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Domingo, 22 de enero de 2006

El ángel exterminado

 Por Albert Hofmann

La víctima más bella del ácido.

Una visita de una joven americana ha quedado grabada en mi mente como un ejemplo de los trágicos efectos del LSD. Fue durante mi hora de almuerzo, que normalmente paso en mi oficina bajo estricto confinamiento, sin visitantes, con la puerta que comunica a la oficina de la secretaria cerrada. Golpearon a la puerta, discreta pero firmemente, hasta que fui a abrir. Casi no podía creer lo que veían mis ojos: ante mí había una joven muy bella, rubia, de grandes ojos azules, con un largo vestido hippie, el pelo atado con una cinta y sandalias. “Soy Juana, vengo de Nueva York. ¿Es usted el señor Hofmann?” Antes de preguntar qué la había traído hasta mí, quise saber cómo había traspasado los dos puestos de control; los visitantes sólo eran admitidos luego de un llamado telefónico y esta niña florida tenía que haber llamado especialmente la atención. “Soy un ángel, puedo pasar por todos lados”, contestó. Luego explicó que venía en una gran misión. Tenía que salvar a su país, los Estados Unidos; sobre todo debía conducir al presidente Lyndon B. Johnson por el sendero correcto. Esto sólo podía lograrse administrándole LSD. Entonces recibiría las buenas ideas que le permitirían sacar a su país de las guerras y las dificultades internas.

Juana vino hacia mí en la esperanza de que yo la ayudara a cumplir con su misión; es decir, darle LSD al presidente. Su nombre indicaba que ella era la Juana de Arco de Norteamérica. No sé si mis argumentos, desarrollados con toda consideración por su sagrado entusiasmo, fueron capaces de convencerla de que, por razones psicológicas, técnicas, internas y externas, su plan no tenía perspectivas de éxito. Partió frustrada y triste. Al otro día recibí un llamado de Juana. De nuevo me pidió que la ayudara, ya que sus recursos económicos se habían agotado. La llevé a lo de un amigo en Zurich, quien le dio trabajo y con quien se quedó a vivir. Juana era maestra de profesión, además de pianista y cantante de clubes nocturnos. Desde luego, los buenos clientes burgueses no tenían idea de qué clase de ángel estaba sentado junto al gran piano con su negro vestido de noche, entreteniéndolos con su interpretación sensible y su voz suave y sensual. Pocos prestaban atención a la letra de sus canciones; en su mayoría eran canciones hippies, muchas de ellas con velados elogios de las drogas. Sus actuaciones en Zurich no duraron mucho; a las pocas semanas un amigo me contó que Juana había desaparecido súbitamente. Recibió una postal de ella tres meses más tarde, desde Israel. Había sido internada en un hospital psiquiátrico.

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Sin título. Paul Himmel. 1968.
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