Domingo, 27 de diciembre de 2015 | Hoy
”Si nunca te has sentido solo, tendrías que hacerte activista”, dice Ai Weiwei. “la soledad es un sentimiento valioso. Los artistas necesitan aprender a caminar solos”. Ai está arrellanado en la misma silla estilo dinastía Ming en la cabecera de la larga mesa de madera donde se sentó su esposa, Lu Qing, cuando estuve aquí el año pasado. La sala está más prolija que la última vez, un claro indicio de que el capitán ha regresado y nuevamente dirige el timón. Pero el asertivo y algo sucio gato blanco sigue recorriendo la mesa de punta a punta. Ai saca su iPhone del bolsillo del pecho de su camisa de grueso algodón y toma un par de fotos de mi hija de trece años, Cora, y yo. Ai sube docenas, a veces centenas, de fotos por día. Cora toma algunas fotos del artista y una del gato, que seguramente posteará en Instagram.
Ai se está recuperando de los ochenta y un días que pasó en la cárcel. Esta mañana se rapó la cabeza, pero dejó un mechón de pelo oblongo en el lado izquierdo. A la usina de hombre que conocí en Londres hace dieciocho meses le falta un poco de energía. Los términos de su liberación le prohíben hablar de su detención. Inmediatamente después de ser liberado rehuyó todo contacto con la prensa pero poco a poco se ha ido soltando, a medida que se recupera de la ordalía que, según me dice, fue “la forma más atroz de tortura... dos tercios de lavado de cerebro y un tercio de acoso”. El artista está escribiendo un relato de su encarcelamiento día por día, que a su entender alguna vez podrá convertirse en una obra tragicómica o una ópera bufa.
El ominoso día de su arresto, Ai fue detenido en el aeropuerto por un policía de civil que le informó que su viaje era “un peligro para el Estado”. Le cubrieron la cabeza con una capucha negra, lo hicieron subir a un vehículo y circularon durante aproximadamente dos horas. Cuando el quitaron la capucha, estaba en una habitación en “un hotel estándar de las afueras” con alfombra, empapelado en las paredes y ventanas cerradas. El artista pasó dos semanas allí antes de ser trasladado a un destino menos hogareño: un complejo militar de alta seguridad. En ambos lugares estuvo acompañado día y noche por dos guardias que lo vigilaban incluso cuando dormía, se duchaba y cagaba.
Durante su detención fue sometido a unos cincuenta interrogatorios, siempre esposado a una silla. El proceso repetitivo comenzaba casi siempre con la misma pregunta: ¿cuál es su ocupación? Si Ai respondía que era artista, su interrogador estrellaba el puño contra la mesa y gritaba: “¿Artista? ¡Quién puede llamarse a sí mismo artista!”.
Al principio, Ai respondía: “La mayoría de nosotros nos llamamos artistas”.
Pero su interrogador no aceptaba e insistía: “¡Yo creo que, en el mejor de los casos, usted es un trabajador del arte!”.
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