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Domingo, 4 de septiembre de 2011

El Papa que quería vivir

 Por Guillermo Piro

Una apología del poder, la soledad, la necesidad (y la falta) de afecto. Explorar el laberinto vaticano es una operación delicada. El Papa equivocado, el Papa que grita “No puedo” y se niega a salir al balcón a bendecir a la multitud que espera. Las referencias a Roma sin Papa de Guido Morselli son tan inmediatas que ni siquiera merecen ser tenidas en cuenta.

Cuando murió Juan Pablo I, Plantu, un viñetista del diario francés Le Monde, dibujó una enorme cúpula que se abatía y aplastaba al desventurado religioso que inapropiadamente se había convertido en Sumo Pontífice de la Santa Iglesia. Nanni Moretti, en su película, que parece haber pensado como una comedia, pero que es mucho más que eso, explora una sensación que seguramente entonces, y ante la muerte de Juan Pablo II, y mucho antes también, hizo carne en la gran masa de creyentes: tal vez conducir, en calidad de representante de Dios en la Tierra, a más de mil millones de católicos, es un trabajo casi imposible de llevar a cabo solo. Lo dijo expresamente Roger Etchegaray, uno de los cardenales más veteranos, en la vigilia del último cónclave, en el que fue electo Benedicto XVI: “En el mundo globalizado ser Papa se convirtió en una tarea sobrehumana”.

El año pasado el periodista alemán Peter Seewald sometió a un respetuoso interrogatorio a Benedicto XVI y el resultado es un libro-entrevista titulado La luz del mundo. El libro consta de 227 páginas, está dividido en 18 capítulos que condensan las noventa preguntas que Seewald le hizo “sin censura” al Papa durante varios días en una estadía en Castel Gandolfo, el lugar donde los Papas pasan sus vacaciones. Peter Seewald cuenta que al llegar a Castel Gandolfo el Papa notó que uno de sus ayudantes había puesto un gran crucifijo en la recámara papal. El pontífice instruyó al asistente para que retirara el crucifijo de inmediato: “Estoy de vacaciones –le dijo a Seewald al oído–, no quiero ver nada que me recuerde la oficina”. La desenvoltura y el humor de Ratzinger se contraponen a la confesión que hace al propio Seewald acerca del grito silencioso que le dirigió a Dios en el momento de ser elegido Papa: “¿Qué quieres de mí? Ahora eres tú quien tiene la responsabilidad. ¡Tú debes conducirme! Yo solo no puedo. Tú me has querido, entonces Tú me debes ayudar”. Lo genial es que Moretti no llegó a leer La luz del mundo: Habemus Papam se rodó entre el 1 de febrero y el 12 de junio de 2010 y el libro vio la luz en noviembre del mismo año.

“¿Tiene algún lazo afectivo?”, pregunta la psicoanalista Margherita Buy al papa Michel Piccoli que huye por las calles de Roma, casi como Audrey Hepburn en La princesa que quería vivir, sólo que sin Vespa. “No”, responde cándido el pontífice. Agregando, todavía más cándidamente: “Es mi vida”. Es extraño cómo Moretti introduce en la historia a un personaje que tanto Wojtyla como Ratzinger se empeñaron en excluir para siempre de la esfera de lo sagrado y que se obstinaron en mantener lejos de la esfera de las decisiones de la Iglesia: la mujer. En la película son siempre las mujeres las que le dirigen al Papa gestos de ternura (la psicoanalista, una vendedora que lo auxilia, una muchacha que gentilmente le presta el celular), de ayuda, de cuidado, a un Papa al que justamente se le diagnostica un “déficit de cuidado”. Al final Moretti, quien interpreta magistralmente (como siempre, porque siempre es él, y él es magistral) a un psicoanalista “preso” de la liturgia en el Vaticano, produjo una película que es irónicamente laica y al mismo tiempo profundamente cristiana.

Pero Moretti nunca es mejor que cuando se descontrola, y ese momento finalmente llega cuando decide que el psicoanalista que él encarna, como Osvaldo Soriano en El hijo de Butch Cassidy, mate el tiempo de espera organizando un gran campeonato mundial de voley entre los viejos cardenales preocupados por la salud del Papa débil. O en ese otro momento altísimo en que el guardia suizo al que se le asignó la tarea de ocupar la habitación del Papa para que mueva cada tanto los cortinados para que los cardenales piensen que el Papa está allí, descubre un equipo de música y pone “Todo cambia”, cantada por Mercedes Sosa. Y la música liberadora invade los salones, los patios, el laberinto vaticano, las calles, y los cardenales bailotean y aplauden.

A pesar de ocurrir en el Vaticano, la película no habla del Vaticano. Hace poco Moretti se defendió del boicot organizado por el diario L’Avvenire, propiedad de la Conferencia Episcopal Italiana, que invitaba al público católico a no ver la nueva película de Nanni Moretti, centrada en la crisis existencial de un cardenal elegido pontífice inesperadamente. “Habemus Papam no va de obispos –dijo Moretti–, sino de la dificultad de estar a la altura de las expectativas.” Naturalmente no hay que ser Papa para sentirse sobrepasado por la responsabilidad y huir para salvarse. O tal vez se trate del Vaticano visto con rostro humano. La película habla de la capacidad de decir no, de renunciar al poder si al mirar hacia adentro uno se da cuenta de no estar a la altura de las circunstancias. Tal vez Moretti está invitando a su modo, que siempre es un poco improbable, a los políticos y religiosos del mundo a que reconozcan sus propias debilidades y den un paso al costado. O tal vez le está hablando a alguien en particular, ¿pero a quién? “Siento que soy de aquellos que no pueden conducir, sino que deben ser conducidos”, dice Michel Piccoli en el apogeo de una rara conjunción entre ternura, terror y fragilidad.

Si Georg Gaenswein quiere regalarle una buena película a Benedicto XVI, que le lleve al televisor papal el video de Habemus Papam. Seguramente le va a intrigar ver a un Sumo Pontífice que se asoma al balcón exclamando: “Hacen falta cambios, hace falta una Iglesia que nos una”. A lo mejor, con suerte, como el Papa encarnado por Michel Piccoli, renuncia.

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El più bravo psicoanalista interpretado por Nanni Moretti, en su única sesión con el Papa elegido, rodeados por los 70 cardenales
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