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Domingo, 3 de agosto de 2003

CINE

El sablazo

Siete películas casi inaccesibles, reunidas en el ciclo La fortaleza escondida, desplegarán a partir del viernes todas las claves de la mitología samurai: espadas ensangrentadas, ronins errabundos o nihilistas y un código de honor acorralado entre el dogmatismo y la decadencia. Vuelven los cowboys en kimono.

Por Mariano Kairuz

En una de las secuencias visualmente más poderosas de Hijo del destino (Kiru, de Kenji Misumi), el protagonista asesta con su katana un golpe de gracia que parte a su oponente literalmente al medio. Poco después, sobre el final, inesperadamente, su arma habrá de conectar fatalmente este relato con Harakiri, la película de Masaki Kobayashi. Ambas son producciones de 1962 y abren y cierran –respectivamente– La fortaleza escondida: samurais inéditos en Argentina, el ciclo que podrá verse desde el próximo viernes en la Sala Lugones del Teatro San Martín. Se trata de siete películas poco conocidas –casi inaccesibles– por estas latitudes que rescatan principalmente la figura de Kenji Misumi, el experto del ken-geki (“películas de sable”), prolífico subgénero del jidai-geki (“film histórico”). Las películas programadas, asimiladas en el breve lapso de una semana, pondrán de manifiesto algunos de los rasgos fundamentales del cine de samurais, que conviven con la visión heroica de varios de sus exponentes más populares (Los siete samurais o Yojimbo, de Kurosawa): las aventuras del samurai (el ronin) que ha perdido a su amo y vaga sin rumbo en un tiempo en que el bushido (“el camino del samurai”) y el férreo código de honor que lo sostenían antiguamente parecen haber perdido su razón de ser. La crisis de la idea samurai.

Eran siete samurais
Y habían sido mucho más que siete. En el cine nipón, tal y como lo consigna Fernando Martín Peña en un dossier sobre el género publicado un par de años atrás en la revista Filmonline.com.ar (número 41), las películas de samurais tuvieron un momento de esplendor entre 1927 y 1944. Luego de la guerra, el Ejército de Ocupación, al mando del General Mac Arthur, decretó la prohibición de todo film que tuviera que ver con la lealtad feudal, el militarismo, la venganza, el nacionalismo y la “aprobación directa o indirecta del suicidio”.
En su libro A hundred years of Japanese film, Donald Richie –autoridad occidental en materia de cine japonés– señala que un nuevo jidai-geki, surgido ya a mediados de la década del 20, se inspiraba menos en la tradición del teatro kabuki que en las ilustraciones de las novelas populares publicadas en la época. Con títulos como Los leales 47 Ronin: un relato verdadero (1928) se iniciaba –dice Richie– un estilo de actuación más realista que configuraría un nuevo tipo de héroe. Con influencias del western primitivo, mudo, “este nuevo samurai y luchador de sable” vivía ahora según preceptos individuales, “como un inconformista, una especie de cowboy en kimono”. Fue hacia 1924, con el joven Tsumaburo Bando (el más popular de los actores del cine histórico japonés), cuando “la imagen popular del joven samurai sin amo, el ronin como rebelde intrépido, pero sufrido, quedó rápidamente establecida”: “el samurai idealizado, guerrero sagaz y valiente y ocasionalmente victorioso pero a menudo desposeído, había comenzado a dudar del código de conducta idealizado que lo había creado”. Se trata de un “samurai nihilista”, sin lealtad, contrapuesto al que el cine venía retratando desde por lo menos 1908. Hacia 1928-29, la película La calle de los Samurai sin Amo era censurada oficialmente por sus cuestionamientos hacia el código feudal.
En Humanidad y globos de papel, de Sadao Yamanake (1937), un ex samurai se suicida y sus vecinos cuestionan que lo haya hecho colgándose “como un mercader” en vez de hacerlo por la espada, como corresponde al bushido. “Ya no tenía sable”, explica un personaje, “lo vendió el otro día a cambio de arroz”. Sobre las vicisitudes del samurai desbandado volverá, en una visión abrumadoramente oscura, la mencionada Harakiri de Kobayashi. Atentos al rumor de que los ronin se presentan en las casas de los clanes que aún permanecen en pie y solicitan morada para suicidarse “honorablemente”, según el código, aunque con la esperanza de despertar compasión y recibir una limosna disuasiva, los jefes de la casa Hikone deciden endurecerse y obligan a uno de estos “mendigos” a cometer harakiri con su propia espada. Como ha debido empeñar su katana para alimentar a su mujer y a su hijo, el personaje se ve obligado a abrirse el vientre con un arma de bambú, tarea más vale difícil y por demás cruel. El film narra los hechos a través del relato de su suegro, que ha regresado a la casa para vengarse, resiste las atenciones rituales que le proporcionan sus anfitriones (“he de morir en harapos, como he vivido”) y exclama ante los oficiales, rodeado por decenas de espadas, que “el código de honor del samurai no es más que una brillante farsa”.

Presenten armas
En cuanto a Kenji Misumi, tal vez sea uno de los grandes célebres desconocidos del cine nipón en Argentina. Capaz de enfrentar legiones enteras solo, con su destreza en el uso de la katana, el protagonista del film Hijo del destino continúa en cierta manera –después de la pausa producida por la ocupación norteamericana– la saga del guerrero errante, que ha decidido hacer su propio camino. La historia, trágica y desoladora, termina por acercarlo al “forajido nihilista, arrastrado a una destitución extrema”, del que habla el crítico japonés Sato Tadao. Cabe señalar, además, que si en el dossier de Filmonline se señalaba que en otras películas de Misumi –en especial las de la serie de Lobo solitario y cachorro, basadas en una historieta– hay “un verdadero triunfo del feminismo japonés, ya que la espada del protagonista atraviesa por igual a hombres y mujeres y el potencial mortífero de éstas es muchas veces superior al de aquéllos”, mucho de eso reaparece en Hijo del destino, donde, como en algún film de aquella serie, una mujer distrae a sus rivales hipnotizándolos con la visión de su cuerpo desnudo. En esos planos, el cine de Misumi alcanza con mínimos recursos una combinación única de erotismo y violencia, capaz de poner de manifiesto, una vez más, la originalidad y el poderío gráfico del cine japonés de aquellos años.

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