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Domingo, 11 de mayo de 2003

PLáSTICA

Campo abierto

Paisajes con escrituras, dibujos digitales, fotos, maquetas, efectos tridimensionales... No hay dos obras parecidas en Preciosa indiferencia, la muestra en la que el arquitecto y escenógrafo Oscar Carballo despliega todas las armas de la inocencia para derrotar a un enemigo radical: el aburrimiento.

POR SANTIAGO RIAL UNGARO

Preciosa indiferencia no es una muestra definitiva en el sentido de que no define nada; por el contrario, deja todo abierto a un sinfín de posibilidades. Sin embargo, quien quiera perderse en el abanico de interpretaciones posibles que sugieren estos paisajes anónimos, testimonios subjetivos de un misterio familiar, entrará en un juego, un juego infinito, que tarde o temprano nos lleva a la nada. Es ese juego revelador el que permite decir que Preciosa indiferencia no es una muestra definitiva, aunque sí decisiva en la obra de su autor, Oscar Carballo. “La captura de un suceso (su visibilidad) estará siempre superpuesta a una historia incomparable y desconocida”, escribe Carballo en el breve texto incluido en el catálogo de la muestra, buena brújula para comprender el juego sin reglas precisas que propone esta muestra-acertijo. “Me parece fabuloso no aburrirme”, dice el artista. “La idea original fue que no hubiera ninguna obra igual a la otra, aunque todas estén ligadas por algún punto, a veces evidente, a veces no. Pero fundamentalmente no hay exposición de ningún mecanismo visible: la obra debe flotar lejos de esas problemáticas que terminan adocenándola y produciendo desagrado.”
Las obras, todas distintas entre sí, interactúan en el espacio y tejen un enramado de sensaciones e interpretaciones: un dibujo digital muestra a una sirena asediada por un oso en un paisaje; un santuario, a la vez inquietante y gracioso, con el letrero de una heladería cuyas palabras sugieren –en forma voluptuosa pero fatalmente inequívoca– una violación; fotos de la ciudad de Caracas; un diario apócrifo con noticias cualquieristas y un cuento desolador escrito por el mismo Carballo; la foto de un helicóptero policial cuya hélice se confunde con una mira; la imagen de una casa que forma una isla con las palabras fuera de aquí, enfrentada con un camino otoñal que marca el regreso a otra (¿la misma?) casa; la maqueta deformada de esa misma casita; y hay otras dos obras que, precisamente porque pueden pasar inadvertidas, cobran una relevancia mayor: en una –en la entrada de la galería– aparecen la inscripción en alemán de la frase benditos sean los niños y una foto que, vista con unos anteojos 3D, produce un efecto tridimensional; la otra, instalada en una columna justo enfrente del helicóptero, articula con un juego de letras otra frase que no conviene revelar aquí.
El hilo invisible que enhebra estas obras tan heteróclitas es la preciosa indiferencia que titula la muestra. Dice Carballo: “Para mí, limitarme a hacer solamente una obra es realizar un licuado de posibilidades o de ideas. Yo trato simplemente de divertirme. Si hago una serie de helicópteros y repito siempre la misma foto, seguro que voy a empezar a aburrirme. Repetirse es una necesidad del mercado, y yo trato, en lo posible, de que eso no suceda, de abrirme. Una de las restricciones más importantes que me impuse fue no producir series: elijo la mejor obra, la que más abre el juego, y el resto directamente lo tiro a la basura”. Esa actitud que Carballo tiene con sus creaciones genera una distancia, casi un desprendimiento. “Me gusta que la obra se me vaya de las manos y tome su propio rumbo, aunque yo no sepa exactamente el porqué. La cuestión pasa por lograr que el artista se divierta con eso. Uno puede marcar el arte desde el dolor o desde la belleza, y creo que los dos andan por ahí: creo en la belleza como puedo creer en el dolor. Pero siempre hay una idea de divertimento, de goce personal, y uno siempre confía en que habrá otro que quiera entrar en esa sintonía. Y creo que no hay goce personal si no quedan algunos puntos sin respuesta”.
El divertimento consiste en la necesidad de interpretar una serie de obras disímiles que, marcadas por cierto enigma sobre su sentido, afirman (o confirman), al interactuar, su cualidad de meros fragmentos de la realidad. “Constantemente estamos leyendo o apropiándonos de fragmentos parciales. Las imágenes siempre tienen un origen múltiple y es cada vez más difícil tener una visión directa de algo. La frialdad de las imágenes que nos llegan a diario tiene que ver con la tecnología, sí, pero también con algo previo: con la mente y la memoria.” La capacidad de sugestión, generada desde el manejo del color y las texturas de las interfaces tecnológicas, tiene el sello singular de Carballo. Si su muestra anterior, Buró escolar (2001, en el ICI), era más dirigida y más cerrada en su afán didáctico (algo que no le quitaba encanto estético), estos paisajes mentales confluyen en la idea de que la belleza genera cierto amparo: “Yo veo la muestra como un lugar de protección. Casi diría que es la respuesta a una amenaza”.
Preciosa indiferencia es un campo dulce donde se ejercitan la inocencia y también la fatalidad y la hermosura. Carballo es definitivamente un dandy, alguien capaz de lamentarse por una obra sobre la comida tailandesa que por problemas técnicos no pudo estar presente en la galería. Pero esa elegancia convive con cierta arrogancia. La muestra exige atención y el público, acostumbrado a digerir instantáneamente elementos ya digeridos, no siempre tolera los enigmas.
Y la propuesta de Carballo es estéticamente enigmática. En El agua y los sueños, Gastón Bachelard escribía que “el individuo no es la suma de sus impresiones generales; es la suma de sus impresiones singulares. De ese modo se crean en nosotros los misterios familiares que se designan en raros símbolos”. En la huella de Bachelard, la rara propuesta de Carballo rescata el dinamismo del agua e incorpora como concepto la fluidez formal que permite la tecnología digital. “No estoy interesado en la anamorfosis como fenómeno visual”, dice el artista, “sino en los cambios de sentido producidos por las diversas interpretaciones de los fragmentos. Es lo que pasa con los diarios: todas las noticias son un disparate, pero para nosotros el diario es la imagen de lo verdadero”.
Las obras de Carballo son eso: pedazos, visiones de un instante en el sentido de Bachelard, expresiones arbitrarias que narran una historia y transmiten una experiencia subjetiva. Algo anecdótico y revelador a la vez que irradia una sensación de redención. “Si los paisajes van de la calma a la tragedia y de la tragedia a la calma, es para que no se instalen definitivamente en la tragedia.” De alguna manera, desde la mezcla de formatos y la diversidad de las situaciones, Carballo, que es arquitecto y escenógrafo, vuelve a confirmar la capacidad narrativa de su trabajo: sus paisajes a menudo sugieren relatos, cuando no los exhiben directamente.
Aunque no le guste la palabra “porque no encaja con la idea del título”, el mérito esencial de Oscar Carballo está en el impecable diseño de montaje de la instalación. “Hice cientos de dibujos para ver cómo emplazar las obras, pero terminé poniéndolas compulsivamente. Es ese lugar protegido que hay en la inocencia del que juega y se divierte.” Y en las influencias que reivindica también resuena ese juego de montar: Frank Zappa, Daniel Melero, dos expertos en el collage. “Melero me cambió muchas cosas en la cabeza: lo veo liberado de traumas, con la intención de divertirse”, dice Carballo. Y añade a la lista a Bakunin (“Su idea de que la libertad es un hecho colectivo y no individual está en la esencia de este trabajo”) y las heladerías Freddo: “La arquitectura de la heladería es muy interesante: los cartelitos son cada vez más luminosos y sofisticados, pero más aún lo es la acción, el acto de pensar un sabor; por ejemplo: dulce de leche y sambayón”. La otra influencia de Carballo, más conocida, es su mujer, Marta Calí, una artista plástica que se involucra con soportes digitales. “En esta muestra hay más sensación”, observa Carballo, “y la sensación, en general, es un campo femenino. Los hombres somos más de conceptualizar, pero a mí me gusta que haya cosas que desequilibren la norma que traemos incorporada. Quizás esa ‘preciosa indiferencia’ esté dada por la intención de que las ideas se nutran aún más de esas sensaciones. Yo soy de ir y venir permanentemente entre las cosas: toco, hago música, me siento a la computadora, escribo, me pongo a dibujar, hasta que todo empieza a contaminarse con todo. Eso, creo, es lo que hace que no me aburra nunca”.

Preciosa indiferencia, de Oscar Carballo.
Hasta fin de mes, de lunes a viernes de 11 a 20,
en delinfinitoarte, Av. Quintana 325 PB.

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