rosario

Lunes, 17 de agosto de 2009

CONTRATAPA

Caramelos de desconocidos

 Por Sonia Catela

Que fuera una buena nena. Que no se hurgara en hueco alguno del cuerpo arriba abajo nariz orejas muelas ano vagina. Que saludara al entrar y se cubriera para misa. Que no abriera por descuido la puerta del baño cuando adentro se oían ruidos. Que evitara los juegos de manos con los primos.

Mariana chupa su chupetín y musicalmente repite sí, mami, señora, señorita, Padre, abuelo, papi.

Que obedeciera. De ningún modo aceptar caramelos de desconocidos. ¿Es un desconocido el empleado de la Pompa Fúnebre? El siempre anda proponiéndole que entre a ver los ataúdes forrados en raso o los forrados en encaje. Cada vez que Mariana sale de la plaza y enfila hacia la calle, Rogelio monta un radar que la sigue, cómo cruza ella chupando y saltando, y apenas se halla cerca, la invita a acompañarlo adentro que va a mostrarle algún muerto recién llegado. Rogelio trabaja en la Pompa casi contigua a su casa así que no puede ser considerado un desconocido. Inclusive, la tía Próspera lo saluda con principesca cortesía. Mariana pasa casi pegada al zócalo de la Pompa caminando despacio como una babosa, sin saludarlo ni nada. Hoy por ejemplo, Rogelio no la tentó a que entrara a ver un muerto recién llegado. A lo mejor le hubiera dicho que bueno, que lo acompañaba. Sabe que Rogelio los desnuda, los baña y los viste. Simplemente él la examinó con tanta atención como la que se aplica a mirar la yema de un pulgar lastimado.

Que mastique con la boca cerrada. Que se cambie las prendas interiores a diario. Que ceda el asiento a los ancianos en el colectivo. Mariana empieza a mirarlo a la altura del mercadito porque quiere leer, como los sordos, los movimientos de los labios de él convidándola. No es estrictamente un extraño. Continúa fijándose en los labios de Rogelio cuando atraviesa el mercadito y entra en la zona de doña Carmela, la inválida que afortunadamente nunca está en la vereda. Lo mira cuando pasa frente a él casi pegada al zócalo percibiendo el soplo de sus palabras. Dando vuelta la cabeza hacia la funeraria, hacia Rogelio, sigue hasta que llega a su casa. Una sola vez la invitación fue para ver un muerto recién llegado. Hubiera dicho que sí.

Que no cruce las calles sin mirar. Que no pregunte "esas" cosas. Y fundamentalmente, que no se junte con la Rota. Desde la plaza, o desde la casa, Mariana controla las veces en que la Rota, de su misma edad (doce) entra y sale de la Pompa. Si hay amenaza apocalíptica en boca de las madres, es la enana. No te le arrimés que contagia. Cuando Mariana se cruza con ella le resulta irresistible observarla fijamente; lo mismo hace la otra. Se sostienen la mirada, y la que la aparta, pierde.

También la enana le murmura palabras como Rogelio, pero de distinta calaña. Que no discuta con los profesores. Que no se encierre. Que no hable con la enana. Que no juegue con la enana que entra y sale de la funeraria a toda hora desde el año pasado por lo menos.

Aunque tengan la misma edad, son muy diferentes, hasta en la clase de miradas. Según la madre, la enana tiene una mirada "corrompida". A la tardecita Mariana saca a pasear al mono relojero por aquí y por allá: "grandulona, todavía con muñecas", desprecia el hermano. Le muestra que es un mono no una muñeca y con la punta de la cola en la mano, arrastra la cabeza y el torso de felpa por la vereda despareja. No querés ver al finado Casas, proponen las gesticulaciones de Rogelio. Se detiene. Se da vuelta. En la cuadra no hay un solo vecino visible. Entra rapidito remolcando al mono relojero. Camina detrás de Rogelio quien intenta guiarla del hombro. A don Casas lo tienen tapado en una camilla. Rogelio habla alto por primera vez. "Querés verlo sin sábanas" Sí. Tira del trapo y aparece don Casas enterito. A ver, tocalo. Pellizcalo. Mariana va pidiendo que haga eso y lo que se le ocurre. Que lo siente. Que le levante el pito. Rogelio hace caso y le pregunta si no tiene miedo de los muertos. Y si quiere otro chupetín. Y que si no puede soltar ese mono asqueroso. Y que se levante la remera. No seás preguntón y cargoso responde Mariana. Enseguida se sienta a observar cómodamente cómo Rogelio viste al muerto. También le dice: contame de la enana. Qué. Contame a qué viene. Viene a hacer cosas de señorita. Rogelio limpia al muerto con un algodón y un líquido que apesta, sin desviarle los ojos de encima como cuando Mariana se arrima desde la plaza. Cuáles cosas de señorita. Desabrocharse la blusa, bajarse la pollera y eso. Ah, dice Mariana, ahora me voy. Pero primero levantate la remera. Siempre que no te apartes del lado de ese muerto. Bueno. Se levanta la remera.

Que no vuelvas tarde. Que no te entretengas cuando salís de la escuela. Que te cruces de vereda si hay señores solos o perros sueltos. Bajo el sol de las cuatro, la enana le hace señas a Mariana; que se acerque. Frente a la Pompa, vení. Que no se le ocurra fumar a escondidas. Que no deje tirados los algodones de la regla en el baño a la vista del padre. Rogelio está apoyado en la pared de la funeraria, mudo. No tardan la Rota y él en perderse dentro. Que mire y no toque. La patineta zumba al trasponer el largo garage por donde descargan a los muertos. Apoya la patineta y se asoma a la salita: no hay un difunto sino Rogelio acostado, desnudo de la cintura para arriba, con los ojos cerrados. Encima, la enana. Siguen el juego de que ninguna de las dos aparta la vista. La que rehúye, pierde. Es una pendeja caprichosa, rechina la Rota, hasta cuándo va a quedarse aquí. Mariana chupa el chupetín pero no parpadea, clavada visualmente en la enana que hace cosas como bajarle el cierre del pantalón a Rogelio. Ambas pendientes del desafío. Por favor que se levante de nuevo la remera, mueve los labios él. Si piensa hinchar con eso cada vez que Mariana entra, no pisa más la funeraria. Sólo con eso, no. Mariana piensa volver para presenciar la resurrección de algún muerto. Según. Según qué. No es tan fácil. Con la mano todavía frotando la exuberancia vertical de Rogelio, la enana putea: sos un desconsiderado, quedate con tu turrita. Empieza a colocarse sus cortos vaqueros. ¿Hay cajones especiales para enanas? Chupa el chupetín. ¿Cajones gordos, chiquitos como para ella? La enana corre hacia el portón sobre sus piernas deformes, maldiciendo e insultándolos. Desde la camilla, Rogelio le pide con señas lo que quiere. De acuerdo. Pero tú te quedas quietecito ahí mismito. Se levanta la remera y deja que él refriegue el cuerno contra sus pechos. Que no hable como en una telenovela centroamericana. Que no le levante el tono a los mayores. Que no se demore al hacer las compras. Y que vaya al mercadito. ¿Ahora? Sí. Con el bolso de los mandados y el mono relojero entra a la Pompa. A comprobar si los muertos protagonizan resurrecciones de la carne. En todo caso, éste no. ¿Y si revive allá en la sepultura? No me hagás reír.

Vaya empleo repugnante. Le encantaría subir a la terraza de la funeraria. A qué. A espiar a doña Carmela. A tirarle cascotes. Suben en sigilo, agachados. En el patiecito, la vieja dormita sobre su silla de ruedas. De vuelta con que primero se levante la remera y lo deje tocar. Después. A que no le acierta un cascotazo, mejor una andanada; bombardean a la vieja que alza los puños y amenaza con hacer la denuncia a la policía. Con qué. Si la vieja no tiene teléfono, está de remate.

De qué se ríe Mariana. De nada. Sacate la remera. ¿Otra vez?

Que si le gustaría. Qué. Hacer con él lo mismo que la enana. Cuando termine el chupetín. Mañana traerá naranjas podridas para tirarle a la vieja. Tiemblan de risa, mudos y escondidos tras el parapeto. Acabé la paleta, pero estoy toda pegajosa. No importa. Vení, sentate. ¿Arriba del cuerno pelado? Sí.

Que no se atonte frente al televisor. Que se comporte como lo que es. Qué. Una señorita. Ah. ¿Cómo la enana?

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