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Domingo, 22 de junio de 2008

CYD CHARISSE (1921-2008)

No habrá ninguna igual

 Por José Pablo Feinmann

Nunca creí que Cyd Charisse fuera real. Nunca creí que una mujer así pudiera existir. Sería indigno decir que me atraía sexualmente. Tal cosa la habría transformado en una mujer real. Ella deslumbraba. Era tan perfecta que era lejana. Pero, ¿no estaba ahí el hechizo que ejercía sobre las audiencias? Medía 1 metro 75, sin tacos. Tenía un talle dilatado y elegante. Una cara bellísima, unos ojos negros y, cuando se consagra en Cantando bajo la lluvia (1952), tiene el pelo negro cortito, alla garçon, como Louise Brooks. Kelly se desliza por el piso de un danzón y se detiene ante una pierna extendida. Esto ya es historia. Es la pierna de Cyd. Ella la descruza en un pase de vértigo, se pone de pie y empieza a bailar. Ese baile la consagró para siempre. Al año siguiente, Fred Astaire. La película es Brindis al amor. No es posible describir ni calificar ni ponerle un adjetivo ni diez ni treinta y cuatro al pas des deux que hace con Fred en Central Park. Cyd tiene un vestidito holgado, de una tela leve que tiene el maravilloso don de bailar con ella. No saben (según el plot de la peli) si podrán, ella y Fred, bailar juntos. Porque ella viene del ballet clásico y él es un tap dancer. De pronto, se detienen, se miran, empieza a sonar la melodía de “Dancing In The Dark” y ése, precisamente ése, es el más perfecto, preciso, sofisticado y hermoso número de baile que el cine ha producido. Astaire, con gran generosidad, hace todo lo que tiene que hacer para que ella se luzca. Y ella es volátil, tan mujer, tan etérea, tan excepcional bailarina que uno mira eso, eso que ha mirado a lo largo de los años, porque, debo decirlo, en ciertos momentos de dolor, o en otros en que mi idea de la condición humana o del paso del hombre sobre la tierra se tornaba oscuro, alimentado por un nihilismo sin regreso, he recurrido a esa danza de Astaire y Charisse, y al verlos, al mirarlos bailar como bailan supe que la perfección existía, algo que no es un descubrimiento menor, y que si el mundo no se hizo sólo para eso, ése es uno de los motivos que lo justifican. Suelo decir –un poco locamente– “hay que escribir como Argerich toca el piano”. No me atrevería a decir “hay que escribir como Astaire y Charisse bailan ‘Dancing In The Dark’”. Llegar a eso, nunca.

Cyd se había formado en Les Ballets Russes y tuvo el talento único de llevar la técnica clásica a la comedia musical, sin resentir ninguna de las dos. Nunca hizo tap. Eso ya lo había hecho Eleanor Powell mejor que ninguna y, en su época, no lo hacía mal Ann Miller. En Brindis al amor hay un ballet final que se basa en una parodia de las novelas de Mickey Spillane. Astaire hace el Mike Hammer de turno y Cyd hace de rubia y de morocha. Cuando Astaire entra en ese lugar indeseable en que los peores gángsters de la ciudad se emborrachan y buscan chicas fáciles, descubre a Cyd recostada contra la barra. Vincente Minnelli acerca a ella su Cámara. Cyd tiene la boca entreabierta, mira con perversa inocencia a Fred y tiene una capa negra que la cubre hasta el cuello. Y entonces sucede lo que sucede para la eternidad: ella abre esa capa, la desabotona con decisión, la deja caer a lo largo de sus hombros y emerge de ahí con un vestido rojo, unos guantes negros y largos y –no olvidemos esto– el vestido rojo es cortón, abierto para que ella exhiba lo que todos queremos ver: sus legendarias piernas. No tiene sentido compararlas con las de Marlene Dietrich. Son dos personajes muy distintos. Cyd, creo, fue sobre todo una bailarina excepcional. Que, además, tenía unas piernas excepcionales. Ese número que baila con Astaire en el cabaret es demoníaco y es ella la que en eso lo transforma. Es una mujer-demonio que amenaza al hombre y lo hace retroceder.

Hizo otras cosas. Una remake de Ninotschka en la que todos esperaban despedazarla comparándola con la Garbo. Error. Cyd estuvo brillante como actriz. Nos entregó un acento ruso delicioso y hasta me atrevería a decir casi, un cachito, mejor que el de Garbo. También hizo un film mediocre, con el pesado de Dan Dailey, que se llamó Viva Las Vegas. Pero, en ese film, Cyd se despacha con un ballet basado en la canción “Frankie And Johnny” y lo que hace es una vez más imperecedero. Después las comedias musicales agonizaron. Hizo una película con Nicholas Ray y otras cosas que pasaré por encima. Trabajó mucho en Los Angeles, en Las Vegas y, en 1992, debutó en Broadway con una remake de Grand Hotel. Juro que hacia 1972 la vi en un telefilm en el que hacía una bailarina madura y fracasada. Hay que buscarlo: no pude cerrar la boca durante todo el metraje. Era ya una notable actriz. Pero esta faceta se la negaron. No importa. Con lo que tuvo, no habrá quien pueda olvidarla. Se dirá que hoy todo se olvida, que el tiempo es velocidad, que todo es presente, que se borró el pasado. Es posible. Pero ése no es un problema para Charisse. Ella es eterna. Y este mundo, si no sucumbre, buscará en algún momento otra vez la eternidad. Ella, que fue uno de sus rostros, estará ahí, donde habrán de encontrarla siempre que la busquen.

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