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Domingo, 18 de febrero de 2007

Soriano y la literatura argentina que se enseña en la UBA

 Por Eduardo Romano

Con un poco de curiosidad y otro poco de asombro e indignación he seguido el intercambio de notas provocado por el artículo de Guillermo Saccomanno en el número especial dedicado a Osvaldo Soriano en este suplemento. No me interesa la anécdota referida y su veracidad, porque me imagino que cada uno de los asistentes a esa clase a la que fuera invitado el “gordo” debe tener su propia versión. Me interesa más detenerme a considerar cómo actualmente las “tribus” (Maffesoli) sólo ven y tienen en cuenta lo que hacen o dicen sus miembros, incluso para discutirlo y descalificarlo, pero con total ignorancia del resto, de los que no figuran en su reducida agenda.

Desde 1986 reaparecí merced a un concurso, y a pesar del desagrado del oficialismo alfonsinista, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y me desempeñé hasta 1989 como Profesor Adjunto de Literatura Argentina I, titular David Viñas, y desde entonces hasta hoy como Profesor Asociado de Literatura Argentina II. Merced a un acuerdo de convivencia con Beatriz Sarlo, titular de esa materia, yo me hice cargo desde entonces, casi ininterrumpidamente, de Problemas de Literatura Argentina (materia no obligatoria entonces, con unos 180 alumnos promedio).

En Problemas, el alumnado sabe que va a leer lo que no se lee en el resto de la carrera y desde los payadores suburbanos en grabaciones de comienzos de siglo hasta las historietas y cuentos de Fontanarrosa, podría hacer una larga lista. En el último curso muchos vinieron a agradecerme, por ejemplo, que les hiciera conocer cuentos y notas de Arthur García Ramos (Wimpi), de origen uruguayo pero consagrado en la radiotelefonía argentina y animador de la misma en la década del ’50, cuyos escritos fueron editados, en su mayoría, post mortem. Lo cual no significa ignorar a los autores más o menos canonizados, sino restituirle al sistema literario una mayor complejidad.

Osvaldo Soriano figuró en más de un programa y especialmente Cuentos de los años felices y Una sombra ya pronto serás fueron motivo de análisis e interpretación en las clases teóricas y prácticas de la asignatura, en cuatrimestres diferentes. Siempre lo he considerado entre los mejores escritores-periodistas (o viceversa) del país, con una enorme capacidad de comunicación con el gran público lector (que siempre fue poco y cada vez es menos) en una tradición que se remonta por lo menos a José Alvarez (Fray Mocho) y que enriqueció, entre otros escritos, con sus brillantes contratapas para Página/12.

Tuve oportunidad de conocerlo cuando yo escribía sobre todo bibliográficas para La Opinión Cultural y él disfrutaba del éxito que le había acarreado su nota sobre el caso Robledo Puch y gozaba hasta de oficina propia. Luego Timerman descubrió que la utilizaba para hacer siestas y lo despidió diría que “con todos los honores” de esa picaresca periodística a la cual el “gordo” pertenecía.

Con Jorge B. Rivera le hicimos un reportaje muy sustancioso para el volumen Claves del periodismo argentino actual (1986) y, si bien nunca escribí extensamente sobre su producción, en un seminario internacional sobre “El viaje y la utopía” organizado por la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), el Instituto Italiano de Cultura y la Università di Bologna, en 1994, leí una ponencia (De la configuración a la melancolía de lo utópico en algunas novelas argentinas de los últimos treinta años) que pasó al libro El viaje y la utopía (Atuel, 2001) y se centraba en textos narrativos suyos y de Haroldo Conti.

Me extraña que Saccomanno, alumno de mis clases de Proyectos político-culturales en la Argentina, allá por los fervorosos comienzos de la década del ’70, cuando produjimos una revulsión (no empleo el término revolución para no incomodar a los proto, meta y pos marxistas que se miran en el espejo de esta página) respecto de lo que se enseñaba habitualmente en las aulas, y ampliamos considerablemente el criterio de lo literario con la apertura a las historietas, los guiones fílmicos, los libretos radiales, las notas periodísticas ficcionalizadas, etc., se muestre tan desconfiado respecto de lo que en el mundo académico sucede y generalice, al margen de que las “tribus” más poderosas (¿ese poder no proviene también de la complicidad de los diarios considerados “progres”?) borran –o tratan al menos de borrar– las opiniones que les molestan.

Nuestra Facultad adoptó una doxa, también en materia literaria, cuando la reorganización de 1983 que ahora muchos coinciden en afirmar no fue tan democrática como sus agentes sostenían y que ha decaído sin desaparecer. Pero para muchos, conviene no olvidarlo, y especialmente por estos arrabales del saber, ser profesor universitario no ha sido un pedestal, sino un digno rebusque económico como cualquier otro, alternado inclusive con el periodismo. En todo caso tratamos de cumplirlo con el mayor decoro y con la mayor falta de respeto por los valores instituidos y reverenciados entre los “cultos” (estuve a punto de escribir “curtos”, no puedo negarlo) para airear la mente de nuestros alumnos.

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