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Miércoles, 27 de junio de 2012

CULTURA / ESPECTáCULOS › CUENTOS BATIDOS, DE FEDERICO TINIVELLA Y FABRICIO SIMEONI

Escribir era una fiesta

El libro pergeñado, a dúo, por los autores es como un festival que rompe totalmente con la pacatería y el buen tono de tanta página predecible, y hace brillar la inventiva más genial. Se presentará este viernes, a las 19, en El Cairo.

 Por Beatriz Vignoli

Viernes de festejo en el Bar El Cairo (Santa Fe y Sarmiento): el 29, a las 19, la colección Ciudad y orilla de la editorial Homo Sapiens presenta el libro Cuentos Batidos, escrito en colaboración por Fabricio Simeoni y Federico Tinivella con una troupe de 30 autores invitados. El procedimiento de escritura, basado en la poética del "cadáver exquisito" de los surrealistas, les valió a estos dos autores rosarinos, nacidos ambos en 1974, un espacio constante en la contratapa de Rosario/12. El libro reúne una selección de esos relatos que mezclan, con un estilo que no podía ser sino ecléctico (como ecléctica es la arquitectura de la ciudad), el humor y la poesía. Hablará Marcelo Scalona, director de la colección; leerán sus páginas favoritas del libro Chiqui González, ministra de Innovación y Cultura y Horacio Ríos, secretario de Cultura de Rosario. Y Coki Debernardi participará como músico invitado con sus canciones y su guitarra.

Declarado Artista distinguido de la ciudad de Rosario en 2005 y Artista de la provincia de Santa Fe en 2006 por su trayectoria poética, literaria y periodística, Simeoni reincide en la escritura a cuatro manos: en 2007 obtuvo el primer premio en el concurso de poesía Felipe Aldana de la EmR por su libro Cavidades del recreo, escrito con Fernando Marquínez. Pero ninguno de estos honores lo desvela ni le quita su saludable humor, que le impide tomarse demasiado en serio. Tanto él como Tinivella coordinan talleres creativos para chicos en riesgo social: Simeoni en el Irar a través de la poesía y Tinivella con la fotografía en el proyecto La huella de tus ojos. Ambos han dictado otros talleres; el mejor cuento del libro, "Mi taller en la estación", remite a una de aquellas experiencias.

"Todo empezó cuando nos juntamos a tomar vino en mi casa", explica Simeoni para dar cuenta de la bizarra escena de simposium platónico en la que posan los dos autores, contentísimos, en el bar donde la cronista citó al fotógrafo. "Nosotros empezamos paveando", bromea Tinivella. "Hace 10 años atrás, 2002, nos juntábamos a escribir con el grupo El aro en la lengua, donde estábamos Fernando Marquínez, Lisandro González, Ricardo Guiamet, Germán Roffler, Orlando Valdez, Fabricio y yo. Ahí empezó una especie de juego colectivo y después con el Fabri dejamos de jugar con la poesía y nos metimos con la narrativa. Y eso habrá sido hace cinco años atrás. Yo publicaba mucho en la contratapa de Rosario/12 y un día le dije al Fabri: 'che, ¿y si publicamos juntos?' Entonces ahí empezamos a armar textos entre los dos. Y un día invitamos a un tercero. Era muy divertido. Yo por ahí era el más estructurado, que armaba el cuerpo del texto, que ponía el esqueleto, y el Fabri era el poeta. Yo por ahí era el que anclaba y el tipo el que volaba. Y venimos laburando con esa mecánica y una lucha constante con el Fabri porque él es un animal poeta".

Cuenta de un tirón Simeoni: "Está bueno esto de escribir de a dos, porque como en la vida misma uno juega a ser otro, porque quiere ser otro, porque de alguna manera se pone en el lugar del otro... contábamos con ese espacio en Rosario/12 y tratamos de aprovecharlo, nos encontramos en mi casa a tomar algún vino e íbamos tirando línea, y cuando teníamos cosas bastante definidas armamos la idea más axial o el nudo y se lo enviamos a un tercero que podría ser desde un vecino, un familiar directo, el carnicero de la esquina o un poeta personaje mediático o público, la idea era fundamentalmente que este tercero en discordia generara algunas cuestiones a priori a nosotros y que después, por supuesto si aceptaba, le deje como una especie de impronta al texto, lo que sea pero que tenga cierta representatividad... y después el ejercicio va tomando tanta forma que definitivamente cuando a Federico o a mí se nos ocurría alguna idea nos enviábamos varios correos hasta que esa forma adquiría el nivel deseado y cuando eso llegaba discutíamos el nombre de la persona a quien se lo enviaríamos. Fueron como cuatro años de trabajo, seguimos escribiendo y tenemos otros 20 textos para una segunda edición".

Humor desopilante, a lo Guillermo Cabrera Infante, donde ante el significante (deseante, como los amantes de antes) se suelta la lengua y hay que ver las cosas que hace. Porque es, en efecto, un hacer de la lengua desatada, más que un decir de la palabra, lo que efectúan estos textos antes que lo que narran estas historias. Bromas, jocundos chistes a costa del nombre propio de alguna figura mediática, enumeraciones caóticas que como al pasar conjuran parodias de diversos estilos musicales o ensayísticos, todo vale y todo funciona. La ocurrencia y la greguería ya no son digresiones melancólicas al margen, sino que en tales juegos radica el impulso mismo de la escritura: la diversión en todo sentido (risa y divergencia) produce la estructura del relato.

Jugando a hacerse los tontos, borrándose de la ambición escolar del bronce, Simeoni y Tinivella desarrollan en sus ficciones breves unos universos narrativos bien legibles pero semánticamente complejos, donde los niveles de representación coexisten de modo que la cosa, la palabra y la definición del diccionario juegan en un mismo terreno. Y nunca hubo más literatura que aquí, en un como si de un afuera de lo literario. Precisamente es lo hiperliterario (la instancia metaficcional, como dirían los críticos) lo que enciende la fiesta: por ejemplo el recurso de las citas apócrifas, que a Borges le servía para inventar una ficción de saber, desata la carcajada, como en la serie de definiciones del amor en "El amor, esa humedad": "Dice Sigfield Manfred en El arte de amar: 'entrega total, absoluta, ya casi asquerosa, o hasta estúpida, según el caso'". Vuelta a vuelta de frase desquiciada la parodia, de tan salvaje, se termina instalando en el sitio de la verdad original. Es el logro de la alegoría barroca: lanzarse a volar al cielo de la figura, a expensas de la tierra realista donde el relato sin embargo se ancla y se hace legible.

Un humor irreverente irrumpe cuando Simeoni y Tinivella imitan lúdicamente el tono caviloso existencialista de las novelas del yo autoral en crisis: "Yo no sé qué tenía en la cabeza, estaba confundido, perdido, a la deriva, era un barquito de papel en una zanjita, estaba aferrado a mi inconsistencia como vagabundo a su perro ciego y bravío. Era como los restos de un jabón abandonados en la rejilla de la pileta del baño". Ningún orden de discurso queda a salvo. Ni el amoroso, ni el de la ciencia: "Cuerpo líquido, inodoro, insípido, incoloro en pequeña cantidad, el agua, se sostiene gracias a dos átomos a los que deberíamos honrar como a nuestros héroes".

A estos autores les gusta la idea de que obran como productores de textos, que al modo de la industria cinematográfica piensan la idea y convocan a los mejores directores y actores. Pero la consistencia del libro desmiente un poco esa utopía de una poética de creación colectiva. La imagen más adecuada tal vez sea entonces la de un dúo musical que hace subir a un músico invitado en cada canción. El libro es como un festival que rompe totalmente con la pacatería y el buen tono de tanta página predecible, hace brillar la inventiva más genial y devuelve al lector a esa fiesta que debió ser siempre la literatura.

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Federico Tinivella y Fabricio Simeoni posan en una bizarra escena de simposium platónico
 
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