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Domingo, 11 de noviembre de 2007

Las películas

SIMPATIA POR EL DEMONIO

Los asesinos de la luna de miel
(The Honeymoon Killers, Leonard Kastle, 1969)

Cruda, brutal, la mejor y más arriesgada de las recreaciones cinematográficas del affaire criminal de Beck y Fernández, la única película como director de Leonard Kastle (que tomó las riendas después de que despidieran del proyecto al muy joven Martin Scorsese a la semana de rodaje) es un producto independiente del “nuevo” Hollywood renacido tras décadas de censura. Diseñada en blanco y negro con un presupuesto bajísimo, como respuesta a los tan glamorosos como falsos Bonnie & Clyde del director Arthur Penn con Warren Beatty y Faye Dunaway, Kastle la escribió basándose en las transcripciones judiciales del caso real, pero a la vez funciona como una áspera parodia de la Norteamérica más patriotera y conservadora y de sus casas suburbanas de clase media con su mundo de plástico y poliéster. Lo notable es que consigue transmitir cierta simpatía por los asesinos (interpretados por una regordeta, irritada Shirley Stoker, y Tony Lo Bianco, perfectos), en parte caracterizando a sus víctimas como caricaturas patéticas, y obligando a los espectadores a debatirse moralmente entre la burla a esas mujeres y el espanto de sus violentos asesinatos. Porque, más allá de su tono de comedia negra (que la emparienta con algunos de los primeros films de John Waters), lo cierto es que a la hora del crimen las cosas se ponen serias y duras. El momento en que Martha traiciona a Delphine –que intenta ganarse su confianza– es particularmente cruel. En el final, es Martha quien, enferma de celos, se denuncia a sí misma y a Raymond a la policía. En el epílogo, ambos aguardan su condena y un cartel en pantalla indica la fecha de su ejecución.

SOMOS COMPLICES

Profundo carmesí
(Arturo Ripstein, 1996)

Ripstein y su mujer y coguionista Paz Alicia Garciadiego mudaron la historia a México, cambiando los nombres de los protagonistas por los de Coral (Regina Orozco) y Nicolás Estrella (Daniel Giménez Cacho). Ella es una maníaca depresiva acomplejada por su sobrepeso –y los olores con que la impregnan su trabajo de embalsamadora–; ante sus víctimas, él finge ser un caballero sevillano que nunca olvidó el acento del país natal, ni “su Quijote”. Cuando los vemos por primera vez, él está dedicando mucho cuidado a la colocación de su peluca, sin la cual se siente muy vulnerable; ella se le ofrece sexualmente a un viejo enfermo y sin movilidad que está bajo su cuidado. Ambientada en paisajes pobres y polvorientos, no nos ahorra sino que, por el contrario, ahonda en la crueldad de algunos de los detalles más miserables de la historia, como cuando ella entrega a sus hijos a un orfanato. Su episodio más fuerte está –como puede esperarse de una película de Ripstein– cargado de representaciones religiosas: haciéndose pasar por misioneros católicos, seducen a una viuda española (a pesar de las advertencias de una vecina “atea y anarquista, desconfiada profesional”) interpretada por Marisa Paredes, a quien terminan abriéndole la cabeza con una pesada estatuita de la virgen. El final es de lo más sórdido que haya dado el cine por esos años: tras matar a la nena –un crimen cuya sufrida preparación también se muestra–, Nicolás le dice a Coral que a partir de ese momento son cómplices para siempre, y es él mismo quien hace la llamada delatora. Bajo el pretexto de que no hay espacio en las cárceles para ellos, la policía los fusila y deja sus cuerpos sin vida en medio de la nada.

MI ABUELO EL POLICIA

Amores asesinos
(Lonely Hearts, Todd Robinson, 2006)

La más lavada de las versiones para cine de los crímenes de “los corazones solitarios” comete un error narrativo fatal al dividir su atención entre la historia de Beck y Fernández, y la tanto menos interesante pesquisa detectivesca a cargo de Elmer C. Robinson, el policía que los atrapó, que en la vida real era el abuelo del director de esta película, y que acá interpreta John Travolta. Peor aún: Robinson parece poner sus fichas de este lado del relato, narrando la obsesión del detective en su trabajo y enredándose en sus dilemas personales (el trauma por el suicidio de su esposa, sus malentendidos con un hijo adolescente, una relación secreta con una amante, la desperdiciada Laura Dern). La acción se transporta de Long Island y Michigan a Jacksonville, Florida; el relato avanza en un estilo neo-noir de fotografía lustrosa y la innecesaria voz en off del detective Hildebrandt (James “Tony Soprano” Gandolfini), compañero de Robinson. Nada queda del torbellino de delirio de las dos películas previas en esta narración cuidada, mojigata y con dos composiciones anémicas a cargo de Jared Leto (como Ray) y de Salma Hayek, que despojada de niños, de locura suicida y por supuesto de todo trauma por su cuerpo –¡hasta camina sacudiendo las caderas!– y con un firme control sobre sí misma, no parece tener nada que ver con una Martha Beck, ni real, ni de leyenda. Antes de su final redondo, casi tranquilizador, la película exhibe cierto pudor a la hora de contar la muerte de la nena y sustituye todo plano capaz de disgustar o conmover por la imagen inocente e inocua de un triciclo. Tan correcta es que hasta se hace un lugar para un pequeño comentario contra la pena de muerte.

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