Miércoles, 14 de noviembre de 2007 | Hoy
Por Jorge Isaías
A veces pienso en mi pueblo, o mejor, en la adolescencia que viví en mi pueblo.
La misma que arrebataba la noche sola, íntima, hacía que los sueños abarcaran, dieran cielo, dolores que expandían su llama sobre uno. Aún el puro resplandor reciente de la infancia brotaba en nosotros.
A veces el desdén la tontera de alguna muchacha rompía el encanto, nos ponía extremadamente tristes, derrotados. Casi indigentes, humillados siempre.
Un sábado como hoy era la alegría del baile. El abrazo tímido de las muchachas de muslos temblorosos y perfectos. El perfume mareaba, toda la incertidumbre del sexo alborotando la sangre. Haciéndonos saltar ilusos por el aire seco de la noche.
Los sueños eran, como el cielo que esperaba ahí afuera: inabarcable.
¿Y qué era por entonces mi pueblo?
Sesenta manzanas con grandes claros, con casas diseminadas, poca luz, calles de barro seco, largos zanjones donde los sapos y los grillos ofrecían su inocente cantata.
¿Quién rompía el dulzor del cielo enfervorizado de estrellas, quién nos esperaba en una puerta cara lavada, trenza larga o en el vano de esa puerta, con su cancel donde empezó a arreciar mi pena para siempre?
A veces pienso en mi pueblo. O en los más tristes recuerdos que tengo de él.
Los temporales lluviosos, el barro de los días ensañados de julio.
Nadie comparte estas cosas conmigo. Los amigos aquellos amigos, compinches de sueños, de esperanzas que tenían impregnado el olor de las muchachas, poco tienen que ver hoy conmigo o con ese hombre solitario que soy, con esta pasión por los otoños que se esconden atribulados en un rincón de las pupilas.
Hay un tren pitando entre trigales. Hay una valijita de cartón, un traje azul comprado a crédito, una corbata angosta y clara. Las obras completas de Neruda, primera edición, por Losada y además todos los sueños del mundo en mí.
La ciudad era demasiado grande para toda esta inocencia de uno. Y hay que aprender que nada se regala a los sueños y todo se hurta, que cada astilla que en la oscuridad clava su dolor nos paga con una esporádica chispa de esplendor, de goce pleno.
Como si fuera una virtud el ansia, la infamia que nos cerca, los duros dolores que irán arreciando en la carne, en el andar, en los rostros numerosos, los muchos amigos, otros que no lo eran tanto, afectos varios. Amores.
A veces me pregunto, qué queda de aquél adolescente, salvo esta obsesión por los versos que seguirá arreciando hasta el fin
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