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Domingo, 9 de noviembre de 2014

EL CULITO

¿Por qué nos extasiamos así delante de un pequeño trasero, un culito infantil, un culito pueril e inepto? Cuando la madre nos muestra a su bebé, exhibe enseguida sus nalgas virginales y encantadoras. Y a su alrededor nos admiramos, suspiramos, nos ensimismamos, nos extasiamos ante un culo tan redondo y glorioso. Creo que ha llegado el momento de contar la breve historia de la madre y de la culitización del bebé.

“¿Existe sobre la tierra y bajo el ardiente culito celeste –escribe Witold Gombrowicz en Ferdydurke (1937)– algo peor que esa cálida oleada femenina, esas adoraciones y abrazos alegres y confiados?” Es verdad que no hay ningún momento en la existencia en el que se pueda encontrar en el ser humano un culito más tierno, más lozano, más deliciosamente infantil. Como una papita asada. Es el momento en el que la elasticidad de las fibras y la inocencia fundamental se hallan en su súmmum. Es el momento ideal para manosear, sobar, chupetear y olisquear ese culito velloso y tierno, con una risita cretina. ¡Oh, esas madres que se adueñan febrilmente del culito, de ese culito tan encantador como inocente! Podemos estar seguros: el culito del bebé quiere a su madre. Y a nadie más. Como mucho, a la nodriza, pero es una madre de leche. Cualquier otra relación con el culito, con la propiedad beatífica del culito, sería perversa, vergonzosa, monstruosa. El culito es a la madre lo que la mantequilla a la sartén: una intimidad en cada instante, un chisporroteo impaciente, una relación necesaria. Por otro lado, una madre sin culito no es una madre, es una degenerada, una desnaturalizada. Es el culito el que hace a la madre: ¿cómo podría ella renegar de esa excrecencia de su vientre? Una madre no puede defenderse contra el culito, no puede más que congratularse.

¡Qué culito más bonito tiene su tesorito! ¡Ay, esa suavidad virginal en su duermevela! ¡Esa especie de enternecedora torpeza, en medio de la baba y de todas las excreciones del nene! Porque la infancia es el momento de la historia en el que todo lo que el cuerpo suelta es valioso para la madre. La ternura de la madre acata los eructos del bebé. Es también el único momento en el que el hombre se reduce a sus diarreas, a sus flujos, a sus vertidos y a sus desechos. A su caca. A su culito. ¡Oh, el culito del querubín! Disminuido e infantilizado por la madre adorada, que se hace el doble de grande. Porque la madre crece gracias al culito. Se hace inmensa. El culito es el fundamento de la madre, de su grandeza, de su inmensidad. Merced al culito, la madre se convierte en un ideal de madre. Se convierte en una madonna. Por eso la madre se aplica a hacer del culito de su bebé el absoluto de todos los culitos. El bebé será enteramente culitizado por su madre. Esa preciosa inmadurez, ese simpático torpor, esa necedad ante la vida, esa ignorancia o esa impotencia, se las debe a ella. La única vocación de una madre es hacer que el mundo entero vuelva a la infancia, gracias a la pedagogía culítica. Y, en el fondo, ella no aspira más a ser culitizada por el bebé. ¡Oh, qué felicidad la de culitización general! ¡La armonía de las esferas! ¡Oh, qué culito –murmura ella–, qué culito incomparable!

“La parte fundamental del cuerpo –prosigue Gombrowicz–, el familiar culito, está en la base; con él comienza la acción. En cuanto al rostro, está en la cima, en la cúspide del árbol que se expande a partir del culito: el ciclo del culito se acaba en la carita.” Hay una irrigación de la carita por parte del culito. No hay escape. Cuando el culito se pone en marcha, la carita lo tiene crudo. El culito se adentra, avanza tan seguro como los ejércitos de César, se infiltra en todos los sitios, en las orejas, en las pantorrillas, en la risa, en las pupilas, en la rodilla, en los ojos, en las manos, en los pies. El bebé se convierte a su vez en un inmenso, un gigantesco culito, un culito infantil y trascendente que un día –confía– aplastará el mundo.

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