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Domingo, 22 de septiembre de 2002

MúSICA

Una cauta esperanza

Tras el manto costumbrista que domina buena parte del rock anglosajón, hay una banda que combina lo mejor del rock progresivo con un novedoso espíritu de austero idealismo. Algunos hablan de los nuevos Radiohead. Otros señalan al Pink Floyd de El lado oscuro de la luna. Los de más allá dicen que se trata de “los primeros grandes del milenio”. Mientras, los Doves hablan de cosas un poco más importantes.

Por Alfredo Rosso

Los años 60 fueron el santuario de utopías socio-políticas que encontraron en la cultura rock un campo fértil para expandir sus mensajes. La generación de Woodstock creyó posible cambiar el mundo, o al menos darle forma a un modelo más humano y sensible. Más tarde, la revolución punk se ocupó de demistificar el ideario hippie, sin ahorrar epítetos en su vitriolo contra la candidez de aquel sueño que terminó abruptamente, como bien dijo alguna vez John Lennon. La crítica nihilista del punk generó, también, un subproducto de cinismo que no tardó en expandirse sobre buena parte del rock de las décadas siguientes. Ya no era más “cool” hablar sobre cuestiones profundas como la sociedad, las luchas políticas o el destino del hombre, y un recelo similar flotaba sobre los músicos que ambicionaran hacer de sus álbumes algo más que una mera sucesión de temas, después del aluvión de obras conceptuales que tuvo lugar en la primera mitad de los 70.
El comienzo del siglo XXI, no obstante, trajo consigo un cambio, al menos en lo que respecta al rock británico. Comenzó a operarse en los cuarteles del brit-pop, donde, junto al hedonismo de Oasis, convivían también grupos cuya poesía se metía en aguas más profundas, como Blur o Pulp. Pero los vientos de cambio se hicieron más fuertes con la llegada de Radiohead y un puñado de nuevas bandas aparecidas en los últimos dos años, como Muse, Starsailor o Coldplay, que tienen en común el navegar las aguas de un pop sensible, aunque en ocasiones se enamoren demasiado de su propio impacto emotivo.
Los Doves se destacan de sus contemporáneos, en principio, por ser difíciles de clasificar. El trío de Manchester, que integran el cantante y bajista Jimi Goodwin, el guitarrista Joe Williams y el baterista Andy Williams, produce una música que ofrece varias lecturas. Al andamiaje básico de los instrumentos tradicionales –guitarra, bajo, batería–, los tres miembros de Doves agregan multitud de samples y programaciones. El resultado es un sonido rico y expansivo. Doves maneja el arte de la melodía, pero también le suma un diestro empleo de la dinámica para pasar, por ejemplo, de una delicada textura de piano a un abigarrado pasaje instrumental en el que la percusión domina los primeros planos. Igualmente, el encanto del trío no pasa sólo por el planteo estructural de su música. Unos pocos compases del álbum debut de 1999, Lost Souls, bastan para comprender que esta banda no adhiere al concepto del larga duración como un cúmulo de canciones divididas en compartimientos individuales y estancos. Este disco primerizo de los Doves está impregnado de una curiosa unidad conceptual. Tanto más curiosa porque nunca se vuelve explícita y, sin embargo, tenemos la sensación de estar escuchando un todo hecho de canciones. Resulta singular que fuera otro grupo manchesteriano (Spiritualized) el que tituló un cd Señoras y señores, estamos flotando en el espacio, porque es una frase que bien le cabría a este primer álbum de los Doves. Lost Souls es un universo en expansión y esa expansión se da a través de estímulos sensoriales sutiles y bellos. La metáfora del universo no es gratuita: la palabra clave aquí es espacio. Los ecos de la percusión, la resonancia de las voces, la vibración de las guitarras, el manto de teclados, crean una amplitud de campo donde el oyente puede sentirse cómodo para entrar, pasear, meditar y envolverse en Doves. El álbum produjo un impacto igualmente doble en el público británico (vendió 160.000 copias, nada mal para un debut) y en la prensa: el periódico New Musical Express lo llamó “el primer gran álbum del milenio”.
Claves temáticas de Lost Souls: la culpa y el pasaje de algún estado de gracia primigenio a la incertidumbre de un presente incierto. Palabras y objetos: camas que dan una seguridad que se desvanece en la mañana, al salir al mundo (“The Man Who Told Everything”), o que subrayan la soledad, la ausencia de una amante (“The Cedar Room”). Albas que precipitan decisiones que no queremos tomar y sombras que invitan a esconderse yacurrucarse en ellas. Una casa que se quema y con ella arde la sensación de seguridad. En las estrofas de Lost Souls vive un hombre común al que le quitaron la red de sus certezas y busca el camino para seguir a tientas. Pero lo que fascina en estos temas es que no hay amargura en los enunciados, ni siquiera cinismo. Más bien una cauta esperanza. Como en “A House” (Una casa): “Día tras día / la vida continúa / y trato de ver lo bueno de cada persona / si vuelvo a este lugar / trataré de darlo todo”.
Entre la salida de Lost Souls y la del recién editado The Last Broadcast pasaron tres años. Suficientes para que la medicina musical de los Doves impregnase la médula del rock británico. No importaron festivales como el de Reading 2000, donde debieron actuar a las tres de la tarde, bajo un sol inmisericorde. No les hizo mella el tocar en un escenario secundario de Glastonbury, mientras bandas de menor relevancia acaparaban el podio principal. El trío de Manchester siguió en la suya. Pero ni siquiera los que recibieron con beneplácito la salida de Lost Souls o quienes experimentaron en carne propia la onda expansiva de sus shows estaban preparados para recibir una ofrenda como The Last Broadcast. A menudo, los segundos álbumes de bandas exitosas han sido una repetición de la fórmula del debut o un compendio de los sobrantes de aquél, más un puñado de canciones escritas rápidamente entre el fragor de las giras y las demandas de la nueva condición de rock stars adquirida por los músicos.
The Last Broadcast, aparecido en mayo de este año, es diferente y a la vez conserva obvios puntos de contacto con su antecesor. El periodista inglés James Oldham dio en la tecla al señalar que el nuevo álbum de los Doves “absorbió la esencia de la mejor música manchesteriana de las dos últimas décadas para esculpir una obra fresca y nueva”. The Last Broadcast tiene ecos de los Smiths, Spiritualized, My Bloody Valentine y los sonidos que se escuchaban en el mítico club The Hacienda, lugar de reunión obligado de la juventud manchesteriana de los 80, pero los Doves consiguieron destilar esas experiencias e influencias en documento musical único. El álbum comparte con Lost Souls esa aureola de autosuficiencia, esa sensación de crear una dimensión paralela donde el oyente pierde la sensación del tiempo, entre armonías que recorren toda la geografía del plano sonoro y guitarras acústicas pulsadas con la parsimonia de una tarde campestre. El clima apacible no es, sin embargo, uniforme: esas guitarras —en su variedad eléctrica— pueden encabritarse en repentino crescendo, y los mismos teclados que hacían base de mantra electrónico pueden mutar y sumarse a la tempestad sonora. Son sólo dos extremos de una paleta musical que los Doves manejan al dedillo. El grupo ha manifestado en reportajes su intención de que la música sea, a la vez, una fuerza positiva y un medio de escape, de la rutina o del hastío. Andy Williams: “Manchester siempre ofreció dos rutas de escape: el fútbol y la música. Nosotros no somos buenos pateando una pelota, pero cuando entramos a The Hacienda comprendimos que la música era algo que nos cabía”. Pero escape no quiere decir escapismo. Los Doves han alcanzado ese punto de madurez en su música y en las vidas de sus integrantes donde les cabe un cuestionamiento existencial como el de “There Goes The Fear” (Ahí se va el miedo): “Te das vuelta y la vida te ha pasado por el costado / y te volvés hacia tus seres queridos para preguntarles ¿por qué? / te volvés hacia los que amás para justificar ese por qué...”.
Por otra parte, el trío apuesta por la autodeterminación y por sacar fuerzas de una básica pureza interior, como lo expresan en “Words” (Palabras): “Las palabras no significan nada / así que no pueden lastimarme... Sigue tu propio camino / de aquí en más / y no escuches lo que dicen los demás / porque en tu interior hay un corazón de oro / no dejes que te lo roben”.
La combinación de simpleza y solemnidad que forma la química musical de The Last Broadcast y la búsqueda espiritual que expresan sus letrassugieren más de un punto en común con aquel gran ícono de los 70, El lado oscuro de la luna. Al igual que aquel Pink Floyd, los Doves son un capítulo aparte en el rock de hoy, menos preocupados por “encajar” en su entorno que por reflejar las pulsiones de su lugar y su tiempo.

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