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Lunes, 11 de enero de 2016

CULTURA / ESPECTáCULOS › EL PRECIO DE UN HOMBRE, ADMIRABLE FILM DEL FRANCéS STéPHANE BRIZé.

La dignidad como el recurso primero

Desde una puesta en escena que destila cuidado formal, la película de Stéphane Brize recrea los días en la vida de un desempleado. La actuación de Vincent Lindon fue premiada en el Festival de Cannes. La angustia y la dignidad en un film admirable.

 Por Leandro Arteaga

El precio de un hombre (La loi du marché) - Francia, 2015
Dirección: Stéphane Brizé.
Guión: Stéphane Brizé, Olivier Gorce.
Fotografía: Eric Dumont.
Montaje: Anne Klotz.
Reparto: Vincent Lindon, Yves Ory, Karine de Mirbeck, Mathieu Schaller.
Duración: 94 minutos.
Salas: Cines del Centro, Showcase.
10 (diez) puntos.

¿Cómo filmar los días en la vida de una persona sin trabajo? ¿De qué manera recrear la cotidianeidad, la relación con los otros, la desesperación apagada? Este último aspecto se puntualiza, porque El precio de un hombre exhibe un día tras día de mirada caída, entre las comidas de casa y las entrevistas, sometido como está su personaje a las instancias mismas de un sistema que también se encarga de encontrar otras posibilidades, así como de anularlas.

El film de Stéphane Brizé es admirable. Puede arribar a esta complejidad a partir de la atención al detalle, desde la construcción pausada de su personaje protagonista. El relato se detiene en lo particular, en los gestos y las maneras del decir, para luego expandirse hacia la familia, para adentrarse en aspectos que permitan atisbar mejor sobre la vida de Thierry, sobre su esposa, sobre el hijo discapacitado en pronta edad universitaria.

El inicio de El precio de un hombre -cuyo título de origen habrá que tener presente: La loi du marché / El precio del mercado- es sintomático: da cuenta de una de las numerosas entrevistas a las que Thierry asiste, en este caso como consecuencia de un curso al que le ha dedicado meses infructuosos. El diálogo con el funcionario es formidable, porque el espectador queda pegado al hecho, al observar las réplicas desde un plano secuencia que va y viene entre uno y otro, sin inicio ni final de escena convencionales, un recurso que habrá de reiterarse en el devenir formal del argumento.

Thierry clama desesperado por un tiempo que ha perdido, los meses corren ahora de manera diferente, y los espacios donde insertarse son cada vez menos. Lo predicho, en todo caso, surge desde la lectura del film, nunca desde la enunciación. Brizé construye la vida de su personaje al sumar secuencias y escenas como piezas de encastre, cuyas elipsis bruscas no son anunciadas. Lo que permite una suspensión temporal que estará lejos de un ordenamiento del día que sea previsible. Thierry podrá estar limpiando muebles, mirando por la ventana, presto para la entrevista vía Skype, en el bar con sus compañeros despedidos, en la clase de baile o manejando su automóvil.

Es admirable cómo el devenir del guión -que demuestra claridad conceptual, al revelarse como guía del film, como herramienta destinada a regular los recursos formales que elige: plano secuencia, actuación fragmentada, elipsis- adentra al espectador en una realidad densa, que tendrá que ver, claro, con la mirada de alguien alienado, pero con la suficiente claridad como para encontrar un resquicio desde el cual recordarse y resguardarse; en este sentido obrarán las pocas referencias al pasado -el proyecto de una casa propia, por ejemplo- así como la discusión sobre la venta de una propiedad, ante la cual Thierry se mantendrá endeble pero firme: es un momento de tensión, donde la angustia se percibe como un mal trago, también porque la perfidia mayor está enquistada en cualquiera, en esas aves de rapiña cotidianas que están atentas a la desgracia, que no dudan en obtener sus beneficios cínicos.

Ahora bien, lo expuesto lejos estaría de lograrse sin la caracterización excelsa que de Thierry logra Vincent Lindon, premiado por su tarea en el Festival de Cannes. Es un ejemplo enorme sobre lo que significa la actuación cinematográfica, sometido como está a la mirada caída, pero sobre todo al perfil de un rostro sesgado. La cámara de Brizé rara vez lo muestra de modo frontal, y si lo hace es porque su mirar le hace hundir el rostro o porque el ángulo adopta una lejanía atenta, prudente. Cuando Thierry escuche cómo sus compañeros -de algún curso sobre, por ejemplo, "cómo presentarse en una entrevista"- le obsequien con sus observaciones -que no se lo ve seguro, que la camisa no está bien abotonada, que la mirada no es la necesaria, etc.- Brizé deja que sea el rostro del propio actor el que hable por sí solo, mientras se escuchan las voces.

De esta manera, Thierry es una construcción compleja, atravesado por el silencio y el rostro surcado de un actor mayúsculo, en sintonía con el recorte que sobre él realiza la cámara. Su ensimismamiento no cambiará cuando obtenga, finalmente, un trabajo. Qué es lo que hará en esta oportunidad laboral, será cuestión de averiguar de manera paulatina. La película de Brizé propone al espectador una tarea participativa. Hay que adentrarse en la vida de Thierry, hay que completar los espacios en blanco que el montaje propone para, justamente, vivir su angustia.

Que el destino laboral sea el de un supermercado permite encontrar un micromundo perfecto, alegórico de la sociedad. Cámaras y vigilantes para observar los comportamientos de consumidores y trabajadores. Ante la mínima sospecha, mejor denunciar. El propósito es descubrir, incriminar, hacer pagar y despedir.

La construcción visual sesgada de Thierry, en este sentido, ofrece la necesidad de la duda. Las entrevistas con las que buscaba trabajo son ahora interrogatorios. Con él como factor determinante, cuyo puesto dependerá del logro de la confesión del inculpado. Cada situación es una puesta a prueba, para él y para el espectador. Porque es en quien mira el film donde el trauma finalmente se inserta, donde debe resolverse.

El precio de un hombre deja claro, también, la valía personal, y la dignidad como uno de los lugares desde los cuales confrontar un sistema perverso, que goza de adalides que saben cuáles palabras decir, retórica mediante, para el logro de una conciencia limpia y los máximos beneficios. Esa palabrería bañada de encanto pastoral, con frases imbéciles y fines mercantiles. En esta misma dirección, es importante recordar Dos días, una noche, la reciente película de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, en donde un mismo mecanismo está en ejercicio. Lo único que aparece como instancia de resistencia es la dignidad. Estas dos películas son, juntas, dos obras en donde lo que se enaltece ese mismo rasgo.

Como siempre, vale apuntar, el cine permite los ejemplos mejores, que bien vienen contrastar con la práctica bastarda que en casos similares practica la televisión, desde esa caja de resonancia ombliguista y pérfida que suelen ser sus noticieros, con sus zooms destinados a indagar en planos detalles y lágrimas que permitan el dolor mayor, incapaces de practicar un distanciamiento crítico.

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Es admirable cómo el devenir del guión adentra al espectador en una realidad densa.
 
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