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Domingo, 4 de septiembre de 2005

El jangadero

Por Marcos Lopez


“Hay que apechugar”, contestó mi padre por teléfono, hace unos días, cuando le respondí a su pregunta de cómo estaba Lena, mi mujer, que es cubana, y está contenta de estar en Buenos Aires, pero justo ese día estaba muy triste porque extrañaba a su familia en La Habana. Creo que no los ve hace más de cinco años. Mucho tiempo.

En realidad, lo primero que dijo fue algo así como un sonido, una queja: “¡Yghh...!”, con voz enérgica, severo, como un acto reflejo. Parecía enojado de que yo pusiera en evidencia –con un comentario tan simple– la desolación profunda que provocan las ausencias, la distancia. Luego de un silencio, dijo la frase: “Hay que apechugar”, en un tono didáctico, como que no hay otra alternativa, como si para seguir adelante la única opción es acorazar el corazón con sucesivas capas de pechuga para no sentir, para ser fuerte, para poder seguir.

A mí no me gusta apechugar. Me parece mejor detenerse a gritar el dolor. Parar el auto al costado de la ruta para poder llorar tranquilo. Dejarse inundar por la debilidad, la melancolía, el desánimo, el escepticismo más profundo... No esperar nada. No proponerse nada. En algún momento llegará una bocanada de aire para sacar algo de fuerza.

Pongo de nuevo el auto en marcha y arranco. Voy despacio buscando un bar para tomarme una ginebra. Encuentro uno perfecto. Miro todo: la sencillez, el placer con que comen un grupo de camioneros, el noticiero sin volumen por la televisión, las señoras que atienden, la música. Seguramente es una redundancia, pero la vida misma, el trabajo, lo cotidiano, se encargan de minimizar cualquier disquisición existencial. Me tomo otra ginebra y vuelvo a la ruta. El sol se filtra entre unos nubarrones gris oscuro, cargados y hace que el verde del campo de tan bonito parezca tomado de un film publicitario de yogur La Serenísima. Se me cruza la palabra Argentina. Me da un poco de vergüenza pensar en la patria, pero lo hago. Siempre que voy en auto solo, rápido, por la pampa, pienso un rato en la patria. Acelero un poco más sin llegar a ser irresponsable. Me rearmo en el grito de la indiada que viene degollando. Soy la cautiva y el cacique. Aprieto con fuerza las piernas en el lomo del caballo que galopa desbocado, enterrando las patas hasta las rodillas en el fango de los esteros, cruzando bañados, saltando zanjas. Nippur de Lagash luchando en Atenas a sablazo limpio contra el Minotauro. A los lejos, como viniendo del más allá, se escucha la voz de Mercedes Sosa cantando “Juana Azurduy. Sol del Alto Perú, no hay otro capitán más valiente que tú”.

Reaparece una imagen que me persigue: una vez, cuando niño, en un viaje de vacaciones por Salta y Jujuy, nos bañamos en un río y un cuidador de autos dijo: “Este es el río donde lo descarnaron a Lavalle”, con cara de orgulloso, como haciéndose el culto. Siento asco. Miedo de pensar tantas cosas raras en simultáneo. Desacelero. Acepto mi sed de venganza. Mi furia. El placer de ganar. El dinero. Los hoteles caros. Lo contento que estoy con la Macintosh Power Book G5 con ocho mil gigas de Ram que acabo de comprar. La arquitectura, la decoración, las salas de preembarco, la cara que tienen los vendedores del free-shop del aeropuerto de Panamá. La persecución. La última mirada de la víctima cuando sabe que va a morir. El instante en que la garra del león penetra en el antílope. La desinfección, la anestesia, el corte, la operación y la sutura. El orgullo y la vergüenza de la batalla. La resaca. La mañana siguiente, caminando atontado entre los yuyos mojados por el rocío, esquivando cadáveres y heridos.

Recién después de todo esto puedo entender la figura de que enfermo y enfermero son la misma persona. Purificar mi sangre con la tuya. Que mi sangre enferma cure tu alma insana. Ser el río. La jangada. La piragua de Guillermo Cubillos. El moribundo de Horacio Quiroga delirando, tirado en el piso de su canoa, a la deriva por el Alto Paraná.

Encontrar la sanación en mi propia ternura. Tapar a los niños en la madrugada. Llevarlos a la escuela. Dedicar tiempo a comprarles regalos en los viajes. Jugar a conversar con los fantasmas buenos de la noche. Enseñarles la técnica y la estrategia para ver a los duendes del bosque.

¿Qué más puedo decir que no esté dicho con las fotos?

Que esta expo se iba a llamar Debut y despedida, porque por momentos todo resulta tan intenso que no quiero saber más nada, y amenazo con irme a vivir de nuevo a Santa Fe, más precisamente a Colastiné, cerca del río, a pintar paisajes con acuarelas, que probablemente sea más desestabilizador y más intenso.

Porque me gusta la sensación del debut y al mismo tiempo siempre quiero que toda muestra sea una retrospectiva, para demostrar que las fotos de antes, en blanco y negro, son exactamente iguales a las de ahora. Que con la mirada que tiene El Búlgaro, en este díptico de tonos cálidos, o con el retrato que hice la semana pasada a Elba Bairon, con sus ojos un poco esquivos, a cuarenta y cinco grados hacia abajo, ya está todo dicho lo que quiero decir con la fotografía.

No hace falta más nada. Las ideas no importan. Los temas tampoco. Sólo importan los pequeños gestos. La puesta en escena es lo mismo que lo documental. Lo analógico es lo mismo que lo digital.

Total, como dijo el otro día mi madre, no sé bien refiriéndose a qué, pero me dan ganas de citarla: “La alegría en casa del pobre dura poco”. Que es lo mismo que siente el jangadero, cuando en el sueño de la vida y el trabajo se le vuelve camalote el corazón.


Marcos López
Ruth Benzacar, Florida 1000.
Lunes a viernes 11.30 a 20
Sábados de 10.30 a 13.30

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Liliana Maresca y Daniel Riga (1984)
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