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Domingo, 8 de junio de 2003

El cine según Kuitca

Guillermo Kuitca explica cómo eligió las películas
del ciclo que acompaña su retrospectiva.

por Fernando Martín Peña
¿Cómo se formó tu gusto cinematográfico?
–Empecé a ver cine con más compromiso como espectador, sin saber si eso me iba a afectar o no, a partir de los catorce o quince años. En parte con la picardía clásica de entrar a ver películas prohibidas para menores, y también dejando que una cosa me llevara a la otra. Quiero decir: a veces sucedía que por querer ver una escena erótica te comías una buena película, y no al revés. La sala del cine Arte tenía mucho de eso: esa especie de camino paralelo en el que podías unir fantasías adolescentes con buen cine. Y a partir de cierta época empezaron a impactarme las películas que veía, más allá de lo que iba a buscar. Recuerdo películas de esos años como Conocimiento carnal, de Mike Nichols, que me sigue pareciendo sorprendente. También recuerdo el cine de Ken Russell, que proponía cosas desesperadas y eróticas. A partir de cierto momento empecé a ir históricamente para atrás, nunca en un sentido organizado sino intuitivamente, guiado por los ciclos de la Lugones y la sala de la Hebraica. Fui tratando de reconstruir una historia del cine –me pasó lo mismo con la pintura: la fui descubriendo así–, y lo hice por varios lados al mismo tiempo. Supongo que Buenos Aires era entonces una ciudad con una oferta cinematográfica mucho mayor. Si empezaste a ver cine a fines de los años ‘70, es muy probable que la misma semana en que viste La Dolce Vita viste también La pasión de Juana de Arco. Para mí fue positivo, porque de ese modo el gran cine te entra como un bloque y ese efecto caleidoscópico resulta muy interesante. No hay metodología posible; uno hace su propio itinerario. Creo que a los dieciocho o diecinueve años hice mi primer curso de Historia del Cine, que la gente del Museo del Cine daba en el Centro Cultural Recoleta. Ahí fuimos compañeros con Martín Rejtman.
Estamos hablando de los años de la última dictadura.
–Sí, por eso ver cine en grandes cantidades era una de las alternativas más felices. La importancia que tuvo para nosotros el servicio cultural de la Embajada de Francia y el Instituto Goethe, que traían películas, fue impresionante. Así vi, por ejemplo, casi todo Fassbinder. Cuando viajaba a Uruguay podía ver desde Emmanuelle hasta La naranja mecánica, por esos baches raros que disponía la censura de allá. Y cuando hice mi primer viaje a Europa, en 1980, fui decidido a ver lo que acá estaba prohibido. Ver Saló, por ejemplo, era mi meta, porque para ese entonces yo ya había visto en Buenos Aires casi todo Pasolini. En ese viaje iba al cine casi todos los días. París tenía esa programación absoluta, una especie de pantalla total: se daba todo, todo el tiempo.
Durante esos años no era habitual tener un vínculo importante con el cine argentino.
–Sí, era bastante común la frase “Yo no veo cine argentino”. Las buenas películas argentinas las vi desfasadas de su momento de estreno. Recuerdo el caso particular de Boquitas pintadas. Yo había leído el libro y recuerdo que el proceso de Torre Nilsson con la película lo seguí con mucha curiosidad, sobre todo desde el casting: ¿quién haría el personaje de Nené? ¿Quién sería el protagonista masculino? Y así sucesivamente, como siguiendo un folletín, el género que manejó Puig para su novela. Pero no la vi cuando se estrenó sino mucho tiempo después, y me gustó mucho.
Creo que en un momento vi varias películas por una razón completamente parcial: a mí me interesaba mucho el diseño gráfico, y en ese momento había muy buena gráfica en el cine argentino. De hecho, mi relación con El acorazado Potemkin también fue a partir de una imagen de algún modo gráfica. Es curioso: yo usé en mis obras un fotograma de Potemkin desde1983 hasta 1985, y si bien había visto de Eisenstein Octubre, La huelga, e Iván el Terrible, no había visto El acorazado... La conocía de nombre, por supuesto, y me llamaba mucho la atención el cochecito cayendo por las escalinatas de Odessa. Mis abuelos habían salido de Odessa y eso, de algún modo, ya justificaba la apropiación. Las obras se llaman El mar dulce; les puse ese título pensando en un barco que traía inmigrantes; más específicamente en el cochecito como barco. La película recién la vi muchos años después. Y creo que así estuvo bien: me permitió conectarme con ese fotograma muy potente, archiconocido, que tenía su propia vida, y usarlo con mucha libertad, porque no usaba la película sino algo que había salido de ella.
El ciclo que programaste está integrado por films marcados por la teatralidad, pero que no son adaptaciones ni transposiciones de obras teatrales.
–Pensando en una programación posible se me ocurrió una frase que en inglés suena muy bien, y traducida no tanto: Small Stage, Big Screen; algo así como “Escenario pequeño, Pantalla grande”. Y a partir de ahí empezaron a aparecer ciertos títulos. Una de las primeras que surgió fue El discreto encanto de la burguesía, con ese pequeño teatrito que aparece dentro de una gran película para representar un sueño. Entonces aparecieron otros títulos que incorporan cierta irrealidad, pero no la irrealidad de lo fantástico o lo sobrenatural sino del artificio.
La evidencia de la representación.
–Que en el teatro es natural y en el cine no. Todo lo que parece natural en el teatro parece artificial en el cine, y sin embargo hay ciertas películas que lo incorporan muy bien. Cocteau sugiere, por ejemplo, que los misterios deben ser tratados del modo más realista posible. Eso me parece clave y ha sido utilizado mucho por el cine fantástico, pero creo que también funciona a otro nivel. Por eso pensé también en el Orfeo de Cocteau. De Buñuel, además, elegí Él y Belle de jour, que tiene algo que me gusta mucho: ese contraste entre la turbulencia de la protagonista y la manera suave, casi algodonosa en que Buñuel la filma, esa contradicción enorme entre la forma y lo que se cuenta. Como si el film no reaccionara al personaje. Con otras películas del ciclo, como Playtime de Tati, es más difícil... Aunque esa ciudad en la que transcurre la película es precisamente un escenario enorme. Tati hizo construir esa escenografía descomunal –que lo llevó a la ruina– cuando tenía edificios reales que hubieran podido cumplir la misma función.
Otros films del ciclo aluden al efecto teatral utilizando recursos técnicos que son propios del cine.
–En El refugio, de Fritz Lang, la escenificación alcanza al paisaje: lo que aparece como teatro resulta ser el elemento natural por definición. En cambio en Gritos y susurros, de Bergman, el primer plano –esa herramienta exclusivamente cinematográfica– produce el más teatral de los efectos. Como si llevar el primer plano a su punto más, digamos, espectacular, fuera casi como tocar algo del teatro. Las protagonistas te miran y empiezan a invadir tu espacio físico. Es la misma sensación embarazosa que produce ver teatro: la incomodidad de estar presente.
En el ciclo hay varios títulos argentinos.
–Sí. En algunos, como Huis Clos, de Pedro Escudero, la relación con lo teatral es bastante obvia. Heroína, de Raúl de la Torre, es una película que a mí me gusta muchísimo. Está la presencia del psicodrama, y también una forma de capturar el momento a través de otros recursos. Es una película que deja abierta la puerta al nuevo cine.

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