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Domingo, 11 de noviembre de 2007

CINE > TRES VERSIONES DE LOS ASESINOS DE LOS CORAZONES SOLITARIOS

Dos a quererse

Martha Beck y Raymond Fernández formaban una pareja obsesiva y grotesca: se profesaban una devoción patológica, y durante los años ’40 asesinaron a cerca de veinte mujeres, incluida una niña. Se hicieron famosos quizá por encarnar la antítesis de los glamorosos Bonnie & Clyde y también fueron llevados al cine, hasta ahora en tres películas. Una de ellas, Amores asesinos, con John Travolta y Salma Hayek, se estrena pronto en la Argentina. Es la oportunidad para repasar el derrotero de la cruel pareja que protagonizó películas clásicas como Los asesinos de la luna de miel y Profundo carmesí.

 Por Mariano Kairuz

La historia de la pareja criminal de Raymond Fernández y Martha Beck –conocidos como “los asesinos de los corazones solitarios”, y a los que se supone responsables de las muertes de veinte mujeres entre 1947 y 1949– fue objeto de tres adaptaciones cinematográficas. Primero solo y luego junto a Martha, Fernández se dedicó a estafar a señoras a las que conocía contestando a los anuncios de búsqueda de pareja que se publicaban en algunas revistas del corazón. Ninguna de las tres películas da cuenta de las bizarras historias de sus protagonistas previas a los asesinatos, ni del apasionante juicio en el que se los sentenció a muerte.

Hijo de españoles nacido en Hawai en 1914, Raymond Fernández se crió en Connecticut, vivió en España –donde se casó y tuvo hijos–, y sirvió a la Inteligencia británica en la Segunda Guerra. Se cree que durante el viaje de regreso a Norteamérica se dio un golpe en la cabeza que generó un traumatismo por el que se explicaría parte de su conducta posterior. Al intentar llevarse unas mantas pertenecientes al barco en el que había viajado, fue arrestado y encarcelado durante un año. Su compañero de celda, un haitiano, le enseñó en ese tiempo algo de vudú y magia negra, creencias que consolidaron su convencimiento de que ejercía una atracción irresistible sobre las mujeres. Decía tener un influjo a través de polvos mágicos que ensobraba en las cartas, donde les pedía que le enviaran un rizo o cualquier objeto personal, con el que creía asegurarse de incrementar su poder.

Al salir de la cárcel en 1946 se mudó a Brooklyn, donde una vez instalado comenzó a responder los avisos de la revista Lonely Hearts (“Corazones Solitarios”). Arreglaba encuentros con sus amigas epistolares para cenar con ellas; se ganaba su confianza, las emborrachaba y les robaba dinero, joyas, o lo que tuvieran a mano, para después hacerse humo, dejando a sus víctimas demasiado avergonzadas como para denunciarlo.

El encuentro que dio lugar a una de las mayores leyendas criminales del siglo XX ocurrió en 1947, cuando Fernández respondió a un aviso de Martha Beck. Nacida en Florida, Martha era una mujer de casi 40 años y 115 kilos. Había tenido un desarrollo hormonal prematuro, y a los 13 años fue violada por su hermano, ataque por el cual su dominante madre la culpaba a ella. Su vida social y amorosa había sido un verdadero desastre desde su adolescencia, pero era una aplicada enfermera profesional, y cuando tenía problemas para encontrar trabajo los atribuía a su sobrepeso. Durante un tiempo trabajó en una funeraria preparando cadáveres femeninos. Reinstalada en California, finalmente consiguió empleo como enfermera en un hospital del ejército; de sus relaciones ocasionales con los soldados que iban por las noches a los bares de la zona, nació su primera hija. Muy poco después tuvo un hijo varón, esta vez producto de su relación con un chofer con el que estuvo casada por menos de seis meses, pero de quien tomó el apellido por el que se la conoce.

Según el recuento de la historia de la pareja que firma Mark Gado en el sitio www.CrimeLibrary.com, Martha quedó desempleada una vez más, tal vez a causa de su pública, escandalosa “promiscuidad”, y entonces se sumergió en la fantasía de las novelas románticas y las películas con Charles Boyer, su galán de cine favorito. Cuando lo conoció a Fernández, éste pareció encarnar al caballero de cuento de hadas que ella esperaba; incluso lo vio parecido a Boyer. Pero tras un breve encuentro entre ambos, él se marchó bajo una promesa de reencuentro que apenas después desmintió por correo. Desconsolada, Martha intentó suicidarse, y cuando él aceptó verla una vez más, ella se le presentó con sus valijas y sus hijos a las puertas de su departamento neoyorquino. Impresionado por su apasionada insistencia, él la aceptó y decidió asociarla a sus estafas. Pero hubo una condición: ella debía despachar a sus hijos, y así lo hizo, depositándolos en el Ejército de Salvación. En la nueva rutina de fraude que llevaron adelante juntos, ella se hacía pasar por la hermana de él, lo cual le aportaba cierta respetabilidad a sus encuentros con nuevas mujeres. Las víctimas a veces dormían con ella, pero cuando pasaban la noche con él, ella sufría arranques de celos y hacía lo imposible por evitar que Fernández tuviera relaciones sexuales.

En 1949 cometieron los tres crímenes por los que serían sentenciados. Una de las víctimas fue una mujer mayor, religiosa, llamada Janet Fay, a la que Fernández convenció de sacar su dinero del banco para una inversión. Una noche, Martha los encontró juntos en la cama y, en un ataque de furia, le abrió la cabeza a Fay de un martillazo, trabajo que Raymond debió completar estrangulándola. Las siguientes fueron Delphine Downing, una joven viuda que vivía en Michigan, y su hija de 2 años. Primero durmieron a Delphine con pastillas; luego, irritados por el llanto de la nena la golpearon hasta dejarla amorotonada. Temiendo la reacción de la madre cuando despertara, decidieron aniquilarla de un tiro mientras siguiera inconsciente. Permanecieron por unos días en la casa de las víctimas; en ese tiempo ahogaron a la nena en una bañadera, y luego enterraron ambos cuerpos en el sótano. Sospechando que algo raro pasaba al no ver a madre e hija por días, los vecinos llamaron a la policía, que se presentó a la puerta de la casa el 28 de febrero.

Raymond confesó enseguida, sabiendo que Michigan no tenía pena de muerte y convencido de que no los extraditarían a Nueva York. Se equivocó sobre esto último y no sólo se encontró, durante su encierro en Sing Sing, negando otros 17 crímenes que se les atribuyeron, sino que intentó retractarse por los que ya había confesado, argumentando que sólo intentaba proteger a su mujer. Apenas después del arresto, la noticia ya estaba en las primeras planas de todo el país, convirtiéndose, junto con el seguimiento del juicio, en una de las grandes historias sensacionalistas del año.

Tras 44 días de testimonios –en los que Raymond narró en detalle sus relaciones sexuales con las víctimas y Martha contó su desgraciada autobiografía–, el 18 de agosto de 1949 se leyó el veredicto, y la novela diaria siguió en la cárcel, con la crónica de distanciamientos y reconciliaciones entre los convictos, y los rumores de un affaire de ella con un carcelero. Ofendida por el grotesco retrato periodístico de su obesidad, Martha llegó a escribir cartas de quejas a los editores del Daily News y New York Mirror desde su celda.

El 8 de marzo de 1951, ante 52 testigos, Beck y Fernández fueron electrocutados. Coronando una historia pasional fatal, se dedicaron mutuamente sus últimas palabras. “¿Qué importa quién es el culpable?”, dijo ella para la prensa. “La mía es una historia de amor. Sólo aquellos torturados por el amor sabrán de qué hablo. Me mostraron como una gorda sin sentimientos. No soy insensible, ni estúpida. ¿Cuántos crímenes se han cometido en la historia del mundo en nombre del amor?”

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Los auténticos amantes criminales, Raymond Fernández y Martha Beck, recién llegados a Nueva York.
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