de secuestro, en este caso, es una respuesta al supuesto envío de la carta a la Junta Militar, la carta no es dirigida a la Casa de Gobierno sino a los medios.
En “Esa mujer” se alude al cadáver de Evita, que un coronel (luego tendrá un referente preciso, Carlos Eugenio Moori Koenig) oculta y ama como a un fetiche. “Esa mujer” es una fusión perfecta entre la entrevista periodística y el cuento, aunque su autor presentara el texto como lo segundo. Trata del encuentro de dos hombres que deben intercambiar información –cada uno posee alguna que al otro le falta– y este hecho hace aparecer ciertos objetos de la casa bajo la forma de una alegoría: “A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada (...) A la pastora le falta un bracito...”. El narrador describe al coronel como a alguien que “tiene veinte años de servicio de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte”, características que en un espacio literalmente opuesto pueden atribuirse a él mismo. Sendos whiskies, bebidos sorbo por sorbo al compás de la trama, parecen aventurar la negociación –el del narrador bajo el impulso constante de su anfitrión como si éste quisiera disolver la simetría haciendo que el otro, al sobrepasarlo en alcohol, adelante su confidencia, instaurando así un desequilibrio de poder–. Pero el coronel se angustia por el recuerdo del cadáver en manos de sus enemigos, de una violación que calla para no redoblarla. Ese recuerdo genera un crescendo donde la violencia disuelve la simetría en un sentido contrario al planeado por el coronel, que termina por desconocer a su huésped, quien sale “derrotado” pero que atina a escuchar “esa mujer es mía”.
Walsh aquí pone en escena una alegoría de la investigación periodística utilizando la figura griega político-religiosa del símbolo que consiste en que la verdad se obtenga por el ajuste perfecto de dos mitades. En “Esa mujer”, la porcelana de Viena a la que le falta una esquirla en la base, la vasija rajada y la pastora a la que le falta un brazo actúan como una profecía. Las partes que faltan a los fetiches del coronel no aparecerán para acoplarse formando una pieza completa. El narrador no resolverá el enigma.
Durante su última noche en San Vicente, de acuerdo al deslumbrante relato de Lilia Ferreyra, puede inferirse que Walsh ha pasado de la organización como “orga” a la organización de su deseo en una suerte, ya no de simetría imposible, sino de simultaneidad (esa es la palabra que utiliza Lilia). Escribe una novela, escribe la Carta de un escritor a la Junta Militar e inventa algunas reformas al juego del scrabbel, esa suerte de receptáculo imaginario donde las palabras parecen potencialmente disponibles antes de su uso en la escritura, también un juego donde se puede perder pero sin morir por las palabras. Y siembra –de acuerdo a Lilia, unas lechugas–, ese acto destinado a reproducir el alimento que requiere un cuerpo vivo, cuya obtención debe contar, a la espera del ciclo completo, con el futuro. Walsh apuesta a la vida.
Las citas provienen de Rodolfo Walsh, Ese hombre y otros papeles personales, Seix Barral, Buenos Aires, 1996. Parte de este texto de María Moreno ha sido publicada en diversos medios y forma parte de un libro inédito: Ensayos sobre la muerte violenta.
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