rosario

Lunes, 15 de diciembre de 2008

CONTRATAPA

Amsterdam

 Por Sonia Catela

No estoy en Amsterdam. Estoy en mi enfermedad. Con su óxido que corroe los puentes, pulveriza los vitrales de la iglesia de San Nicolás, borronea a mi cónyuge. La conversación con la que me azota Rogelio se torna herrumbre entre mis lóbulos, ¿qué tenés ahí? recoge entre sus dedos el polvillo metálico, "un exceso de rubor ¿no ves?" me deshago de su mano, mi enfermedad vive, que viva.

Cruzamos el canal; al galope mi consorte trata de asegurarme del brazo, pero yo, mi peste lo expulsa, fuerza centrífuga, "sentémonos a tomar una cerveza", propone, sí, metámonos en el bullicio de un bar, en una barahúnda que se trague su charla. Rogelio (nadie) puede ver la infección de la mecha que me taladra, me incrusta tachas, "encontrémonos, a las seis", tachas de posesión, marcas de ganado que humean con su firma, (Pablo), que su ardor me estampa, al rojo vivo, en el cachete izquierdo de mis nalgas, "tenemos que encontrarnos, Marcela. En el Dam, a las seis", Amsterdam en mis pies y yo en mi enfermedad, Pablo, las seis, las seis.

Elegimos un bar colorido, callejero. "Cervezas" pide Rogelio, y a mí: "no te veo entusiasmada, además, andás paliducha", habla, el marido. Tan equivocado puesto que levanto incandescencias; caen gotas del mercurio del termómetro, el canuto de vidrio explota por la temperatura; yo llameante, trepada a un tren que se desboca hacia las seis, al Dam, "mirá que reencontrarnos justo en Amsterdam, Marcela". "Toda una coincidencia, Pablo. Pero...". "Tenemos que darnos la posibilidad de saber qué somos juntos, Marcela. Nos vemos a las seis, en el Dam", un tren rugiendo y con destino, que pasa vertiginosamente por delante de ráfagas de Rogelio: "¿regresamos al hotel? ¿te sentís mal? Mirá que no se viene a Holanda todos los días", apenadas palabras que el trepidar de mi tren desparrama y ahuyenta con su motor acelerado, las estampa lejos, sólo la estación de las seis, las seis, el Dam, Pablo.

Cómo me quito de encima a Rogelio y su mano conyugal sobre mi impaciencia. Sorbo espumas y la apagada voz que se me enrosca como bufanda: "No pensaba hablarte de esto hoy, Marcela", se vuelve solemne, "este viaje fue un... último regalo compartido"; distancia su jarra, le da vueltas al asa, "No te entiendo". "¿No? Creí que interpretarías las signos...", sus gestos con frunces, boca que lanza señales de humo, "Dejé de... Tomá a Amsterdam como moño de despedida ¿comprendés?". El seguirá otro sendero con una valija repleta de ropa femenina ajena, a su lado; "a la mujer la conocés, pero para qué ahondar en eso Marcela". Rogelio no sabe qué pasó ni dónde se le secaron los sentimientos por mí; se mantendrá como allegado porque "una historia nos une y no renunciaré a eso".

Me acaricia las lastimaduras.

No pide permiso, se va. Vuela a Milán, me devuelve sola a la Argentina. Eso sí, me acompañará al aeropuerto, me dará dinero, "no quedarás en el camino como una maleta olvidada, contá conmigo".

Me hundo en el río del tiempo, salgo a su superficie, braceo, trago recuerdos, me ahogo. Mi cuerpo frena, frena, se encalla en ese río. ¿Qué acabo de oír? Rogelio reparte los naipes de una ruptura. Realmente opuso resistencia; no corrió al otro regazo con voluntad o intención. Sólo sucedió, se le estacionó a la par, se abrió la puerta. Sin reproches. Sin refregarme la nariz con trapos sucios o acusaciones. Titubeo: "Querido ¿esto es irreversible?". Sus ojos retroceden, se retiran. Cambio de tono: "Qué te parece si mañana..." Su cabeceo rechaza ese "mañana". "Entonces, vayamos a cenar, querido". Acepta mi última voluntad de condenado, "¿Claro. Pero ¿no es muy temprano, Marcela? apenas pasan de las seis". Intento una estrategia de reintegro: "Qué importa, aquí, en Amsterdam se come a horario corrido". Me palmea la espalda. Ya se halla volando a Milán, pasando el ckeck inn, alzando la valija con ropa femenina ajena, colocándola en la cinta para que la pesen. Me deja sobre el tren que acababa en el Dam y se desvió hacia el qué me importan el Dam, Pablo, las seis.

Rogelio, pañuelito blanco en el andén, saluda, se despide, mientras quedo acomodada en el asiento de listones de madera de un vagón inmóvil, estacionado en el andén, sin tren que lo mueva.

Pide una cerveza más, la última. "Para mí también, querido". Lo miro.

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