Domingo, 13 de enero de 2013 | Hoy
Hubo un tiempo que fue hermoso: a partir de los años ’40, la historieta argentina empezó a forjar una época de oro en la que proliferaron revistas, autores y relatos de éxito y calidad. Pero el boom no salió de la nada: desde las caricaturas coloniales, el dibujo, el humor y la irreverencia atravesaron las publicaciones populares. Y sin embargo, hay todo un universo que hasta ahora permanecía difuso, apenas conocido: esa etapa salvaje que va de principio de siglo a los ’30. En La historieta salvaje, Judith Gociol y José María Gutiérrez rescatan los trabajos de esa época en que empiezan a forjarse los primeros personajes que radiografían con acidez la idiosincrasia argentina, sus prejuicios, sus taras, sus problemas recurrentes y su lado bestial.
Por Martín Pérez
Una pareja dedicada a estirarse y aplastarse, comer animales vivos y luego expulsarlos de su cuerpo, y viajar por los aires rebotando con pelotas de fútbol en lugar de zapatos. Las ciertamente vanguardistas Aventuras de Don Tallarín y Doña Tortuga –publicadas sin firma en la revista PBT en 1916, pero creadas por R. Tomey primero y luego por Oscar Soldati– tal vez sea la historieta más salvaje de las recuperadas en el lujoso volumen La historieta salvaje, de Judith Gociol y José María Gutiérrez.
Aunque hay muchas que no se quedan atrás: como la saga de Aniceto Cascarrabias, también publicada en PBT por Pedro de Rojas, que cuenta la odisea de un poeta que busca tranquilidad para crear y, al no encontrarla, arremete contra todo y todos, y siempre termina preso y diciendo: “No me dejan escribir versos”. O si no los desquicios de los pueblerinos venidos a más Don Salamito y Doña Gaviota, que terminan destrozando a los tiros su propia habitación de hotel en la gran ciudad, celebrando la salida de la revista –nuevamente PBT– donde se publican sus aventuras.
De la autoconciencia al costumbrismo, ése es el camino que recorren estas historietas salvajes, desde su primer rescate –que data de 1907– al último, Las Aventuras de Don Gil Contento, firmada por Dante Quinterno y publicada por el diario Crítica en 1928. Pero más que salvajes se podría decir que este saludable rescate de lo que bien podría presentarse como la prehistoria de la sana costumbre historietística nacional es más bien silvestre. Y a mucha honra.
Como bien aclaran Gociol y Gutiérrez –responsables del Programa Nacional de Investigación en Historieta y Humor Gráfico argentinos de la Biblioteca Nacional– en el completo prólogo de este auténtico tesoro de historietas recuperadas y antologadas, se trata de obras preindustriales y artesanales, de una época en la que todavía no estaban establecidos los códigos del lenguaje del género para los autores, las publicaciones ni los lectores.
Su investigación recupera entonces una serie de eslabones perdidos entre la tradición del humor político, fuertemente asentada en el Río de la Plata desde la caricatura de aquel asno que rebuznaba “Viva el Rey” en la época de la colonia, y la pujante tradición de humor gráfico e historieta que ocuparía las páginas de los diarios y las revistas a partir de 1930. Esa época perdida, entre el comienzo de siglo y la aparición de las primeras revistas dedicadas a las historietas y la proliferación de tiras autóctonas en los diarios, es la que se recupera página tras página de La historieta salvaje, suerte de apéndice del monumental La historieta argentina: Una historia, que Gociol publicó en coautoría con Diego Rosemberg más de una década atrás, también en De La Flor.
Los fanáticos del género, que en un libro canónico como La historieta en el mundo moderno de Oscar Masotta, debían contentarse con apenas unas líneas enumerando los nombres de aquellos Santo Griales perdidos, gracias al trabajo de Gociol ahora con Gutiérrez pueden recorrer las páginas de esos preferidos de Masotta, como el Sarrasqueta de Manuel Redondo, El negro Raúl y Las diabluras de Tijerita, los dos de Arturo Lanteri, una de las primeras firmas cuya popularidad cruzó los límites del género.
Aquellas escasas viñetas repetidas en dos volúmenes clásicos de la historia de la historieta local, tanto el indispensable La Historieta Mundial, realizado para la Primera Bienal Mundial de la Historieta realizada por la escuela Panamericana de Arte junto al Instituto Di Tella (cuyo capítulo local estuvo a cargo de David Lipszyk) como el hoy inhallable Historia de la Historieta Argentina, de Carlos Trillo y Guillermo Saccomanno, se multiplican y amplían generosamente en un volumen subtitulado como Primeras series argentinas (1907-1929). Son los intentos de un grupo de dibujantes de revistas como Caras y Caretas, El Hogar, La Novela Semanal o la mencionada PBT, experimentando con el nuevo medio, utilizando los recursos puestos a punto por una feroz tradición local de caricatura política, pero atizados por las novedades de los primeros comics norteamericanos, que también empezaban a llegar al Río de la Plata.
En los primeros ejemplos incluidos en el volumen, se nota el carácter proteico del medio: los personajes a veces ni siquiera tienen nombre o pretensión de continuidad, y su comportamiento suele ser feroz. Si la caricatura política del Río de la Plata siempre estuvo poblada de animales, estos primeros personajes de historieta rioplatense se comportan como tales. No hay ningún intento de que el lector se encariñe o se sienta representado por ellos, la sátira mordaz es la ley. Y los prejuicios de la clase acomodada contra los arribistas, los mulatos y los inmigrantes son el verbo.
“La historieta se presenta en estas páginas casi desnuda, en sus albores, y en sus cuadritos pueden leerse los tanteos de sus autores, las pruebas, las dudas”, escriben Gociol y Gutiérrez en el prólogo. Por las características del libro, no es posible disfrutar de las historietas antologadas de la misma manera en que un conocedor del género se sumerge en los rescates de su época de oro, algo que en el último tiempo –por el vencimiento de los derechos de autor– se ha hecho una sana costumbre en el mercado anglosajón. Porque si aquéllas son obras maestras olvidadas, estas historietas es como si aún estuviesen crudas, no están seguras de sus recursos y entonces los exageran. Pero el rescate que realiza el volumen, qué duda cabe, es heroico. Reproducen, además, las obras a partir del rescate de las revistas, ya que los originales en la mayoría de los casos nunca fueron conservados, y llegan a tener que reescribir los textos para que se puedan leer en esta cuidada reedición.
“Vistos a la distancia, estos avances a base de prueba y error dan cuenta del grado de exploración y de libertad que puede alcanzar un género cuando no está aún encorsetado por sus propias características y cuando los estilos de los autores aún no están moldeados –agregan los responsables de La historieta salvaje–. Pero vale el esfuerzo de aventurarse, tal como hicimos nosotros, a leerlas con ojos despojados. En algún sentido, es como subirse a la máquina del tiempo y detenerla justo en el momento en que la historieta estaba en su estado salvaje.”
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