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Domingo, 8 de junio de 2003

La elegancia argentina

por D.F.

“En cuanto a las tres ‘p’ de las cuales usted me invita a cuidarme, no se equivoca al decir: pesce, porco y pasta [pescado, cerdo y pasta]”, le escribe el verdadero Vicinio Orsini, duque de Bomarzo, a su amigo Giovanni Drouet, en una carta conservada en el Archivo de Estado de Roma, Depósito Santa Croce, y citada por Esteban Buch en The Bomarzo affair. En la misma carta, más adelante, el duque argumenta: “Para mí, las tres ‘p’ corresponden a potta, potta y potta [concha, concha y concha]”. Alfredo Arias, reciente ganador en Francia del Premio Molière de Honor por su última obra, Concha bonita –que presentará en La Trastienda, en Buenos Aires–, habla sobre las conchas. En particular sobre una, la de la pintura de Courbet, la del comienzo del mundo, que Lacan, cuando compró el cuadro, mandó embellecer con la superposición de un paisaje. Y habla, claro, sobre la sexualidad en Bomarzo. El Decreto 8276/67, por el que se excluía la ópera de la programación del Colón, consignaba que “se advierte permanentemente la referencia obsesiva al sexo, la violencia y la alucinación”. Arias, al abordar una nueva puesta de la ópera, ve en cambio “un desarrollo ceremonial”. Su mirada, llamativamente mesurada, tiene que ver con “una idea de una cierta elegancia. Brecht usaba esa palabra y a mí me gusta mucho. Me parece, también, que en la cultura argentina hay una idea de la elegancia para abordar ciertas cosas. Todo está suspendido, sugerido. Eso permite más reflexión que si todo fuera más evidente. Además tuve en cuenta las características de los intérpretes que participan en la puesta; la exigencia del canto, de la concentración y, también, la sexualidad de las personas que lo están haciendo, me llevó a pensar todo desde un punto de vista elegante”.
Pensando en su puesta de “Las criadas” y, en particular, en el personaje de la señora que usted mismo representaba, había allí una notable desmesura, algo fuera de medida. En cambio aquí, con un libreto que podría entenderse como desmesurado, todo está contenido.
–Es que hay también cuestiones que tienen que ver con el trabajo en equipo que implica poner una ópera en escena. Cuando vi las coreografías de Diana Theocharidis, por ejemplo, dejé que la fantasía, la alucinación, que ese quiebre de algunas estructuras, quedara allí, en las escenas de ballet, y yo me limité a hacer una especie de marco, algo que uniera todo eso de la manera más neutra posible, como una sola nota constante que transportara todos los sentidos, todas esas historias melodramáticas. Lo que tiene que quedar, para mí, más que el melodrama es un gran canto de dolor. Un recorrido signado por ese dolor para que pueda salir afuera del cuerpo y habitar esas piedras monstruosas del jardín. Ése es el trabajo que yo quise hacer, mucho más que la espectacularidad erótica.
En “Bomarzo” está presente el mundo estético del Renacimiento pero también el de la época en la que fue compuesta y, desde luego, el de ésta en que usted la pone en escena. ¿De cuál de esos tres tiempos habla, para usted, la ópera?
–En el teatro hay que crear la música de la dramaturgia. En la ópera, esa música ya está escrita; por lo tanto, lo que uno puede hacer es un comentario, un análisis, incluir un sueño, poner una transparencia. Yo me planteo siempre cuál es el terreno donde se liberan los sentidos que están contenidos en una ópera. Allí donde esos sentidos están menos condenados a lo meramente descriptivo. Y eso, además, está ligado a la historia personal del creador. Yo no creo que se pueda cambiar cualquier cosa, de cualquier manera. Cuando hice Sueño de una noche de verano de Britten, por ejemplo, la ambienté en Grecia en la década de 1930. Pero esa ambientación no era arbitraria. El mundo de Cavafis, un cierto conocimiento de la Grecia de esa época, a través de escritores, de pintores, de relatos de gente que conocí, situaban para mí esa historia en ese lugar y en ese momento. Bomarzo está situada en un punto de mí mismo en el que yo creoque puedo contenerla. Los argentinos siempre hemos tenido la fantasía de contener el mundo desde esta lejanía. Y buscar una particularidad de la historia del mundo como la vida del duque de Bomarzo, para contar una historia propia, confirma esa particularidad. Los argentinos sabemos más todavía sobre Bomarzo que sus propios nativos. Yo he visto a argentinos enseñándole a un francés, mejor que nadie, dónde se compra un buen vino en Bordeaux. Y Mujica Lainez hace lo mismo. Para él, y yo eso lo viví también en mi infancia, Buenos Aires era el centro del mundo, y desde aquí se podía escribir sobre Bomarzo.
¿Cómo elige el espacio físico de esta versión de “Bomarzo”?
–Es el lugar de mi nacimiento artístico. Y como toda la obra está relacionada con una idea de que la monstruosidad interna puede ser traducida o quedar condensada en un hecho artístico, me pareció que elegir un espacio de arte, que en este caso, aunque no es una reproducción, evoca al Di Tella, permitía decir que todo se resuelve en Buenos Aires y en un espacio de arte. La historia se cuenta hoy y aquí, responde a un pensamiento contemporáneo. Bomarzo, como historia del siglo XVI, es una excusa para hacer vivir el imaginario argentino. Yo quería, además, traer esto a un espacio de argentinidad, porque cuando vuelvo estoy buscando mi pasado, mi potrero ancestral donde nació el teatro. ¿Dónde está ese lugar donde emerge la primera escena? ¿En el club de barrio? ¿En ese potrero que quedaba entre la calle Remedios de Escalada y la cancha? Cuando trabajo en Francia hago mi arte, y en Buenos Aires estoy descifrando mi identidad.

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