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Domingo, 14 de diciembre de 2008

FENóMENOS > LA éPOCA DE ORO DEL CIRCO

El espectáculo más grande del mundo

Durante más de 100 años, el circo fue el espectáculo más grande del planeta, con sus familias de equilibristas, domadores, payasos, fieras, trapecistas, hombres-bala, magos, contorsionistas y freaks que hechizaban a miles de espectadores en cada show. Las 600 páginas del recién editado libro The Circus: 1870-1950 (Taschen) recupera increíbles imágenes y afiches de aquellos años dorados, y repasa una historia de fraternidad, trashumancia, exotismo para las masas y nacimiento del marketing del espectáculo contemporáneo.

 Por Nicolás G. Recoaro

El circo era el único espectáculo que regalaba la sensación de vivir en un sueño feliz”, confesó en una entrevista Ernest Hemingway, cuando lo consultaron sobre los placeres de su infancia. ¡Damas y caballeros! ¡Bienvenidos al circo! Los años dorados, entre mediados del siglo XIX y las primeras décadas del XX, en que aquellas caravanas pobladas por payasos, domadores, tragafuegos, fieras, trapecistas, hombres-bala, magos, contorsionistas y freaks regalaban imaginación y magia, y abrían una verdadera ventana al mundo. Pero además esas factorías de sueños fueron uno de los pilares de la naciente cultura popular americana e inventaron las reglas de la industria del espectáculo moderno.

“El circo era como los Juegos Olímpicos, los relatos de aventuras y el Discovery Channel, pero todo reunido en el mismo lugar”, explica el editor Noel Daniel en el prólogo de The Circus 1870-1950, el colosal libro (¡más de 600 páginas!) del historiador Dominique Jando y la escritora Linda Granfield, que con casi mil imágenes, litografías y afiches legendarios (con trabajos de Frederick Whitman Glasier, Cornell Capa, Walker Evans, Weegee, Lisette Model, un tiernísimo Stanley Kubrick y las extraordinarias ilustraciones de la compañía Strobridge) intenta resucitar la magia y el esplendor de los años dorados del llamado espectáculo más grande del mundo.

Para el pueblo pan y circo

Casi cien años antes de que la Beat Generation de Kerouac y Ginsberg hicieran populares el espíritu on the road como forma de vida, y con una cuantas décadas de anticipación a la irrupción de los medios masivos de comunicación, el circo moderno fue el espectáculo trashumante más grande del planeta, la personificación de un sueño que combinaba aventura, sorpresa, pero sobre todo excitación para miles de espectadores.

“El circo tiene nacimientos, muertes, bodas, dolores y alegrías. Pero para nosotros tiene algo más: es una fraternidad que no encontramos en el extraño mundo exterior”, escribió alguna vez el famoso actor circense Josephine D. Robinson. Aquel espectáculo parido por acróbatas, malabaristas y contorsionistas, con antecedentes que se remontan hasta el año 3000 a.C. (hay crónicas que dan cuenta de algunas troupes circenses recorriendo el Lejano Oriente), y un árbol genealógico que atraviesa la Grecia antigua y las sangrientas arenas del Imperio Romano, el circo en su forma moderna nació formalmente en Londres en 1770. Ni lerdo ni perezoso, uno de sus precursores, el legendario jinete inglés John Bill Ricketts, exportó el show al otro lado del océano. Fue así como el 3 de abril de 1793, en una plaza abierta de Filadelfia, una compañía integrada por funambulistas, payasos y caballos amaestrados ofrece el primer big show de circo en el Nuevo Mundo. El éxito fue arrollador y la industria circense, aún en pañales, comenzaba a dar sus primeros pasos. “El circo americano, a diferencia de las colosales ferias medievales, pudo abrir al gran público las puertas de un mundo exótico y lejano, que sólo era conocido por las crónicas de viajes o la pintura. Muchas veces inventado o soñado, ese mundo desconocido y fascinante vivía en la imaginación de las personas. Y lo que hizo el circo fue darle vida a ese mundo, acercarlo al pueblo. Los misterios del Africa, el Amazonas o Asia dejaban de ser un privilegio de los exploradores o aventureros. El circo los traía en vivo y directo, o al menos construía una interpretación colorida y algo deforme”, explica Jando.

En aquellos tiempos, montar los espectáculos no era cosa sencilla. Los circos sólo llegaban a los centros urbanos más poblados, para asegurar el fastuoso desembolso que debían hacer sus promotores. Los gastos eran demasiado elevados, porque al llegar a cada ciudad las caravanas tenían que construir desde cero las estructuras que albergaban el show. La costumbre era permanecer en el pueblo hasta que la afluencia de público descendía. Entonces, el empresario desmontaba lo edificado, vendía la madera y se partía sin mirar atrás. “El circo era el enorme negocio del movimiento, y dejaba en el pasado la fijeza del teatro. Las eternas procesiones de sus caravanas hicieron nacer una nueva forma de espectáculo rodante”, explican Jando y Granfield.

Hacia 1825, la incorporación de las carpas plegables provocó una verdadera revolución en la industria, ya que permitían que las caravanas se pudieran mudar a cualquier ciudad con más rapidez y comodidad. Si hasta las inclemencias climáticas dejaron de ser un inconveniente. Y el cartel de “se suspende por lluvia” pasó a ser sólo un mal recuerdo para los cirqueros.

Freak Show

Tigres de Bengala, cocodrilos del Nilo, leones del Masai sudafricano y domadores vestidos como gladiadores romanos despertaban el fanatismo de la sociedad americana. Entre las estrellas más recordadas de aquellos años se encontraban Isaac van Amburgh, un temerario holandés que en 1833 popularizó la rutina de meter la cabeza en las fauces de las fieras o el excesivo elefante Jumbo, “el rey de los paquidermos”.

El circo americano puede ser visto como un antecedente directo del Animal Planet, el National Geographic y el History Channel. No sorprende que la época dorada del circo haya sido durante la era victoriana. La expansión colonial europea despertó el interés del público por conocer aquellas culturas exóticas y lejanas, y el circo se encargó de satisfacer esa curiosidad. En aquellos años, el entretenimiento en vivo era el equivalente a nuestra televisión, y el circo era vendido como un show familiar, algo bien visto por la puritana sociedad americana del siglo XIX. Eran espectáculos que pretendían divertir, entretener e incluso educar a los espectadores. Curiosamente, el empresario P.T. Barnum, elegido por la revista Life como uno de los 100 hombres más importantes del milenio y creador del “Moral Lecture Room Museum” de Nueva York, fue quien mejor supo definir, con un alto grado de cinismo, aquella lógica: “Cada segundo nace un nuevo idiota”. Pionero en la práctica de exhibir gente como atracción circense, Barnum popularizó los primeros freakshows de la América puritana. Periodista ocasional y estafador permanente, Barnum había dado sus primeros pasos en la industria del espectáculo en los denominados sideshows de feria, exhibiendo a una mujer paralítica de 160 años que, decía, había sido la enfermera de George Washington.

“Barnum es el hombre que inventa el marketing circense. Ofrecía shows que dejaban contentos a los puritanos y a los que simplemente buscaban diversión”, explica Jando. Cínico, explotador, Barnum hizo fortuna con sus freakshows durante las últimas décadas del siglo XIX. ¿Su mayor estafa, perdón, éxito? El P.T. Barnum’s Grand Travelling Museum, Menagerie, Caravan and Circus, una troupe de la incorrección que estaba formada por gigantes, enanos, mujeres con barba, siameses, hombres albinos y la surrealista sirena Fiji, y que varias décadas después fueron redimidos por el film Freaks (1932) de Tod Browning.

De su asociación con el empresario inglés James A. Bailey (otro de los popes de la industria circense del siglo XIX) surgió el Barnum and Bailey Circus, el primer monopolio de la industria, que llegó a contar con una infraestructura colosal, conformada por tres pistas techadas con capacidad para más de 14 mil espectadores. Después de su muerte, en 1891, la figura de Barnum adquirió categoría de mito, una suerte de santo patrono de los cazafortunas y vendedores de buzones (con una estatua que le rinde tributo en pleno Seaside Park de Connecticut). Muchas de sus “genialidades” pasaron a formar parte de un Museo que aún sigue en pie.

¡Alegriaaaa! y el marketing

Ni la radio, ni el cine, ni la televisión. El circo fue la vanguardia que sentó las bases de la industria de la publicidad moderna. “Los coloridos y poderosos afiches de las compañías de circo fueron el germen del marketing en el espectáculo. Aquellos afiches formaban parte esencial de la magia del circo y se diseminaban por toda la ciudad. Eran la irresistible puerta de entrada a ese mundo sobrenatural”, explica Jando. Se cuenta que las principales compañías llegaron a imprimir cientos de miles de aquellas litografías publicitarias; es más, el circo se transformó en el principal motor de la industria gráfica de fines de siglo XIX. El formidable material recuperado en The Circus muestra el toque extravagante, colorido, enérgico y, por supuesto, exagerado, de aquellos afiches que se reproducían hasta el hartazgo en las paredes de las ciudades donde los circos hacían sus galas.

Afiches que muestran familias de equilibristas arriesgando sus vidas, bajando escaleras de cabeza o saltando al vacío en monociclos; sonrientes animadores que matan su hambre con fuego y espadas; estrafalarios hipnotizadores de caimanes y osos; anónimos “salvajes” africanos con bocas de cocodrilo y cuellos de jirafa. Afiches que son una buena metáfora de la condición humana, por lo sublime, pero también porque muestran las miserias.

Para las primeras décadas del siglo XX, el desarrollo de la industria del circo parecía no tener techo. En 1911, 32 compañías recorrían la geografía norteamericana y batían records de audiencia noche tras noche. Aquellas producciones eran imbatibles, ningún teatro podía ofrecer la pompa del aquellos circos. “Shows como Cleopatra, la reina de Egipto o Colón y el descubrimiento de América (ambos montados por el Circo Bailey) eran espectáculos que reunían a cientos de actores y animales en escena, verdaderos proyectos faraónicos nunca antes vistos por el gran público”, explica Jando. Recién cuando las salas de cine se extendieron por Norteamérica, el circo conoció al primero de sus futuros verdugos. Aquellas caravanas de artistas peregrinos que traían el asombro, la fascinación, la risa o el temor desde el círculo mágico de la pista fueron desbancadas por el encanto del celuloide y, algunos años más tarde, por la fascinación por los rayos y la soledad con red de seguridad virtual del ciberespacio. Para fines de la década del ‘50, los años dorados del circo llegaban a su fin. Una gira sin retorno que lo llevó de la gloria y sus aplausos a la tragedia de las tribunas semivacías, del estrellato medular de sus arenas al anonimato del outsider trashumante. Paradójicamente, hoy el mundo del espectáculo se ha convertido en una grotesca carpa condenada a repetir, comentar y fomentar el consumo de las imágenes idiotas, violentas y sedantes de la gran tragedia mediatizada. Un tiempo en el que, como explicó Jean Cocteau, “ya no se cree ni en los prestidigitadores”.

Un final de historia triste, como la de aquel equilibrista roto en una noche de descuido o la muerte en cautiverio del elefante más inteligente de la compañía.

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