rosario

Lunes, 1 de junio de 2009

CONTRATAPA

Sonámbulo

 Por Sonia Catela

Quién hubiera podido imaginar el singular incidente que libraría a nuestro hijo de su fastidiosa molestia.

Tulio sufría de sonambulismo. Un sonambulismo que lo catapultaba a postes de luz, repetidoras televisivas y andamios de construcción; sus imitaciones nocturnas replicaban los trabajos de gente de la municipalidad y la EPE, sucedidos a su paso durante la vigilia.

Aprendimos a neutralizar con eficacia estas jugarretas de equilibrista, excepto la noche en que se le ocurrió arrojarse del trampolín más alto del Club Central, pleno invierno, pileta descascarada, jornada en que el cable local había proyectado nuevamente la ceremonia de entrega de premios del certamen de natación conque cerró la temporada; Tulio se sintió llamado a competir en sueños y con su argucia de durmiente nos despistó; salió para una segunda incursión noctámbula, luego de que lo hubiéramos recuperado del puente del ferrocarril donde, en su dormir ambulatorio, creía arreglar alambres. No contábamos con antecedentes de una escapatoria múltiple semejante. Hubo que reforzar la vigilancia y reclutar voluntarios entre los escasos y exhaustos miembros de la familia.

Para sus juegos cleptómanos también contamos con un sistema de clasificación de los objetos ajenos y su posterior entrega (reparto al que lo sometemos desde que cumplió 21: debe traer la tarjeta firmada por el damnificado, constancia de devolución que algunos rubrican a regañadientes mientras humillan a Tulio con denuestos por haberse robado la mascota familiar o el juguete preferido de sus niños).

Incluso a su lubricidad onírica de exhibicionismos obscenos le hallamos paliativos; costosos, eso sí.

Pero, ¿quién iba a imaginar el inusual desenlace que le pondría punto final a su historia de sonámbulo? Aunque más de una vez la abuela Amanda ya había propuesto su solución radical: confinarlo a dormir bajo candado en la jaula de gorila que compró por iniciativa propia al declinante Circo Lehmann, jamás nos permitimos usarla: "Siglo XXI, abuela, Freud, los derechos humanos, abuela".

Hasta que, primero de mayo del año pasado, tres de la madrugada, se desencadena el episodio que clausuraría las vicisitudes sonambulescas de Tulio.

Esa noche debutó con un don sin precedentes. Trepó a la torre de la iglesia a una hora en que los gallos aún no cantan, y cuando ya casi arañábamos sus tobillos, jadeantes ("hoy te toca cuidarlo a vos", "no, mañana trabajo temprano; correlo vos") se había encerrado con llave en esa atalaya; de inmediato activó los parlantes preparados para la kermesse de beneficencia y comenzó a propalar un repertorio inacabable de secretos de familia, infidelidades de vecinos, relaciones cruzadas, paternidades equívocas, estafas encubiertas, datos que fue acopiando inconscientemente durante sus horas de pasantía en el banco, o mientras tomaba cafés en el Bar Avenida, o se atendía en la peluquería unisex. No pudimos tumbar la puerta en tanto disertaba dormido sobre las agachadas ajenas. Enmudeció cuando alguien, algún damnificado de buena puntería, le acertó un balazo que le voló la oreja. (En el pueblo quien más quien menos practica la caza de liebres y perdices). Santo remedio y cura definitiva del sonambulismo de nuestro hijo, quien a partir del episodio, adoptó una melena que se ata con cierto sex appeal en la nuca y disimula la mutilación sufrida.

Tulio guarda la oreja en el freezer esperando el momento en que la ciencia pueda reimplantársela. Temerosa, la abuela propone una solución radical: echársela al perro, no vaya a ser que él lo logre y vuelva a las andadas.

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