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Domingo, 27 de octubre de 2002

PLáSTICA

El gran teatro del mundo

Síntesis brillante de veinte años de trayectoria artística, la muestra de Fernando Fazzolari en el Museo Nacional de Bellas Artes es una gran confirmación estética y una notable lección de coherencia. De la inflexión narrativa de los ochenta al gesto político-conceptual del 2000, la obra de Fazzolari hace visible todo lo que las convenciones reprimen y narra con ironía el drama de la Argentina contemporánea: la volatilidad del lazo social.

POR FABIAN LEBENGLIK

La obra de Fazzolari tiene un fuerte componente narrativo: sus relatos visuales están construidos en series temáticas donde el artista desarrolla personajes, paisajes, mitos, retratos, actitudes, historias, y donde se cruzan también el psicoanálisis, la filosofía y –notoriamente– las agudezas lingüísticas.
Nacido en Buenos Aires en 1949, Fazzolari se formó entre fines de los años sesenta y principios de los setenta, en pintura con Jorge Demirjian y en dibujo con Julio Pagano. Hasta 1973 presentó algunas muestras individuales y participó de varias colectivas. Pero abandonó la pintura durante una década para, entre otras cosas, estudiar economía política. Desde 1983 hasta el presente, se aplicó a la construcción de un cuerpo de obra que visto en conjunto, en el marco de una muestra antológica retrospectiva, produce un efecto inmediato de coherencia y fidelidad sostenidas. Un efecto que salta el cerco endogámico de la pintura y se traduce en el compromiso ideológico del artista con la realidad del país, y también se encarna en algunos detalles elocuentes: la fidelidad, por ejemplo, a un mismo galerista, Alvaro Castagnino, en cuyos espacios expone desde hace veinte años.
Un núcleo recurrente en su obra es el diálogo entre la memoria y el olvido. Las imágenes en sus cuadros proceden de la evocación y del juego entre lo manifiesto y lo latente. Y a partir de esas pulsiones hay un segundo nivel de diálogo entre el saber y el no saber, mediante el cual el artista pasa de una realidad a otra. En ese itinerario de artista culto, Fazzolari aborda las cuestiones más complejas: del saber pasa al deseo y de allí a la religiosidad. Los espacios se transforman en relación con la fuerza de los temas y un núcleo narrativo se enfrenta con su opuesto.
Desde las escenas cotidianas de la serie La baba rosa, pasando por Estigia, divina manía hasta llegar a Historia de una pasión, el pintor genera un conjunto de cuadros que fue de lo mejor de la pintura de los años ochenta en Buenos Aires.
En la última de sus series de los ochenta, Fazzolari toma la idea de la pasión de la iconografía religiosa cristiana y de los ecos bíblicos que resuenan en ciertos símbolos como los clavos, las ramas de olivo, las espinas, la serpiente. Así, la pasión adquiere más de un sentido: es padecimiento punzante, angustia que persiste y también ansia amorosa. Y en todos los casos se trata de hacer visible lo invisible.
El salto de la inmaterialidad a la materialidad es algo que siempre perturbó a Fazzolari; no sólo en relación con la materialidad misma de la pintura y la representación sino también en torno a la tensión que ese gesto produce. Allí es cuando el artista cita a Julia Kristeva: “¿Cómo hacer visible lo que no es visible debido a que ningún código, convención, contrato o identidad lo soportan?”. Así, la representación de aquello que puede rescatarse del olvido, o de aquello que evoca el dolor, está al borde de lo tolerable.
Esas imágenes generan sus huellas: líneas rojizas y violáceas que funcionan como rasgaduras; marcas y trazos por una parte y materia densa por otra. La densidad es una de las características mejor trabajadas por Fazzolari, hasta llegar a la densidad absoluta de sus sobrecargadas obras con cera. Sus cuadros a menudo desarrollan un drama en el sentido trágico y teatral: escenas de un relato fragmentario cuya matriz compositiva está puesta en la escala, el color, los planos, el espacio. Pero también están atravesados de ironía y humor. Como si la tragedia cediera en parte su perfección, su redondez, para dar lugar a distintos grados de torpeza de los que se infiere cierta púdica sonrisa.
Su Historia de una pasión también revela una pasión por la historia y el mito. Se podría decir que la obra de Fazzolari cuenta con una amplia bibliografía, con Historia e historias. En este sentido, la pasión como quietud también se transforma en movimiento, puesta en marcha de losmecanismos del relato, de la cita, de las historias transitadas, un poco a la manera en que los clásicos se reformulan con una nueva puesta en escena.
Las series de los años noventa –En el nombre del padre, Diarios o Todo silencio–, así como las instalaciones, realizadas a partir de mediados de los ochenta, antes de la fiebre que el género desatara en el panorama argentino un lustro después, se fueron haciendo cada vez más concisas y densas. Si al principio quería decir demasiadas cosas al mismo tiempo, poco a poco el artista ha ido ordenando sus ideas. Fazzolari comienza a limpiar el ruido y la sobreinformación circundantes para ajustarse con mayor precisión a ciertas ideas obsesivas, y busca poner en juego una crítica ética y estética de la década menemista, con su radicalización del egoísmo. En varios casos, la obra de Fazzolari se postula como el correlato de la pérdida de la capacidad de relación que se impone socialmente. Así, el punto de partida psicoanalítico o filosófico de su obra narra en clave la dureza, fragilidad y volatilidad de los vínculos.
Cuando los noventa imponen la pura acción de los gestos compulsivos, la obra reflexiva y poética de Fazzolari intenta ejercer cierta resistencia. La realización anticipada del género de la instalación –sin abdicar de la pintura– supone el cambio de percepción en la sociedad del espectáculo. Es una reacción artística para enfrentar la pérdida de espacio del arte. Y esa reacción se impone como tozudez, casi como si la pintura fuera un acto ciego.
Así, en 1991, Fazzolari presenta una instalación pictórica, “La sombra del mal”, en la que la imposibilidad de ver toma cuerpo en tres personajes ciegos. Los trazos, líneas y gestos están concebidos como si fueran autónomos respecto de la visión; como si pintar fuera el resultado de un movimiento en el que la mano se adelanta y pinta colores y formas antes de que el ojo se entere. “La sombra del mal” es un relato sobre la posibilidad de conocer a partir de los fenómenos de superficie. El bastón de ciego, como el pincel del pintor, funciona como una extensión de la mano que “ve” y va tentando superficies.
La obra de Fazzolari suele proponer situaciones límite o, en todo caso, presenta una respuesta pictórica a esas situaciones. La instalación “Todo saber” (1993) plantea una situación escolar de gran violencia en la que un grupo de alumnos-bebés con vidrios incrustados están sentados en sillitas/pupitres para tomar una lección de arte.
Ciertos aspectos de una obra del año 2000 –palabras enmarcadas como “resistencia”, “asociarse”, “persistencia”– señalan el salto de Fazzolari de pintor a editor. Sin abandonar la carrera artística, más bien prolongándola, el artista lanza la publicación de distribución gratuita El Surmenage de la Muerta, ya por su quinto número, definida como “un medio de construcción colectiva que se materializa con la participación de los artistas en su producción. La construcción del mismo, su continuidad y sentido corresponden a los artistas e intelectuales de diferentes disciplinas que colaboran en la elaboración de cada número (...). Su finalidad es que forme parte de nuestro medio como una obra de arte más entre todas las obras que circulan por el país (...) que ofrezca diferentes visiones de la sociedad en la que nos toca vivir desde la mirada de los artistas”.

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